La poesía

9 marzo 2024
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Alguien a quien quiero mucho lleva tiempo trayendo de nuevo la poesía a mi vida. Al principio no me di cuenta, fue algo tan plácido, tan sutil que no lo percibí. Canciones, poemas, películas, paisajes, narraciones, momentos, cielos… yo no acababa de entender por qué me cautivaba todo tanto. Era una mirada diferente. Era poesía.

Me conmovía y lo sigue haciendo. Me dejaba callada y eso quienes me conocen saben lo extraño que es 😉 con esa sensación de no querer que se acabe, de que te están mostrando algo tan bello, tan pequeño! Como lo fue en su día el brillo del sol en las hojas de los arboles de mi madre o el dios de las pequeñas cosas de mi amiga B. o las historias que mi hijo me contaba con cuatro, cinco años tumbados en la cama antes de dormir.

Y me ha hecho recordar la cantidad de poemas que escribí de niña y de adolescente. Poemas que permanecen guardados en un cajón, como le pasa a tanta gente. Poemas que utilicé para nombrar lo que no podía ser dicho, para dar forma a sensaciones que ni yo misma era capaz de describir conscientemente. Pero hay otro registro, el que se esconde entre lineas de un poema, en los colores de un amanecer o en las palabras de un niño. Es un registro de belleza, verdad y compasión. Un ancla a la vida.

Hace muchos años, cuando quise dejar de escribir, mi hermano me encuadernó los poemas y me los regaló. Cuando pensé que no me quedaban poemas, llegó este blog y los ecos que me hacíais llegar y los cuentos/poema. Cuando quise callar, empecé a inventar historias para mi hijo y luego a escuchar enmudecida las suyas. Cuando pareció que el mundo se volvía del revés en el confinamiento rescaté la poesía en forma de caricias que enviaba a mi gente querida en forma de fotos, objetos, amaneceres, poemas o canciones. Mantener la presencia y la poesía.

Y ahora ha vuelto a pasar. Cuando vuelvo a mí, cuando me toca mirar adentro y vivir desde mi «yo», la vida pone en mi camino alguien que me recuerda la poesía.

Así que un día de estos sacaré los poemas del cajón y los releeré. Y de momento sigo el hilo de amor de la vida, que siempre me ha sostenido, desde la ternura y la belleza. Pura poesía. A veces extraña y dolorosa. Pero eso también cabe en la poesía: el dolor que aún no se puede nombrar encuentra allí un lenguaje propio.

Y yo escucho de nuevo, agradecida, la poesía que habita en mí, en la gente que amo, en la vida.

Pepa

Amar y salvar

9 febrero 2024

El amor no salva, pero sin amor no te salvas.

Esta frase resume uno de los aprendizajes más importantes que he logrado en la vida, tanto personal como profesional.

Salvar a quien sufre. Cuidar, consolar, sostener, acariciar, abrazar.

Sufrir en silencio. Quedarse quieta y callada. Esperar no sé muy bien qué o quién. Pero que te salve.

Pero no funciona así. Se trata de tener una red de personas que te quieren y te cuidan, que te enseñan que las relaciones sanas son recíprocas, que a veces consuelas y a veces eres consolada, y sobre todo que solo si hablas, ellos pueden saber que sufres. Personas que están ahí, cerquita, flotando junto a ti. Que te miran sonriendo. Sobre todo te miran. Como dicen en Avatar, «te ven». Te ven porque te miran. Les ves porque les miras. Y entonces intuyes y sientes en la tripa cuando algo no va bien, y acaricias su cara o ellos te hacen reír. Y pueden verte llorar en silencio. Puedes dejar ir la memoria corporal del dolor. Sólo llorarla.

Porque no es su amor el que te sana, eres tú cuando nombras y lloras y dejas ir. Eres tú quien haces el camino. Pero lo haces desde su mirada. Si no hay esa mirada, si no hay ese amor, no te salvas. Pero eres tú quien se cuida, quien nombra, quien llora, quien deja ir.

Y en lo profesional es igual o más. No soy yo como profesional en psicoterapia quien sana a la persona. Es la persona quien hace su camino. Yo le ofrezco un entorno seguro y un vínculo psicoterapéutico para hacer ese camino. Le ofrezco una mirada compasiva, incondicional, sostenedora y mentalizadora. Pero es su camino. Su opción. Como les digo muchas veces a las personas, hay que «elegir las batallas». Elegirán sus batallas. Y las afrontarán. Y yo iré un paso por detrás. No serán las que yo querría, quizá, ni las que sé necesarias ni en el momento que yo querría. Serán las que puedan sostener. Y afrontar. Cuando puedan nombrar. Cuando puedan llorar.

Pero hay algo más como profesional. Y es que mi mirada es una mirada desde el vínculo. Pero la persona necesita una red. Una red de al menos tres. Y ninguna de esas tres personas debo ser yo. Porque yo debo irme. Mi vínculo es temporal. Yo debo salir de la ecuación, igual que mi voz debe dejar de sonar en la cabeza de las personas para que escuchen la suya propia, o como mucho un diálogo interior conmigo en el que, a ser posible, me lleven la contraria ;-).

Las personas no pueden (no podemos) hacer nuestro camino solas. Necesitamos ser miradas. Nos creamos desde la mirada de un otro. Nos sostenemos en esa mirada. Por eso la herida más profunda es el abandono. Siempre. Porque niega la existencia. Le quita valor.

Y hemos de honrar a las personas, cobijarlas, mirarlas con el asombro y admiración que merecen. Con esa mirada de la rueda de miradas en biodanza. Con esa mirada que devuelve la dignidad que en realidad nunca se perdió pero se siente como si se hubiera deshecho.

El camino hacia la salud mental está hecho de tres elementos: el amor, la terapia y el proceso personal. El amor no lo brindo yo, mi responsabilidad es sólo sobre el proceso psicoterapéutico. Y ese proceso es sólo el comienzo de un camino que hace la persona. Comenzar la terapia pensando en su fin, en cuando la persona se vaya.

Igual que en la crianza. Criar para que se vayan, para que vuelen, no para que se queden a nuestro lado cuidándonos. Pero éste es otro argumento 😉

El amor no sana, pero sin amor no te sanas.

Pepa

 

La piel habitada

31 diciembre 2023
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Érase una vez…

Un lugar frente al mar donde las personas nacían sin piel, casi, casi transparentes. En los cuerpecitos de los bebés se reflejaban el sol, las praderas, las calles de piedra y la espuma del mar que bañaba aquel lugar. Guardaban su luz. Eran hermosos, llenos de reflejos de colores infinitos.

Sin embargo, a menudo las madres y los padres, cuando recibían aquellas vidas nuevas, se asustaban de tanta belleza. No por la belleza sino por la fragilidad que implicaba. Miraban embelesados tanta hermosura y al mismo tiempo se preguntaban cuándo o qué la haría romperse.

Muchos de ellos encontraban en la memoria de sus propios cuerpos la receta ancestral que tejia la piel de los bebés de aquel lugar que no era otra que las caricias. Y desde el primer momento veían cómo sus caricias y sus abrazos iban creando una fina capa protectora del cuerpo de sus bebés.

No era una capa muy gruesa, así que no impedía las heridas que a veces la vida ponía en sus caminos. Por eso, casi todos los bebés que crecían acariciados, traían también algunas costras y marcas en su piel. Pero se convertían en personas que abrazaban y se dejaban abrazar, que temblaban con la risa y con el llanto, que cuando tenían miedo se tomaban de la mano porque sabían que la piel se hace más fuerte en contacto.

Pero no todos los padres y madres tenían esa memoria en sus cuerpos. Algunos se asustaban tanto que trataban de no tocar a sus bebés, con miedo a quebrarlos, a quitarles su luz o a llenarles de los reflejos de sus noches. Otros, asustados, los escondían en sus casas para que el viento no los hiriera. Algunos los entregaban al mar pensando que no les pertenecía tanta belleza.

Y aquellos bebés crecían aprendiendo a ocultar su luz. Lo hacían haciéndose grandes, cubriéndola de un caparazón que permitía resistir las tormentas. Sus cuerpos guardaban heridas que parecían accidentes. Podían caminar las montañas con frío y buscar alimento donde otros se paralizaban. Era muy ágiles, salvo cuando estaban cerca de otras almas. Entonces su caparazón se volvía rígido y torpe.

Otros aprendían a esconderse. Se quedaban quietos, casi como si no temblaran, esperando que el reflejo de su luz no se deshiciera al contacto con el aire. Se escondían detrás de libros y pantallas, porque ninguno de los dos amenazaba su cuerpo sin piel. Guardaban su alma impregnada del miedo de sus padres.

Pero no hay historia sin magia, ni belleza sin alquimia. Y algunos de aquellos bebés, al hacerse mayores, decidieron ser valientes con miedo. Eligieron el gozo y el sufrimiento.

Una mujer valiente había escrito hace tiempo que «todo lo que cura es agua salada: las lágrimas, el sudor y el mar». Así que aquellos niños y niñas escondidos en cuerpos de hombres y mujeres transparentes decidieron buscar su propia piel.

Empezaron por ir al mar. Y los que habían crecido escondidos descubrieron que ni el mar ni el aire los dañaba. Sintieron su cuerpo calentarse con los destellos que el sol dejaba en ellos y vibraron con la caricia del agua. A veces, mientras nadaban, les parecía increíble que su cuerpo no se deshiciera en el agua como temieron que pasaría. Y, en algún que otro instante, llegaban a sentir que tenían piel.

Respecto al sudor, ése era el fácil, ya lo conocían y sabían lo que escuece. Algunos de ellos lograban corriendo, haciendo deporte y ejercicio sentirse contenidos en su cuerpo.

Pero quedaban las lágrimas. Los bebés que habían crecido acariciados sabían de sobra que las lágrimas no son un problema, muy al contrario, porque llorar les traía refugio y caricia. Pero para aquellos bebés que no fueron tocados, las lágrimas suponían el terror de deshacerse. Tenían la sensación de que si empezaban a llorar, todo su ser se desharía fuera de ellos y su control.

No todos los cuentos tienen un final feliz. Al menos no siempre. Porque hace falta mucho valor para llegar al final feliz.

Y el final de nuestro cuento es que algunos lograban llorar. Pero no todos. Lo hicieron aquellos que encontraron el abrazo donde llorar. Ese abrazo que, palmo a palmo, fue devolviéndoles las caricias necesarias para deshacer caparazones o para romper parálisis. A veces era el abrazo de otros padres y madres. Pero casi siempre era el abrazo de otro niño o niña que, ya de mayor, había hecho su propio camino para recuperar su piel.

Porque ésa era la magia que escondía aquel lugar. No era una magia obvia ni común. Pero estaba ahí. Era la magia de los abrazos, las caricias, las manos tendidas sobre el mar. Incluso en medio de la tormenta.

Y al dejarse abrazar, sus cuerpos más grandes o más pequeños, más altos o más bajos, más gordos o más flacos, se recubrían de piel. Y su piel se convertía en un mapa. Un mapa sutil y hermoso lleno de destellos de mar que sólo quien acaricia puede descifrar.

Pepa, el último día de mi inolvidable 2023

Sentirnos seguros

30 noviembre 2023
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Siempre lo he sentido así, pero en los últimos tiempos se ha vuelto certeza radical que los vínculos humanos tienen mucho más que ver con la seguridad que con el amor. Es algo que ha vuelto a mí en los últimos tiempos de infinitas formas: la certeza sobre la red afectiva protectora como condición para la salud mental; la certeza sobre lo difícil que es que el amor sobreviva cuando no se puede confiar; la certeza de que nuestro niño o niña interior sigue buscando año a año, relación a relación, volver a sentirse en hogar, cuidado, guarecido del temporal; la certeza sobre lo difícil que es llegar al número tres que necesito para dar un alta en consulta, tres personas que rodeen a la persona, que la cobijen y acompañen, y que ninguna de esas personas sea yo; la certeza sobre mi propia necesidad de sentirme a salvo, sobre lo fácil que me resulta la verticalidad y lo difícil que me resulta encontrar espacios de horizontalidad; la certeza de que el regreso de alguien amado quince años después te hace sentir algo más segura, algo más completa sin que lo supieras siquiera… y podría seguir.

Temblamos por dentro. Unas veces somos capaces de dejar que los demás lo vean, otras nos escondemos debajo de máscaras de lo más diverso. Pero la consciencia sobre nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad y nuestra hermosura, todo junto, a veces abruma. Al menos a mí me abruma.

Llevo un año que me cuesta encontrar palabras para describirlo. Un año de cosecha. Ver a mi hijo volar y sentir un orgullo tan íntimo al mirarle, incluso con su temblor o precisamente por ese mismo temblor. Recibir en el trabajo regalos inmensos que me abruman y me colocan en otra liga en la que ni siquiera pude decidir si quería estar o no, pero en las que opté por estar (puede parecer incompatible, pero Dios sabe que no lo es, nunca mejor dicho). Esa maravillosa celebración de cumple, cada una de las celebraciones regalo que está trayendo a mi vida el nuevo libro o la vida misma. El poder «hacer de rica» sin serlo ni querer serlo y ser plenamente consciente de ese privilegio y desde la gratitud a la vida compartirlo con mi gente amada. Un proceso de sanación de la herencia transgeneracional. Las palabras de las presentaciones: la manta de colores, la luz, la conversación… Recuperar mis tiempos y mis espacios de los que hablaba en el post anterior y el gozo que traen. Viajar menos, más lento y más placentero.

Estoy cansada. Me siento vulnerable y al mismo tiempo más en mi ser que nunca. Es bonito y extraño. Y me hace temblar. Y vuelvo al comienzo: los vínculos nos hacen sentir seguros, nos dan un hogar. Sin ellos está la intemperie y hace frío. Todas las personas hacemos lo que tengamos que hacer para encontrar cobijo.

Pepa

 

Tiempos y espacios

15 octubre 2023
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El tiempo detenido. El espacio ampliado. Dos certezas que anidan en mí cada mañana al despertar.

Hace un par de meses mi hermana me preguntó en qué iba a cambiar mi vida ahora que mi hijo se iba a estudiar fuera. Lo primero que me nació contestarle fue «que voy a dejar de correr». Correr para volver a casa a tiempo de tantas cosas, para llegar a recogerle al colegio, para volver a tiempo de un viaje de darle un beso de buenas noches o de estar haciéndole el desayuno cuando se despertara. A tiempo de sus funciones de fin de curso, a alguna llegué directa recién aterrizada de un vuelo transoceánico sin pasar siquiera por casa. A tiempo de comidas, lavadoras, deberes, conversaciones infinitas y juegos. A tiempo de, en los últimos años, simplemente flotar a su alrededor. Que no sintiera que, por creer él que no me necesitaba ya, yo me había ido. La maternidad para mí ha sido la experiencia más gozosa que he tenido en mi vida, pero también la más agotadora. En parte porque quise una maternidad consciente y la elegí en soledad, en parte porque me lo exigí, en parte porque lo disfrutaba y no quería otra cosa… una mezcla de todo eso y mucho más. Una opción de vida.

Y, de repente, mi vida ha frenado de revoluciones. Incluso en algunos momentos hay tiempos en pausa. De momento me causan un deleite infinito. Porque hace tanto que no los vivía así en lo cotidiano que a veces me siento en el sillón y sólo escucho el silencio, o pongo mi música y me pongo a bailar sola en casa. Ambas son para mí formas de deleite infinito. No sé si seré capaz de mantener este nivel de consciencia en el tiempo o se me acabará escapando, como ocurre con tantas otras cosas, pero de momento es lo que me invade.

Porque además la marcha de mi hijo ha coincidido en el tiempo (esas coincidencias que no existen) con la ampliación del equipo de Espirales CI. Una ampliación que me ha dado por un lado el privilegio de trabajar de forma más continuada, además de con Javier como hasta ahora, con profesionales increíbles y personas espectaculares. Pero me ha dado algo más y es la posibilidad de poder decir que sí a un montón de propuestas, reclamos y necesidades a las que estábamos teniendo que decir que no, porque no dábamos a basto y nuestra agenda estaba ya desde hace tiempo completa a dos años vista. Y ahora, con el equipo ampliado, puedo decir que sí y cambiar mi rol, coordinar los proyectos, contenidos y metodología, pero no ejecutarlos directamente. El otro día me di cuenta de que el mismo día y al mismo tiempo Espirales CI estaba dando una formación en Córdoba, otra en Madrid, una supervisión de equipos en Galicia y yo presentando el último libro en Palma. Esa posibilidad me da paz, porque la necesidad es enorme y la consultoría es ya un equipo, no dos personas. Y porque siento que mi rol es mucho más eficaz de esta forma. Una forma que, de nuevo, me lleva a parar y a quedarme en casa.

A eso le uno el cambio en los espacios de la casa, quizá algo que pueda parecer trivial pero no lo es. José y yo hicimos juntos un cambio en la casa antes de que se fuera, un cambio que acordamos hace casi tres años cuando nos vinimos a vivir a esta casa y que por fin se hizo presente. Una limpieza en la que me ayudaron amigos también: regalar muebles, deshacerme de papeles, vaciar armarios, cambiar la disposición de la casa…y de repente hay espacio en todos lados, en los armarios, cuando entras al salón… Y es que cada vez siento necesitar menos. No hay cambio de armario en invierno o verano. No hay tele. Menos muebles. Y esa sensación de liberación que produce. Y la parte bonita de ver que este fin de semana, el primero que ha vuelto a casa después de irse, ha podido dormir igual con sus amigos en casa. El mismo lío de siempre.

Recuerdo que cuando me fui a estudiar fuera, mi madre me dijo que una vez al mes tenía que volver a casa, que el resto del tiempo viviera y disfrutara y viajara, pero que una vez al mes tenía que «tocar hogar». Así lo llamó. Y tenía razón, una vez más. Tocar hogar. Así que he repetido la pauta con mi hijo. Y cuando le llevaba al aeropuerto de vuelta pensaba una vez más en la sabiduría de mi madre. Tocar hogar, sacar sus dinosaurios de cuando era niño, ver una peli abrazados, traer a sus amigos a dormir después de la juerga correspondiente, ir a la playa con amigos, cenar en su segunda casa o desayunar en la terraza con su amigo mayor. Sentir que seguimos aquí si nos necesita. La certeza de saber quién es y el amor que ha creado en su vida. Una certeza que le constituye, como lo hizo conmigo en su momento.

Y se va y de nuevo me levanto en mis tiempos y mi espacios. Sintiendo que todo está bien. Sintiendo un orgullo indescriptible de él, de ver cómo se está convirtiendo en un hombre, haciéndose cargo de lavadoras, comidas, clases y creando su mundo propio. Sus propios tiempos y sus propios espacios. Que podrá compartir con quienes ama, incluida yo, pero serán los suyos. Sus tiempos y sus espacios. Salir al mundo con la certeza del amor que nos sostiene.

Qué fortuna…

Pepa

El alma en la piel

30 agosto 2023
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En cuatro días mi hijo se va de casa.

Tengo el alma en la piel.

16 años juntos. Ahora le toca volar. Y a mí volver a la soledad acompañada y ser hogar al que volver cuando le haga falta.

Hemos cambiado de sitio los muebles de casa, regalado algunos y hecho una limpieza muy fuerte. Es una casa diferente con mucho, mucho, mucho espacio diáfano. Me alegro de haberlo hecho antes de que se vaya. Y aún falta sacar sus cosas.

Lloro a ratos. A ratos siento vértigo. Otros le miro con orgullo. Y siempre agradecida.

La gente que me conoce bien lleva días enviándome mensajes. Es como cuando las mujeres paren, que hay personas que llegan al hospital y miran sólo al bebé y otras que miran y abrazan primero a la madre. La mirada a la madre. Una vez más, me siento cuidada.

Estos días pienso mucho en mi madre. Hoy pensaba que ella vivió este mismo desgarro cuando me fui de casa a estudiar a Madrid. Pero me he dado cuenta de que con una inmensa diferencia. Y es que ella sabía que se moría, que se le acababa el tiempo. Y renunciaba a ese último tiempo conmigo. Tenía a mi padre y a mis hermanos y eso lo hacía más fácil. Pero hoy de repente su generosidad, que siempre he tenido presente, se ha hecho mucho más radical. Mucho.

La verticalidad: mi madre y mi hijo. Mi piel.

Pepa

La ternura

26 agosto 2023
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En la celebración de mis cincuenta pasó algo muy curioso, entre otras muchas cosas bonitas. La gente, aún sin conocerse, se reconocía por los caminos del hotel. Sabían que eran del grupo de cumpleaños aunque no supieran los nombres ni por qué lo sabían, pero así era. Conforme he ido haciendo el relato post cumpleaños con la gente, muchas personas coincidían en lo impresionante que era que tanta gente de tantos lugares diferentes del mundo, con orígenes y vidas a veces significativamente diferentes, sintiera tener algo en común. Cuando lo decían, siempre apostillaban: «claro, eras tú nuestro nexo de unión«. Sin embargo, poniéndole consciencia me di cuenta de que había algo que unía a aquellas maravillosas personas que iba más allá de mí: su ternura. Todas y cada una de las personas que estuvieron en ese finde maravilloso y loco eran personas tiernas.

Y ahí me di cuenta de que tengo que añadir un criterio más a los que sigo en mi vida para establecer intimidad. No hablo de relacionarme, eso lo puedo hacer sin problema con cualquier persona. Hablo de crear un lazo de intimidad. Hace años que soy consciente de que no sé establecer intimidad con una persona si no me río con ella, el sentido del humor es mi primera criba. Tampoco sé hacerlo si no tiene una mínima cultura, y no hablo de libros y conocimientos académicos, sino de la vida, la apertura de mente y la sabiduría innata que cada día admiro más. Y, desde luego, no sé establecer intimidad con personas que me mienten. Aunque la honestidad acaba siendo más un criterio de exclusión, porque si te mienten lo descubres más adelante. A veces se intuye desde el principio, pero otras no. Pues este verano he descubierto el cuarto: la ternura. La ternura me abre el alma, me conmueve y me lleva a querer conocer a la persona que tengo delante. Me doy cuenta, además, de que es un criterio que se ha ido fortaleciendo con los años y con la maternidad: la ternura hacia mi hijo ha sido desde que soy madre la forma más directa de llegarme al corazón.

Cuando pienso en la ternura, la tendresa como la llaman en mi roqueta, hay cosas que surgen obvias pero hay otras que no lo son tanto. La ternura más obvia es la que surge hacia los bebés, los ancianos, los débiles y los que sufren. Pero ahí voy. La ternura no es la compasión. Mucha gente cree ser tierna y actúa desde la superioridad o la lejanía. Hay personas que hablan a los bebés como si fueran tontos. La ternura justamente es esa actitud que parte de reconocer, respetar y honrar la dignidad del otro. Mirar a esa persona como si fuera un regalo, porque lo es; una oportunidad asombrosa de conocer otra alma. Es verdad que es una ocasión que siempre surge más y de forma más radical cuando las personas sufren, porque están más dispuestas a mostrar su alma al sentirse vulnerables. Pero la ternura no es sólo el gesto: esa caricia en la cara, ese abrazo largo, esa mirada sostenida. Es también la forma de realizar ese gesto. Con autenticidad. Con el alma abierta. Desde la propia vulnerabilidad. Sólo es tierno de verdad quien está conmovido, y sólo se conmueve quien abre su alma lo suficiente.

Así que al final la ternura es una cualidad de los valientes. Las personas que están (estamos) dispuestas a mostrar nuestra vulnerabilidad, a dejarnos conmover y transformar por la vida, las que vemos el encuentro con otras personas como un regalo, un privilegio, casi una ceremonia.

Por eso yo soy tierna en mi trabajo como psicoterapeuta, porque a la consulta llega alguien dispuesto abrirme su alma y, da igual las veces que lo haya vivido, sigue pareciéndome un regalo indescriptible. En septiembre sale publicado mi último libro: «Aprendiendo a habitarnos. Un modelo de intervención psicoterapéutica con personas con historias de trauma«. Decidí correr el riesgo de contar el modelo que sigo en mi trabajo como psicoterapeuta. Describo lo que hago con las personas desde que llegan a consulta hasta que se van. Por si le pudiera servir a otros profesionales.  Por si alguien quiere tomar algo de ello. Creo que es de los libros más valientes que he escrito, desde luego de los más arriesgados junto a «Amor y violencia, la dimensión afectiva del maltrato» (2008). Y en el libro hablo mucho de la ternura. Para mí es un valor profesional, no sólo humano.

Por eso quiero personas tiernas en mi vida. Personas que abracen, que digan «te quiero», que acaricien, que me miren largo y sin miedo, que no tengan miedo a llorar o a reír a carcajadas, siempre que sea juntos. Personas capaces, como hizo mi hermano hace muchos años, de agarrarme de la mano sin decir nada durante todo el funeral de nuestra madre para que pudiera sostenerme. O de escucharme llorar al otro lado del teléfono sin decir nada, porque no hay nada que se pueda decir, como han hecho ya varias personas en mi vida. Personas capaces de hacer kilómetros y cocinar gambas cuando son lo único que da sentido. Personas que se tiren en el suelo a construir selvas, mares y diversos ecosistemas en la terraza de nuestra casa con mi hijo o que le acunen y le acaricien el pelo hasta que se quede dormido. O de las que le dan un masaje cada vez que él se pone de espaldas a ellos y dice «porfa». De ésas, por suerte, también ha habido varias. Personas que se alegren con mi alegría (he ahí una de las mejores formas de ternura) y las vea llorar emocionadas con algo bueno que me pasa porque entienden su significado más allá de lo evidente. Personas a las que les tiembla la voz cuando me presentan en un acto. Personas que me aplauden largo, muy largo… ¿sigo?

lo que nos da la ternura

 

Y, por supuesto, la ternura ha sido uno de mis pilares como madre. Quise hacer con mi hijo lo que mi madre logró hacer con nosotros, convertir la ternura en una constante, en algo innegable, en algo casi, casi palpable. Creo que lo conseguí. Y eso que hace algunos años mi hijo me dijo que le gustaba más calva, porque desde que me había quedado calva, era «más blandita». Ni se imaginaba entonces (creo que ahora ya casi con 17 años y a punto de irse de casa sí lo sabe) el camino que he recorrido en mi vida para dejar salir la ternura sin miedo. No tanto en la parte de dar ternura, que creo que siempre se me dio bien, sino en la de recibirla. Mis abrazos son una de mis mejores cualidades pero me costó tiempo aprender a dejarme temblar en el abrazo de otro. De hecho, a veces, aún me cuesta. Y como todo en la vida, también en la ternura, se vuelve profunda cuando es recíproca.

Este verano ha estado impregnado de ternura. En casa, entre mi hijo y yo, sabiendo los dos que nos llega la despedida. Ternura también de la gente que nos quiere hacia mi hijo en forma de cuevas, de habitaciones en sus casas, de escapadas y mimos asturianos y vascos, de comidas, de lágrimas y de abrazos. También para ellos es una despedida. Y ternura en forma de muchas miradas hacia mí. Muchas. Por no hablar de la ternura de nuestros ángeles favoreciendo en extremo mi habilidad logística.

La ternura es alimento para el alma. Y es algo que, por suerte, define mi vida y no puedo expresar la gratitud inmensa que siento por ello. Lo que sí puedo hacer es renovar cada día mi opción por ella. Por mi parte, sin propósito de enmienda.

Pepa

Treinta años

5 julio 2023
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Hoy es 5 de julio. Hoy se cumplen treinta años de la muerte de mi madre, nuestra madre. Y amanezco en Zaragoza viendo esto por la ventana.

Sé de sobra que no hay casualidades pero el amor con el que mis padres nos siguen cuidando desde el otro lado no deja de impresionarme.

Igual que me pasó cuando se cumplieron veinte años y me di cuenta de que a partir de ese día llevaba más tiempo viva sin ella que con ella, me ocurrió de nuevo el día de mi 50 cumpleaños. Hice consciente más que nunca su ausencia. En aquella sala llena de amor, de 130 personas apenas llegaban a 10 las personas que habían conocido a mi madre. Cuando se fue, me parecía inconcebible una vida sin ella y sin embargo así ha sido. La vida no nos dio elección. Una vida sin ella pero con la certeza de su presencia de amor.

Para empezar, sus nietos. Cómo me hubiera gustado que mi hijo José y mis sobrinos, Julia y David, la hubieran conocido! Son tres personas tan hermosas que ella hubiera gozado el ser su abuela. No tengo duda de que ejerce de abuela desde el cielo pero ojalá hubieran conocido sus abrazos y su mirada…  Y no se trata sólo de que ella fuera una mujer excepcional, que lo era. Simplemente es su abuela, nuestra madre. Y conocer a los abuelos es un privilegio impagable.

Mi madre, Mariasun Goicoechea, fue una mujer rompedora para su época. Con una infancia imposible de describir en este espacio, de las primeras generaciones de mujeres catedráticas de España, capaz de viajar sola por toda Europa en su coche en el final en los años cincuenta. Vivió en Alemania sola, viajó y trabajó por toda Europa hasta que en el lugar más inesperado, Zaragoza, mi ciudad, esa en la que amanezco hoy, conoció a mi padre y sin apenas pensarlo, se casó con un hombre viudo que ya tenía cinco hijos. Fue una persona capaz de sostener su enfermedad con dignidad y luchando por regalarnos a sus hijos tiempo a su lado. Mi madre fue todo eso y mucho más.

También fue como muchos dicen que soy yo 😉 mandona, intensa, extrema, radical en muchas cosas. Tuvo grandes amigos que siguen escribiéndome cada 5 de julio. Y generó en sus hijos un amor nítido que nos sigue uniendo hoy.

Con el tiempo me doy cuenta de que necesito menos cosas para explicar quienes fueron mis padres, que son las pequeñas vivencias, los gestos compartidos… todo eso lo que nos hace quienes somos. Como a cualquiera que me lea le puede pasar con su madre. Mi madre nos enseñó a amar en miles de pequeñas cosas. Así que voy a acabar este escrito con cosas pequeñas, vivencias de las que generan memoria corporal, ésa desde la que he criado a mi hijo de forma que habla de sus abuelos como si los hubiera conocido y trato de conservar esa memoria de amor en él y mis sobrinos.

Cuando sabía que se moría, un día me dijo en el coche: «Cuando muera no llores, Pepa, porque todo el amor que podría haberte dado ya te lo habré dado». Y ese amor tenía muchas formas, como cuando me sentaba delante del espejo cuando veía que venía triste del cole, de uno de esos días en los que había recibido más insultos de la media habitual por mi gordura y después de ducharme me hacía sentarme y me peinaba el pelo. Y mientras me peinaba iba diciéndome: «Has visto qué pelo más bonito tienes?.. Me encantan tus ojos..eres muy bonita..». Y yo me iba a dormir pensando que era preciosa y que los demás se lo perdían. O cuando entraba en mi habitación mientras hacía los deberes y me preguntaba qué estaba estudiando y yo le contaba mis cosas y ella escuchaba sin más, sentada en la cama. O cuando me escribía cartas sobre las cosas dolorosas que a veces no era capaz de decirme. O cuando me recibía en la puerta de casa los fines de semana que volvía a casa de Madrid los dos últimos años suyos, que fueron mis primeros de carrera, y me abrazaba largo, largo y me decía: «ya está, ya tienes tu dosis de mimos para el mes». Cuando ella se fue, mi padre continuó recibiéndome igual cuando volvía a casa y se lo agradecí infinito.

El amor se encarna, se hace vivencia. Es ese «dasein» alemán que ella me enseñó. Existir significa «estar ahí». Y eso he hecho este aniversario. He venido a celebrar el cumpleaños de mi sobrino hace dos días, he traído a una amiga del alma y a los dos amigos del alma de mi hijo para mostrarles de dónde venimos y cuál es nuestra familia, he venido a cenar y compartir risas y amor banal del bueno, del mejor.

Echo de menos hasta el dolor poder abrazarla. Lo demás sigue siendo vivencia presente. Ya son treinta años.

Pepa

 

 

Sin propósito de enmienda

5 mayo 2023
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He dejado pasar unos días antes de sentarme a escribir porque la emoción era tan plena, tan fuerte que me dejó sin palabras. Pero aquí sigo, tratando de encontrarlas. Y mira que es difícil que me quede sin palabras, pero así fue.

La semana pasada cumplí 50 años y este fin de semana vinieron a Mallorca desde diversas partes del mundo ciento treinta de las ciento cuarenta personas a las que propuse hace dos años la locura de venir a celebrarlo conmigo. En aquel primer mensaje les dije que lo único que quería para celebrarlo era tenerlos a mi lado. Lo dije pensando que no me harían caso, que me dirían esas cosas de «no sé lo que haré dentro de dos años» o «demasiada gente para mí» o «qué locura«. Pero no. Vinieron, algunos toda la familia, otros en pareja y otros solos, y nos metimos en un pequeño paraíso, un hotel al borde del mar del que no salimos en cuatro días. Un lugar que daba para estar solos cuando era necesario para cada uno, en pareja, en familia o en totalidad. Y a partir de ahí…

Vuelvo a casa llena de regalos que tienen que ver con mi placer y mi cuidado, está claro que tomaron buena nota de mi entrada anterior del blog ;-), un álbum maravilloso que ha coordinado mi hermano, un video increíble que hizo realidad Belén, una lista de spotify de canciones y otro álbum que hicieron durante la fiesta las fotógrafas maravillosas de diez y once años que teníamos en el grupo. Porque había de todo, desde un bebé de cuatro meses hasta varias personas que se acercan con gran elegancia a los ochenta años.

Pero sobre todo vuelvo a casa con una sensación única que se ha convertido en el lema de este encuentro: sin propósito de enmienda. Todo el mundo hablaba, y no les quito razón, de la locura de organizar la logística de algo así; el director del hotel me preguntó si yo trabajaba como organizadora de eventos; otra de las directoras no se resistió a preguntarme quién era yo y cómo había logrado reunir a un grupo tan increíble de gente que vino de todo el mundo. Hasta hubo un par de clientes que cuando nos vieron reír, bailar y abrazarnos le preguntaron al camarero si podían conocerme y si aquello era una secta.

Pero es que resulta que la vida va a mi favor, que nada de la logística falló, incluso uno de los coches que hacía de chófer se estropeó y su maravillosa conductora con algunos apoyos lo pudo arreglar sobre la marcha, todos los vuelos llegaron y salieron, todos los chóferes estaban esperando conmigo en el aeropuerto, hasta pude llevar ensaimada de la rica al recibir a los primeros y tener a desayunar a mi familia en casa… todo cuadró. Hizo un tiempo estupendo. El hotel era mejor incluso de lo que yo esperaba. Pero hubo más. Es lo que mi amigo Javier llama la confabulación divina. Cuando el amor y el gozo crean lazos entre gente que se ve por primera vez y sin embargo se reconoce en los relatos mil veces contados por mí, cuando personas de mundos dispares se encuentran y conversan como si lo hubieran hecho toda la vida y al final se crea un sentido de pertenencia a algo que es más hermoso que cada uno de los ciento treinta que estuvimos allí. Les escribí una carta a cada una de las personas para darles la bienvenida y las gracias por el esfuerzo que habían hecho para venir desde tan lejos en muchos casos. Eran cartas diferentes para cada una pero compartían la última línea en la que les decía que esta celebración que parecía caótica, tenía más orden del que parecía porque al ver la sala llena a quien se veía era a mí. Mis tres ciudades hogar: Zaragoza, Madrid, Palma. Mis vínculos más profundos. Mi memoria. Mi historia.

Me han llegado muchos ecos en los siguientes días, pero voy a tomar prestadas algunas frases que para mí resumen lo vivido: «fui a dar y volví llena», «he experimentado la definición de acogida muy profundamente, creo que más que nunca en mi vida», «mimo y ternura», «ahora sé a qué te referías cuando hablabas de la red», «bailes desaforados, cantos desafinados, conversaciones profundas, nubes arrebatadoras, baños helados, abrazos cálidos y risas, muchas risas«. Y la última frase la dijo José el primer día de vuelta en casa que al despertar me dijo «mamá, daría lo que fuera porque volviera a ser viernes por la mañana«. Y falta la memoria gráfica, porque hubo infinidad de fotos de un maravilloso fotógrafo, parte de la red. Pero esas las dejo para otros momentos.

Pues eso. Sin propósito de enmienda. Porque cuando se tiene el valor de abrir el corazón a recibir, aunque sea de gente que no conoces pasan cosas maravillosas que van mucho más allá de lo que yo imaginé al pensarlo y mandar aquel primer mensaje hace dos años. Sí, dos años. Sin propósito de enmienda. Porque si no recuerdo mal quedan algo más de 1800 días para la próxima.

Bendecida y agradecida,

Pepa

La segunda parte de mi vida

25 febrero 2023

No sé si es la segunda, o la cuarta según lo mire, o la continuidad de la tercera si pienso en los cambios geográficos que he hecho en mi vida (18 años en Zaragoza, 24 en Madrid y 8 en Mallorca). No sé qué número de parte es la que voy empezando y no es lo que importa. Lo que sí sé es que este año está siendo un año de mirar hacia dentro, de tomar perspectiva sobre mi vida y de puntos y aparte. Y todos los cierres conllevan nuevos comienzos.

La primera parte de mi vida ha tenido mucho, muchísimo que ver con cuidar. Cuidé a mi madre en su enfermedad hasta su muerte a mis 20 años. Y, poco más de un año después, empezó el cuidado de mi padre hasta su muerte, cuando había cumplido los 31. Tres años después llegó mi hijo, al que he cuidado durante los últimos 16 años de nuestras vidas. Elegí un trabajo que tiene todo que ver con el cuidar a personas que sufren. Y he cuidado y acompañado a las personas que he amado y amo a lo largo de toda mi vida.

Si tuviera que elegir un regalo que he tenido en mi vida sería justo el amor que hay detrás del cuidado que acabo de nombrar. Lo he dicho alguna vez ya, aprendí más de mis padres si cabe en su enfermedad y su muerte que en su vida. Su manera de afrontar el dolor, su dignidad, su alegría y a veces su desgarro. En cuanto a la maternidad, ser madre de mi hijo José ha sido sin duda la experiencia más radical que he tenido en mi vida. Radical en el sentido de transformadora, de generadora de cambios. La Pepa que existía antes de que él llegara a mi vida ya no existe, soy otra persona y soy mejor persona gracias a él. Y la red de amor que he creado a lo largo de los años, que me ha sostenido, cuidado y acompañado toda mi vida me hace sentirme amada cada día. Y el cuidado que he asumido en mi trabajo me ha dado el privilegio de sentir que trabajo en algo con sentido, en algo que merece la pena y eso no tiene precio.

Pero algo muy íntimo dentro de mí sabe que la segunda parte de mi vida tiene que ver con dejar de cuidar. Veo a mis amigos que están llegando a ese momento de la vida en la que toca cuidar a los hijos y a los padres ancianos al mismo tiempo, eso que sucede cuando la vida sigue el patrón más habitual. Los veo agotados, cansados y asustados y me recuerdo así en mi adolescencia, cuando no tocaba, cuando aquel cuidado para el que no estaba preparada dejó huella dentro de mí. Perder a nuestros padres es quedarse huérfano, tengas la edad que tengas. Da igual que tengas 20 o 50, para ese dolor no hay parangón, no hay palabras que lo definan. Sólo con el tiempo aprendes que el amor es más fuerte que la muerte y que siguen en ti. Y aprendes a vivir con el dolor de no poderlos abrazar. Pero la huella sí es diferente a los 20 que a los 50 y lo que seguro cambia son esos treinta años que caben en medio, donde hubieras querido tenerlos a tu lado y donde no tenerlos marca una forma de vivir y de afrontar la vida diferente. Ahora que llego a la edad a la que en la mayoría de los casos toca ver envejecer, enfermar y morir a los padres, pongo en perspectiva mi vida, el miedo de aquella Pepa de catorce años que vio enfermar a su madre. La miro, la reconozco y la abrazo más que nunca. Y eso que tuve la fortuna de que dejaran legatarios de su amor y de su cuidado hacia nosotros que permanecieron fieles a ese compromiso durante todos estos años: mi padrino y su mujer, mi tía Carmina y mi tío Miguel, mi segunda madre Aurora, Fernando y Javier.

Este año, si la vida no tiene otros planes, José se irá a estudiar fuera. Y con su salida de casa nuestra relación entrará en otra etapa, de hecho ya está ocurriendo ese cambio este año. Lo seguiré cuidando pero de otra forma. Y tocará dejarle hacerse adulto, crecer  y separarse aún sabiendo que la intimidad y la ternura permanecerán. Se acabaron las noches sin dormir, el volver corriendo de los viajes a última hora de la noche para poder estar cuando se despertara, las logísticas miles (la maternidad, lo digo siempre, es amor y logística), las planificaciones que había que cambiar y adaptar mil veces, las lavadoras, los deberes… y podría seguir. Se acabaron muchas cosas hacia una relación desde la intimidad, no desde la necesidad de cuidado. Siempre seré su madre, y nuestra relación siempre será un vínculo vertical (no horizontal). Lo será hasta que me muera e incluso después. Pero será de otra forma. Sin el cuidado cotidiano.

El trabajo sigue implicando cuidar, pero hace muchos años que aprendí a colocarlo en su lugar, esa fue la parte fácil aunque nadie me creyera al principio. Mis vacaciones, mis excedencias, mi agenda loca que me permite llevar una vida placentera… fue todo un ejercicio de consciencia. Como lo fue aprender a cuidar a mis amigos de otra forma, a que mi paz interior no se fuera con ellos, a que las pérdidas o las preocupaciones fueran parte de la vida sin generar angustia. Estar presente, seguir a su lado a mi forma, que es sólo mía, y sentirme orgullosa de mi forma de querer y dejar de excusarme por ella. Sobre todo cuando veo la increíble red de amor que esa forma mía de querer ha generado y cuando me siento bendecida y abrumada de la cantidad de amor que he recibido en reciprocidad por lo dado.

Así que afronto mis cincuenta y este comienzo de esa segunda parte de mi vida sabiendo que no habrá nadie a quien cuidar de forma cotidiana salvo a mí misma. La conquista del auto cuidado, que tiene que ver con dos palabras clave: descanso y placer. Mi vida ha bajado de ritmo (la roqueta ha ayudado también en eso, ya lo dije en mi última entrada), sigue siendo muy rápida para muchos pero a mí me gusta el ritmo que llevo ahora. Y el bajar el ritmo ha traído descanso a mi alma. Porque viéndolo en perspectiva, si ahora tuviera a mi Pepa de doce años delante sólo habría una cosa que le diría sabiendo lo que sé ahora. Le diría «no hace falta que te esfuerces tanto». Toca descansar y caminar lento. Estoy en ello, sigue siendo un aprendizaje para mí.

Y sobre el placer…qué decir! Quiero llenar la segunda parte de mi vida de mucho más placer. Siempre he sido una disfrutona, probablemente la capacidad de gozo que aprendí de mis padres me salvó más veces de las que fui consciente. Ya hice mi listado de cosas que me gustan hace un tiempo. Me gusta bañarme en el mar, reír, ver amanecer y atardecer, bailar y cantar desentonando, las pelis buenas, viajar, cuánto me gusta viajar!, sentarme al sol un día de invierno, un café con amigos y por encima de todo, conversar. Pero demasiado a menudo sacrifiqué el placer por el deber. Y ésa es mi otra tarea para esta segunda parte de mi vida. No quiero más deberes. Tengo la suerte de que el trabajo para mí no es un deber, pero hay muchas formas de vivirlo que pueden generar deberes internos. Y mi gente amada me conoce, porque hace mucho que logré aprender a mostrar mi vulnerabilidad y mi pequeñez, aunque todavía me salga de vez en cuanto hacerme la fuerte.

He llegado a un momento de mi vida en el que siento que no necesito demostrar nada más. Y desde ahí quiero seguir trabajando, amando y viviendo. Haciendo lo que quiera y crea cada vez. Me sé y me siento amada, me sé y me siento bendecida. Y lo que tenga que venir desde aquí, será siempre regalo.

La perspectiva y la consciencia dan un valor diferente a lo vivido y a lo que me queda por vivir. Eso y una inmensa sensación de gratitud. Como dice la canción: «gracias a la vida, que me ha dado tanto».

Pepa

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