La maldad y el abrazo
Hace un tiempo uno de mis sobrinos me preguntó si yo creía que existía la maldad.
Le expliqué que en todos estos años que llevo trabajando en el ámbito de protección y en la consulta, he visto cosas espeluznantes y agresiones indescriptibles. Pero siempre, a lo largo de los treinta años, he sabido ver el daño que se escondía detrás.
Cuando las personas no sostienen el dolor, se rompen por dentro. Y hablo de sostener, no de aceptar. No suscribo para nada toda esa filosofía sobre aceptar el dolor y que nos hace más fuertes (el dolor destruye, como mucho lo que nos hace fuertes es todo lo que somos capaces de hacer para sobrevivir al dolor) o cuando hablan sobre tratar de no apegarte y demás. El dolor pesa tanto a veces que quiebra a las personas, se doblan y se rompen tratando de sostenerlo. Y cuando la persona se quiebra, lo saca haciendo daño a los demás o haciéndose daño a sí misma. Es una de mis certezas.
Y en las historias de vida que me he encontrado a lo largo de estos treinta años casi siempre he podido ver el niño o niña quebrado que se esconde detrás de la bestialidad. Y me parece fundamental nombrarlo así, no como trastorno mental o como locura o como enfermedad, sino como lo que es: un niño o niña quebrado que acabó agrediendo o autolesionándose desde su propio dolor.
Pero a lo largo de los años sí tengo mi pequeño listado de maldad. Son seis. Seis en más de treinta años de trabajo con personas, miles de personas entre cursos, supervisiones, consulta etc. Seis casos en los que, o bien no supe ver a ese niño o niña quebrado o bien no estaba ahí. Siempre me quedará la duda de si no supe ver ese dolor o no estaba.
Cuando mi sobrino me preguntó eran cinco. Le dije «son cinco en treinta años, si te sirve como respuesta». Pero la vida es así de extraña y las semanas siguientes llegó la sexta. Y llegó en mi vida personal, sobre alguien a quien quiero y sobre todo, sobre sus hijos. Y eso me dejó temblando. Sentir la maldad tan cerca y tan intensa me dejó sobrecogida. El horror y la crueldad a la que se puede llegar desde ahí es indescriptible.
Y cada vez que me he topado con la maldad, una vez pasado el temblor, siempre pienso lo mismo: toca protegerse. El quinto caso de mi lista me había llegado en una supervisión, y dediqué todo el tiempo a trabajar con las terapeutas estrategias para que pudieran protegerse. Porque la inocencia o la vena salvadora nos pueden destruir. Hay momentos en la vida en los que toca protegerse. Son, como le dije a mi sobrino, muy pocos. En mi caso, han sido cinco, ahora seis, en treinta años. No son reflejo de la realidad de la vida ni de la fragilidad del ser humano. Pero sí causan horror y destruyen y llevan a las personas a destruir incluso aquello que más aman. Y pienso ahora en lo pequeño, lo relacional, no voy a las grandes guerras, ni a las perversiones estructurales que sobre eso siento que habría otras cosas de las que hablar. Pienso en lo pequeño.
Y sé también que protegerse no es atacar. Protegerse para mí se basa en la conciencia y la ternura. Por un lado, poner consciencia y revisar cada paso, no actuar de forma impulsiva por mucho que nos nazca. Revisar y revisar y aprender a escuchar y legitimar las tripas como un criterio valido de decisión, porque las tripas son las que perciben el peligro. Es el modo supervivencia. Y si para eso hay que disociar en determinados momentos, quienes sabemos hacerlo nos resulta un recurso muy útil para ello, siempre que sepamos entrar y salir de ella. Porque la consciencia es la clave de la protección y se basa en la conexión interna.
Pero sé que el ancla más poderosa para protegerse son los abrazos. El abrazo como ancla de resistencia. El abrazo que permite calentarte en el frío y en el escalofrío; el abrazo que te hace sentir tu piel de nuevo; el abrazo que no te deja caer; el abrazo que te permite salir de la disociación cuando puedes sostener el dolor. Es el abrazo.
Protegerse es rodearte de gente que te quiere, pero sobre todo que te cuida y te abraza. Y no digo esto desde una perspectiva inocente de la vida, justo al contrario. Lo he escrito ya antes: «el amor no salva, pero sin amor no te salvas». De la maldad sólo nos protegen esos abrazos. Porque esconden detrás un reconocimiento de tu vulnerabilidad, tu fragilidad y tu hermosura. La ternura que recibimos nos hace fuertes. Cada persona que he visto resistir y rehacerse del dolor ha tenido siempre personas que le amaron de niño o niña, que lucharon por ellos, que supieron verles. Y cuando llega el desierto, aparecen aquellas personas y otras presentes, y el abrazo vence. Me estaba acordando del abrazo de Samsagaz a Frodo cuando la maldad de Sauron se le mete en el alma, o la red que rodea a Harry Potter a uno y otro lado de la vida (porque los abrazos de los ángeles también existen). Hay ejemplos mil en las películas de lo que digo. Y se resume en que la maldad genera tanto miedo que si nos quedamos solos ante ella, el miedo nos paraliza, nos puede y la maldad vence. Nadie puede protegerse de la maldad en soledad.
Consciencia y ternura, sobri, que eso no te lo dije en mi respuesta. Uno de los aprendizajes más importantes de la vida para mí es dejarse abrazar. Mucho más difícil si cabe a veces que el de abrazar.
Pepa