El gozo como resistencia
Gozo es una de mis palabras mantra, como consciencia o compasión. Forma parte de ese «Diccionario del alma» que algún día escribiré.
Y no es mía. Fue un regalo más de mi madre. Ella siempre hablaba de gozo, no de alegría. Decía que una tarde había sido gozosa, que la conversación con alguien amado era gozosa o que un viaje había sido un gozo. Y sus ojos brillaban al pronunciar esa palabra.
Por eso siempre supe que en aquella palabra, «gozo», se guardaba algo frágil pero bellísimo, algo que mi mirada de niña intuía pero no conocía. Por eso me apropié de la palabra. Para que fuera una conquista de vida. Apenas podía comprender entonces que era el alimento para el alma que hace falta para vivir. Y para resistir.
En los últimos tiempos me viene esa palabra a menudo para describir una comida en la que respiras, el azul de algunos mares, las lágrimas conmovidas de alguien amado cuando le recuerdas que fue él quien te enseñó a cuidar, una tarde en un jardín casi imposible de imaginar o la sorpresa y anhelo escondidos tras un portal. Me vino ayer cuando volví a casa después de varios días de viaje, me vino el otro día al sentarme a cenar en un lugar especial y rodeada de mi gente amada…podría seguir.
Lo que no sabía de niña, mejor dicho, lo que mi cuerpo sí sabía pero mi mente no podía integrar es que el gozo fuera, muchas más veces de lo imaginable, el lugar para resistir. Que el gozo fuera posible y real en medio de la muerte, del horror y de la locura. Que el amor de verdad, el bueno, el que merece la pena te permite reír, asombrarte, sentir placer y despertar tu piel incluso en medio del horror. Quizá más que nunca ahí. Porque ese gozo se convierte entonces en resistencia, en baterías, en sentido.
En los últimos años soy cada vez mas consciente del privilegio de mi vida. Me levanto cada día sintiendo agradecimiento a la vida y reconocimiento a mí misma, porque ambas han sido necesarias para llegar hasta aquí. He aprendido, tal y como escribí el último día, a dar valor de verdad a las miradas que me rodean y a respirar. Ando de retirada de muchas cosas y enganchada al placer.
Y desde ahí vuelvo a esa forma de amar y cuidar que me enseñaron y que me dio mi lugar de resistencia en el horror y la locura. La vida nunca me dejó caer, siempre puso en mi camino personas que fueron refugio, que me escucharon llorar, que vinieron a verme cuando sabían que la presencia física y el abrazo no se pueden sustituir de ninguna otra forma en determinados momentos, que dijeron simplemente «estoy aquí, no hay prisa, te escucho, llora». O que me susurraban al oído cada vez que iba a verles al despedirse «recuerda que no estás loca».
Y eso es lo que he tratado de darle a la gente toda mi vida. Ese lugar de gozo y de refugio. Lo hago en el trabajo, pero sobre todo con mi gente amada. Y cuando el horror y el dolor toca a mi gente amada vuelvo a la visión en blancos y negros de la vida que aprendí de mi tumor, a esos espacios donde no caben la ambivalencia, el dejar para después o las excusas. Vuelvo a esa forma de amar y cuidar que me enseñaron. Y lo más paradójico de todo es que al volver a eso es cuando más plenamente vuelvo al gozo. La intimidad que se comparte en el horror, en la pérdida o en el dolor no se crea de ninguna otra forma. Y lo vuelve todo diáfano, claro si una puede sostenerlo. Aunque la claridad sea que toca despedirse porque llega la muerte o que hay heridas que no se curan. Incluso entonces caben la alegría y el gozo, los tiempos con sentido y las conversaciones de alma. Que son el alimento de la resistencia y la fortaleza. No somos fuertes solos, somos fuertes si nos sostienen, si nos dejan llorar, si saben reir con nosotros en ese sentido del humor absurdo para quien no sabe de dónde nace pero real para quien lo vive.
Así que hoy me nace dar las gracias a quienes me quisieron así y me siguen queriendo. A quienes me sostuvieron y me sostienen. Desde cada hospital a cada locura, desde las vivencias de niña hasta la relectura del año pasado, desde la muerte de mi madre, mi padre, mi tía, mi padrino y su mujer, mi amigo Luis, hasta la de mi tío, todos ellos personas que me dejaron huérfana de presencia visible pero llena de amor y fortaleza. Desde cada agresión a el temblor de mi maternidad en solitario.
Es gracias a ellos y ellas, los de este lado y los del otro lado de la vida, que puedo amar y cuidar como lo hago, con mis limitaciones, siendo pesada o intensa muchas veces, pero abrazando, acariciando, consolando, escuchando, empujando a la gente a nombrar y llorar o gritar para poder sanar, siendo aceleradora de particulas como me dijeron hace bien poco. Empujando también a celebrar, porque celebrar es gozoso y es alimento para el alma. No dejar pasar las fechas y la vida sino hacerla consciente desde el gozo y la gratitud. Buscando lugares bellos, viendo atardeceres, juntando a la gente que quiero. El horror me sigue estremeciendo, de hecho cada vez más, pero sé que estar ahí (como también decía mi madre, existir en alemán se dice «dasein», que significa «estar ahí»), marca la diferencia. Conmigo lo hizo. Resistí. Y como le decía a mi hijo el otro día en esta vida hay momentos y batallas que sólo se ganan resistiendo.
Lo que no sabía cuando era niña es que el gozo es un lugar de resistencia. Mi madre sí lo sabía y ahora yo también.
Pepa