La vida bajo el hielo
Erase una vez..
Un hombre con alma de niño. Esas almas inocentes que no conciben la crueldad aunque sean capaces de ella. Esas almas limpias que no saben dibujar la negrura aún cuando les rodee. Aquellas justamente que encuentran en el jugar, gozo y en la fábula, consuelo. Esas almas de niño.
Su piel era suave y su mirada, tierna. Pareciera que la vida no había hecho mella en ninguna de las dos. Pero como en las buenas historias, y la vida siempre es una buena historia, el segundo registro era el más valioso.
Como les sucede a las personas heridas, las huellas de su piel escondían una frágil hermosura. Aquella piel hablaba del frío de la estepa, del llanto silencioso y de las caricias contenidas.
Él recordaba el sabor del mar, los sonidos de aquella vieja casa de pueblo, el crepitar del fuego y el brillo del sol en las hojas de los árboles. Recordaba la voz de su madre mientras le acariciaba el pelo y el olor a cocina antigua.
Apenas sabía decir dónde quedó todo aquello. En algún momento la vida se había escondido bajo un manto de frío y su cuerpo se había ido acostumbrando a la parálisis y al silencio. Quizá no había sido un momento, sino el cúmulo de las horas, los días, los destellos. Él era un niño, ni siquiera lo vio venir.
Se puede vivir congelado, el corazón anida bajo el hielo. Se vive en silencio, en soledad, como desde lejos. Pero se vive. Y desde fuera el corazón apenas se escucha bajo un ropaje de disfraces exquisitos. Hace falta mucho valor para conservar la inocencia bajo el hielo, la caricia en el desierto. Y sobre todo para estar dispuesto a volver a temblar.
Pero si sostienes el temblor, entonces llega el destello. Y esa primera caricia que quiebra el hielo. Casi siempre en otra mirada, muchas veces una mirada tejida de tu misma piel. Esa risa infantil que te ancla a la vida más allá de cualquier tormenta.
Y el hielo se hace agua. Agua salada de lágrimas, mares y sudores. Agua que suena en forma de cuentos, juegos, caricias y sopas. Agua que limpia.
Por eso aquel hombre tenía alma de niño, porque había tenido quien le mirara y en quien mirarse. Y ahora que el hielo se había derretido, a ratos temblaba aterido por la intemperie. Pero había aprendido sus dos recetas mágicas. Primero, volvía al sol. A sentir cómo le calentaba la piel y el alma. Y luego, como refugio infalible, volvía a su abrazo, tumbados en la cama antes de dormir.
Pepa, hoy me nace un pequeño homenaje a los hombres valientes.