La memoria

30 noviembre 2024
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La memoria nos constituye.
La memoria nos ancla.
Recordar nos asusta.
Recordar nos bloquea.
Recordar a veces nos obsesiona.
Elegimos recordar y elegimos olvidar. Del mismo modo que elegimos amar.

Olvidamos para preservar a nuestra gente amada.
Olvidamos para quitar peso al dolor, y desgarro y temblor.

Somos lo que hemos vivido, aunque no lo recordemos. Pero sin memoria no hay consciencia. Ni libertad.

Recordar duele y salva.
Olvidar preserva y daña.

Recordar son espirales. Vuelves a pasar por el corazón, pero tu corazón no es el mismo. Tu vida tampoco. Comprendes la magnitud. Comprendes la necesidad de olvido.

Al recordar recuperas fogonazos sensoriales: aquel olor, aquel escalofrío, aquella sonrisa o la luz de aquel atardecer en esa playa.

Y casi parece que puedes tocar a aquella persona o que vas a volver a sangrar aquella herida que te encoge el estómago como puñetazo.

Al recordar sonríes sin saber por qué, sientes compasión hacia la que fuiste: ingenua, pequeña, frágil y tan bonita!. Y te miras al espejo y ahí estás: más consciente, algo más libre. Y te acaricias. Y reconoces tu valentía.

Y al mismo tiempo sabes más que nunca lo mucho, muchísimo que has elegido olvidar.

Pepa

17 años

19 noviembre 2024
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17 años de esto. El primer día que le tuve en brazos. El mejor de mi vida.

Pepa

Surfeando la ola

14 noviembre 2024
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Empieza a olerse el final de año. Un año que no voy a olvidar. Un año que ha supuesto desde el principio revisitar mi pasado. Me costó entenderlo, pero ahora sé que ése era uno de los propósitos de la vida para mí este año. He vivido la reaparición en mi vida de personas que se fueron, en algunos casos hace mucho, mucho tiempo; la despedida de personas amadas, el reajuste de varias relaciones claves en mi vida, el cambio de significado de vivencias que creí colocadas, el hacer conscientes memorias olvidadas… todo ello con la vivencia corporal y emocional que conlleva. Me he visto tomando un caldo tumbada en un sofá, varias veces acurrucada en brazos amados, con dos o tres gastroenteritis de lo más simbólicas, viendo cómo una persona se caía sobre mí en una escalera mecánica. Me he visto llorando antes de salir públicamente en un acto, casi sin poder contenerme. Desbordada, conmovida y sobrepasada.

Y ahora que se acerca el final del año, empiezo a estar serena. Sé que este «revisitar» no ha acabado. Pero ahora que he comprendido el para qué, me cuesta menos. Es más fácil que sentirte zarandeada sin entender por qué. Porque ha sido todo demasiado seguido, demasiado intenso, demasiado rápido, como cuando te arrastra la fuerza del mar.

Sé que se avecinan cambios. Estas últimas semanas se han abierto caminos inesperados, nuevos horizontes que no esperaba. Y sé que llegará pronto el «porche frente al mar». Ya me pasó antes de la llegada de mi hijo. Mi hijo que en un par de semanas cumple 18 años, el final, más simbólico que real, de otra etapa. No es casual que sea al final de este año. Han sido dieciocho años en los que el centro de mi vida ha sido él. Más amor del que jamás imaginé que daría y recibiría, y no sólo hablo del que nos hemos dado, sino del que nos ha sostenido a los dos durante estos años, sobre todo en aquellos momentos en que sentimos que podíamos naufragar, pequeños y frágiles, fuertes en nuestro amor, pero frágiles en la vivencia.

Lo miro y siento un amor inmenso, siento orgullo, pero sobre todo siento agradecimiento. Ser su madre es lo mejor que me ha pasado en la vida, mucho más allá de lo que nunca pude imaginar. Y el año anterior a que él llegara a mi vida también fue como este 2024. Ese 2006 fue un zarandeo, un cuestionamiento de mi lugar en el mundo, un tener que tomar decisiones que no me resultaban nada fáciles, algunas pérdidas muy fuertes para mí. Por no hablar del cierre de mi infancia que había llegado con la muerte de mi padre, el cierre de la casa de mi infancia y la creación definitiva de mi hogar en Madrid, que luego fue nuestro. Aún me acuerdo aquella «fiesta de los libros» con mi gente de Madrid.

Y aquí estoy, él cumple 18, anda separándose y tomando sus primeras decisiones que siente adultas, aunque aún le quede muuuuucho por aprender 😉 y yo vuelvo a reconstruir nuestro hogar. Celebraremos sostenidos. No será como imaginé en algunas cosas. Pero será. Y estaremos bien.

Y yo siento que ando surfeando la ola que está siendo este 2024 con dignidad. Confío. Y lo hago desde la consciencia, aunque me sienta frágil y conmovida.

Gracias por seguir aquí, al otro lado de estas líneas.
Pepa

Rabia y abandono

15 octubre 2024
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Comienzo a escribir esta entrada sabiendo que, aunque va tomando forma, aún me duele escribirla. Pero a veces la vida, en forma de esas espirales mías, te obliga a volver una y otra vez sobre tus heridas, cada vez un poco más profundo, cada vez algo más sanador.

No es un secreto para quienes me quieren que siempre he tenido un problema con la rabia. Lo he tenido por mi dificultad para enfadarme, por la cantidad de veces que me callo el enfado y la intimidad que necesito para expresarlo. Lo tengo por lo contundente (bendita palabra que hemos hecho nuestra en el equipo de Espirales) de mi expresión que tantas veces la hace parecer enfado cuando no lo es. Lo tengo por el daño que llego a hacer las pocas veces que dejo salir mi rabia sin filtro. Dependiendo de la percepción de quien me hablara, los hay que me han dicho mil veces que debía enfadarme más. Otros, sin embargo, me han dicho que lo hacía demasiado o demasiado intensamente.

Lo que siempre ha sucedido es mi vivencia de confusión ante mi propio enfado. Confundida ante mis propias sensaciones, en las que muy a menudo me cuesta diferenciar el miedo del enfado. Me cuesta diferenciar el límite entre mostrar mi rabia legítima y agredir, entre mi derecho a expresar lo que siento aunque al otro no le guste y mi miedo a ser abandonada. Y al mismo tiempo surge nítida también la vivencia de parálisis cuando alguien que amo se enfada conmigo. Yo, que peco de narrativa y verborreica, me quedo apenas balbuceando.

Cuando miro hacia atrás, hay muchas vivencias que se entrelazan pero todas ellas unen la rabia al abandono. Esa clave por la que si me enfadaba, me abandonaban. Dejaban de hablarme, me hacían el vacío, me miraban con desprecio. Y cuando fue el otro amado quien se enfadó, llegaba el daño. Así que había que ser buena, cumplidora, ser de fiar, confiable. Evitar por todos los medios que la gente se enfadara conmigo y no hacerlo yo. No era sólo que me enseñaran a ser una persona educada, formal y buena en el estilo rígido que pueden esconder esas palabras. Esa frase que he encontrado después tantas y tantas veces en la historia de vida de la gente con la que trabajo que decía: «pase lo que pase, que no se te note». Pero era mucho más. Había que ser buena para no ser abandonada. De hecho es que de vez en cuando estallaba y cuando ocurría, casi siempre la situación empeoraba o alguien se iba.

Recuerdo las canciones que me cantaban en el autobús del colegio llenas de insultos y desprecio y cómo le decía a mi amiga, la única que se sentaba conmigo en el autobús, que hiciera como que no le afectaba porque así se acabaría, que si nos mostrábamos enfadadas al día siguiente sería peor. Y es que así fue las pocas veces que me enfadé, al día siguiente fue mucho peor. Recuerdo a mi madre que cuando consideraba que hacía algo mal, dejaba de hablarme, en algún caso durante días. Recuerdo la voz suave de mi padre cuando decidía mostrarse cruel. Recuerdo infinidad de vivencias en las que tapé la rabia. Recuerdo el miedo, que también escucho ahora a menudo en mi trabajo, el miedo a estallar, a que si dejaba salir la rabia, podría hacer mucho daño.

Quienes me conocen dicen que en mí se unen la ternura y la fuerza. Este fin de semana me lo volvían a recordar una vez más. Esa extraña forma en la que puedo expresar con claridad y sí, con contundencia, lo que veo, denunciar lo injusto, defender y dar voz al dolor de los inocentes que no pueden ni hablar. Esa forma mía de confrontación compasiva que me permite llevar luz a muchas oscuridades. Esa fuerza que se une con la ternura, las caricias y los abrazos sostenidos en el tiempo, con amar a las personas como son e impulsarles a ver la mejor versión de sí mismos.

Y cuando se va acercando mi «porche frente al mar» siento que quienes vengan a por ese té necesitarán ver en mí esa niña asustada que se esconde detrás de esa mujer contundente. Porque ambas son reales, ambas están dentro de mí. Y las acojo a las dos, porque sé de sobra que hace falta mucho valor para llegar a abrazar, acoger y sostener a mi niña y a la que habita dentro de cada persona que elige acercarse a mí. Y por muchos años que pasen, esa niña sigue temblando dentro de mí, con miedo a enfadarse, a ser abandonada. Y cuando la vida me pone a prueba, ahora ya adulta, y a diferencia de aquel autobús, elijo poco a poco ir mostrando mi enfado. A tientas, con errores, comprobando que a menudo sigue saliendo mal, pero mostrarlo.

Pepa

Redimensionar, resignificar, recolocar

28 agosto 2024
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Hoy me he levantado con llorera, con plorera como dicen en la roqueta. Esa llorera que las mujeres que me lean reconocerán de inmediato, y los hombres también por haberla presenciado desde una mezcla de incomprensión y compasión, dependiendo del caso. Y ojalá con mucho sentido del humor, tanto ellos como nosotras.

He sido una mujer afortunada también en esto. La regla nunca me dolió ni me afectaba demasiado, la he vivido siempre con relativa tranquilidad. Hace tres años pareció que mi cuerpo se acercaba a la menopausia. Pero no fue así. Reaccionó y anda cumpliendo cada mes. Pero las reglas han cambiado. Ahora me duelen, tengo sangrados enormes y sobre todo tengo plorera, profunda y difícil de manejar durante cuatro o cinco días. Y cuatro o cinco días cada mes son muchos días. Así que no estoy en la menopausia siquiera, estoy en la «pre menopausia» y ya se está convirtiendo en una vivencia potente en mi vida.

Y es que el otro día hablaba con una amiga sobre el significado de la menopausia. Sobre ese cambio vital que supone pasar de poder gestar vida a tener que centrarte en la tuya propia, en mimarte y cuidarte. Esa combinación brutal que supone sentirte frágil y pequeña y a la vez más fuerte que nunca, y menos dependiente de tu entorno. Es como si en ese perder fueras ganando si eres capaz de vivir el proceso con consciencia. Creo que en cierto modo es el paso del engaño de la omnipotencia a la consciencia de la fragilidad. Porque la fragilidad estuvo siempre, siempre somos frágiles, pero en la juventud nos sentimos poderosas, nos engañamos como pavas y pavos reales para conquistar y generar vida. Y con la vida llega el miedo. Y si hay suerte, la consciencia de la fragilidad. Y más adelante, la sensación de vulnerabilidad con la que me he despertado hoy.

No se suele hablar de estas cosas, de hecho a menudo se esconden y se ocultan. Pero creo que mi amiga tenía razón. Que es un proceso mucho más poderoso de lo que parece y que deja tu alma un poco más a la intemperie. Y para mí ese proceso está teniendo que ver con tres verbos que presiden mi vida este año: redimensionar, resignificar y recolocar.

Redimensionar las cosas que he hecho o no he hecho, las cosas que me he echado a la espalda desde esa omnipotencia, desde ese rol de cuidadora, desde esa necesidad de generar vida, protegerla y darle sentido. Este año he vuelto a visitar mi pasado de formas muy surrealistas e inesperadas. Sin entrar en detalles, he vuelto a ver la vida de mis padres, mi infancia y mi propia vida. Hasta el punto de volver a construir mi linea de vida, algo que no hacía hace muchos años, de hecho desde que tuve a mi hijo e hice terapia. El proceso empezó en realidad hace dos años con otro proceso terapéutico que hice y en el que redimensioné la parte transgeneracional de mi vida y ha continuado este año. De hecho, no ha acabado. Pero todo lo que ha ido pasando tiene un elemento común: redimensionar muchas cosas que me hicieron bien y muchas otras que me hicieron daño, darles un peso diferente, un lugar en mi historia diferente, cambiar su eco dentro de mí en mi narración de mi identidad. Está siendo hermoso, pero nada fácil.

Resignificar, que es un paso más allá de redimensionar. No significa cambiar el peso ni la dimensión de algo, sino su significado. Este año he tenido conversaciones con personas que han cambiado el significado de cosas que habían sucedido, o que han reconocido vivencias que tuve en su momento y me fueron negadas o que han cambiado la huella que esas vivencias dejó dentro de mí. Casi todas han sido en positivo, salvo algunas enormemente dolorosas. Pero cambiar el significado es cambiar la narración. Y cambiar la narración es cambiar mi identidad. Y cuando en esa narración se legitiman vivencias negadas produce una sensación de estar más completa, de ser más tú. Te brinda solidez. No es fortaleza, es solidez.

Y por supuesto los dos verbos anteriores conllevan el tercero: recolocar. Es imposible cambiar la narración sin que algunas piezas del puzzle cambien. Recolocar relaciones o reajustarlas. Y eso siempre se me dio especialmente mal. Soy de las que cuando quiero, lucho, peleo por mantener el vínculo y eso a veces me lleva a ser invasiva y a desprotegerme. Pero como expliqué en la entrada de blog anterior, quiero que siga siendo mi opción de vida. El amor es algo tan valioso y tan frágil que lo seguiré luchando.

Y al final te queda algo así como aprender a quedarte quieta y callada. La «mirada porche» que se ha convertido en un código personal. Y siento que vuelvo al comienzo de este escrito. Siento que esa «mirada porche» tiene todo que ver con afrontar el nuevo periodo de mi vida que mi cuerpo va anunciando con dolor y con plorera. Un tiempo en el que habré de medir mejor mis fuerzas, entregarme menos, moverme menos, viajar menos, hablar menos. Un tiempo para dormir más, cuidarme más y mejor, escuchar más y mejor, llorar sin miedo y sin juicio, no volver a tomar decisiones contra mis «tripas» y no suplicar lo que debería ser obvio. Un tiempo en el que, si tengo suerte, habrá gente que quiera venir a sentarse al porche conmigo y tomar un té, que sienta eso como un regalo dure el tiempo que dure.

Estoy caminando hacia mi porche. Y creo que merece la pena contar que la vida también es esto.
Pepa

Un año

18 agosto 2024

El tiempo es la medida de la vida. Por eso nunca es el mismo. En el amor se hace breve, en el silencio, largo, en la huida, fugaz. No digo nada nuevo, lo escribieron muchos poetas y mejor antes que yo.

Pero hay tiempos que no están en los poemas. Al menos no siempre. Al menos no de forma explícita. El tiempo de quien trata de no soltar el hilo, de quien busca consolar el dolor y sanar la herida, de quien ruega por perdonar y ser perdonado.

Hace falta una mano a la que aferrarse que haga más fácil el camino y el tiempo se hace más breve cuando la herida está sanada. Entonces ser generoso parece obvio, pero sana el alma.

Hace falta recordar lo vivido, pasarlo de nuevo por el corazón, para ver la luz en la espesura.

Hace falta un abrazo dado en silencio y sin exigencias, una serie de pequeños pasos dados con la consciencia que sólo surge del amor. Hace falta mucha terapia, mucha, mucha terapia de la de dentro de consulta y de la de las comidas, cafés y conversaciones refugio. Hace falta confiar.

Y aún así a veces tiemblas. Y temes haberte equivocado, llegar tarde, que tu amor no sea suficiente. Y vuelves a confiar. Y un año después recuerdas por qué.

No siempre ocurre. Cuando pasa, parece magia. Pero es todo menos eso. Son las manos aferradas, el consuelo, el amor, las nuevas oportunidades.

Y saber que sólo es un paso. Que quedan muchos otros. Pero está tejido de esperanza. Y llega en un momento que también te sana a ti.

Pepa

El diccionario de las almas

11 julio 2024
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Érase una vez…

Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.

Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.

Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.

Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.

Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.

Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.

De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.

Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.

Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.

Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.

Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024

31 años

5 julio 2024
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Son ya treinta y un 5 de julio para honrar una memoria de amor que sigue viva. Memoria de:

1. Su forma de mirarnos.
2. Su pelo negro y gris.
3. Su risa.
4. María Dolores Pradera y los Panchos.
5. «Cuando muera no quiero que llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado«.
6. Sus abrazos al recibirme en la puerta de casa.
7. Sus llamadas de cada mañana en el colegio mayor.
8. La carretera a Navaleno cantando a Heidi y Marco.
9. Aquella chimenea y el olor a pino.
10. El mirador de Fleta.
11. Las gambas de Aurora peladas con cuchillo y tenedor por Javier y ella riendo tan alto que se escuchaba desde el puesto de enfermeras.
12. Su forma de escuchar que enseñaba a narrar y narrarte.
13. El miedo que daban sus exámenes.
14. Su coraje.
15. Sus caricias al despertar y su beso antes de dormir.
16. La montaña mágica y Theilard de Chartin.
17. Su firmeza/rigidez.
18. «No quieras correr que te enterarás, pero no te preocupes de nada»
19. La rosa de cada 1 de noviembre.
20. Su fe, aún llegando siempre tarde a misa.

21. Aquellas cortinas de su habitación.
22. Las cartas que escribía cuando sentía que no había llegado a saber explicarse.
23. Sus viajes con su gente amada.
24. Los tebeos en las tormentas.
25. Tres días, dos meses, veintiséis años.
26. Su forma de peinarme y recordarme mi belleza.
27. Conversar, conducir, leer, la música, bailar.
28. Su ser leona y su ser herida.
29. Su inteligencia prodigiosa.
30. Su dignidad para vivir y para morir.
31. Y el brillo del sol en las hojas de los árboles, siempre.

Cada 5 de julio. Cada 4 de agosto. Cada día al mirar a mi hijo. Cada vez que tengo miedo. Cada vez que abrazo. Cada vez.

Pepa

El hilo de estrellas

9 mayo 2024
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Erase una vez… una pequeña aldea frente al mar donde el olor a azahar se mezclaba con el cántico de las olas. Era un lugar pequeño, bravío y hermoso donde crecer era algo liviano. Cuando los viajeros llegaban a aquella aldea sentían que su alma temblaba. No era un escalofrío, ni siquiera vértigo, era algo parecido a un pálpito, ese tipo de sensación que uno siente cuando presencia lo extraordinario.

Y es que los niños y niñas de aquella aldea eran diferentes. No sólo por sus melenas rizadas o por el iris de sus pupilas que cambiaba de color con el sol. Lo eran en su forma de acercarse a los desconocidos, tanto o más que en la forma de tomarse de la mano entre ellos. Era como si un hilo invisible los uniera y quien llegaba de visita sabía desde el primer instante que presenciaba algo mágico.

Muchas de las personas mayores de la aldea sonreían ante las preguntas asombradas de los viajeros sobre sus niños y niñas. Sus sonrisas estaban llenas de melancolía. Cómo nombrar lo inefable, aquello de lo que fueron parte hasta que les asaltó el miedo. No les pasaba a todas, había algunos ancianos que sonreían con sonrisa pícara, nada melancólica. Eran aquellos que habían atesorado el secreto durante toda su vida. A esos ancianos y ancianas era fácil reconocerles porque siempre tenían cerca algún bebé de melena larga y ojos de sol.

Y si algún visitante se atrevía a mirar silencioso, a responder a la sonrisa pícara de algún anciano y sentarse a su lado al caer la tarde…entonces presenciaba la magia, esa magia que se esconde casi tan evidente delante de nosotros que sólo quienes saben mirar pueden verla. Escondida en el brillo del sol en las hojas de los árboles, en las caricias de aquellos ancianos, en el sonido del mar de fondo y en la brisa de la tarde.

Ninguno de esos niños y niñas, ninguno de aquellos ancianos y ancianas tenían cuerpos fuertes y aguerridos. Más bien al contrario. Parecían frágiles y quebradizos, como si hiciera falta una inmensa dulzura y ternura para sostenerles. Y no es que lo pareciera, es que así era. Todos ellos permanecían unidos por un hilo de estrellas. Y como todos los hilos de amor, era un hilo casi invisible.

La paradoja era que para enlazarse en aquella red de estrellas la única condición era la valentía. El valor que sólo llega cuando nos atrevemos a mostrar nuestro dolor. Uno de los niños tuvo que enseñar el rugido de la ballena que habitaba dentro de él y que siempre pensó que si permitía que sonara, ahuyentaría a los otros niños y niñas. Otra niña había tenido que mostrar la herida del erizo de mar que cuando era bebé le clavaron en la piel y cuyas espinas seguían haciéndole sangrar cada vez que alguien trataba de tocar su alma o su cuerpo, que al final eran lo mismo. Una anciana, para poder sostenerse en el hilo de estrellas a lo largo de los años, había tenido que mostrar a los demás el dolor del hijo que su madre perdió antes de que ella naciera y que tantas veces la hizo sentir asustada y sustituta. O aquel otro niño de la melena saltarina había tenido que dejar que los demás vieran la sangre que brotaba de su costilla desde el día en que su padre decidió irse.

Casi todos ellos habían tardado años en dar el paso, hasta que un día habían reunido el valor suficiente. Ese día habían bajado al mar, a ese lugar donde las estrellas parecían estar un poco más cerca. Y con cuidado, habían tomado una estrella y guardado en ella su dolor. Al hacerlo, lo exponían, se exponían ante todos los que supieran leer las estrellas. Se mostraban frágiles y vulnerables y pequeños y se arriesgaban a que los demás les vieran, les sostuvieran o les juzgaran. Habían aprendido muy pronto en sus familias que hay una fortaleza, la de la eternidad, a la que sólo se llega asumiendo el riesgo de la fragilidad; y un amor profundo, al que sólo se llega asumiendo el riesgo de que te hagan daño.

Muchos tuvieron suerte y pudieron volver a colocar la estrella a tiempo en el cielo y dejarla brillar, como brillaban sus melenas a partir de ese día. Pero no siempre sucedió. Muchos no supieron hacerlo, no soportaron la sensación de fragilidad, de intemperie que sentían al cobijar en sus manos aquella estrella y al saber que otros podrían ver su alma. Otros rompieron la estrella por lo mucho que temblaban al guardar en ella su dolor y se llevaron dentro la oscuridad del silencio. Algunos encontraron sombras o rayos o truenos ocultando las estrellas, todo ese ruido que generan quienes no pueden sostener el dolor propio y por tanto tampoco el ajeno. Muchos de esos niños y niñas que no llegaron a entrelazarse al hilo de estrellas se convirtieron en personas adultas de cuerpos grandes y ojos apagados. Personas que se enfadaban a menudo, que corrían mucho y lloraban a escondidas. Pero aún así, incluso esas personas habían decidido quedarse a vivir en aquella aldea. Porque cuando el mar sonaba y el sol salía cada amanecer, calentando sus cuerpos entumecidos, por un momento se sentían frágiles, pequeños y capaces de valentía.

Y a su alrededor, los niños y niñas de melenas largas y ojos de sol se sostenían en la ternura de unos con otros, en las caricias en la cabeza y en el pelo, en la mirada silenciosa. Y a su alrededor cobijaban aquella aldea bajo un manto de estrellas frágiles pero eternas.

Pepa
Mayo 2024

51 razones

25 abril 2024
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1. El brillo del sol en las hojas de los árboles.
2, La mirada de mi hijo.
3. Los abrazos amados.
4. Mi memoria corporal.
5. El temblor de la pérdida.
6. Las caricias en mi pelo y en mi calva.
7. Las tartas de limón (Txus, Lucía y Ana…)
8. El abrazo de un aeropuerto.
9. Los amaneceres en mi ventana.
10. El olor de los libros.
11. Aquella tormenta en Panamá.
12. El cielo de Atacama.
13. El olor de pino de los bosques de Soria y aquel calentador con el que mi madre nos calentaba la cama antes de dormir.
14. Las historias que creábamos José y yo antes de dormir.
15. Aquella llamada en Portugal: «es un bebé de un año…»
16. La mano de Silvia aferrada a mí cuando se oía la canción insulto en el bus yendo al cole.
17. El violonchelo de Bach en las noches de hospital.
18. El oso que me trajo mi hermano de USA y su mano en el funeral de mi madre.
19. Mi padrino besando la mano de su mujer mientras moría.
20. Mi tía diciendo «sois los hijos de mi hermana».
21. La gente que me para por la calle para darme las gracias en los lugares más inesperados.
22. El abrazo de despedida de mis pacientes cuando les doy el alta.
23. Algunos gritos, algunas náuseas, algunos horrores.
24. Cada uno de mis libros. Cada uno.
25. Los días de invierno con sol.
26. Aquel aeropuerto de Bogotá y aquella silla.
27. Bailar, bailar, bailar.
28. Mis sobrinos.
29. Tener a un bebé dormido encima.
30. Rodin, Picasso, Gargallo, klimt, Kokotchka, Almudena, Benedetti, El Principito..y muchos más.

31. El agua en todas sus formas.
32. Las botitas que encontré en el despacho de mi padre.
33. Hacer el amor.
34. Aquel viaje a Almería y Yago.
35. Conversar. Conversar. Conversar.
36. Conducir. Conducir. Conducir 😉
37. El lenguaje de los árboles.
38. Reír. Reír. Reír.
39. Las amistades de los que nunca llegan a irse, aunque tengan miedo.
40. El zorro del principito y el color de los campos de trigo.
41. Aquellas llaves de casas ajenas que pusieron en mis manos.
42. Los abrazos del día de las flores.
43. Mi primer día bajando del tren en Madrid.

44. La Patagonia.
45. Cuando me regalan flores.
46. La mañana de reyes con mi familia.
47. Ver una peli con mi hijo abrazados.
48. Estar enamorada y ser correspondida.
49. Mi red. Mi hogar.
50. Celebrar. Siempre!
51. Mi mar.

No van en orden. Y hay más. Pero la luna llena de anoche me recordó cosas importantes.
Gracias por estar aquí.
Pepa

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