Rabia y abandono
Comienzo a escribir esta entrada sabiendo que, aunque va tomando forma, aún me duele escribirla. Pero a veces la vida, en forma de esas espirales mías, te obliga a volver una y otra vez sobre tus heridas, cada vez un poco más profundo, cada vez algo más sanador.
No es un secreto para quienes me quieren que siempre he tenido un problema con la rabia. Lo he tenido por mi dificultad para enfadarme, por la cantidad de veces que me callo el enfado y la intimidad que necesito para expresarlo. Lo tengo por lo contundente (bendita palabra que hemos hecho nuestra en el equipo de Espirales) de mi expresión que tantas veces la hace parecer enfado cuando no lo es. Lo tengo por el daño que llego a hacer las pocas veces que dejo salir mi rabia sin filtro. Dependiendo de la percepción de quien me hablara, los hay que me han dicho mil veces que debía enfadarme más. Otros, sin embargo, me han dicho que lo hacía demasiado o demasiado intensamente.
Lo que siempre ha sucedido es mi vivencia de confusión ante mi propio enfado. Confundida ante mis propias sensaciones, en las que muy a menudo me cuesta diferenciar el miedo del enfado. Me cuesta diferenciar el límite entre mostrar mi rabia legítima y agredir, entre mi derecho a expresar lo que siento aunque al otro no le guste y mi miedo a ser abandonada. Y al mismo tiempo surge nítida también la vivencia de parálisis cuando alguien que amo se enfada conmigo. Yo, que peco de narrativa y verborreica, me quedo apenas balbuceando.
Cuando miro hacia atrás, hay muchas vivencias que se entrelazan pero todas ellas unen la rabia al abandono. Esa clave por la que si me enfadaba, me abandonaban. Dejaban de hablarme, me hacían el vacío, me miraban con desprecio. Y cuando fue el otro amado quien se enfadó, llegaba el daño. Así que había que ser buena, cumplidora, ser de fiar, confiable. Evitar por todos los medios que la gente se enfadara conmigo y no hacerlo yo. No era sólo que me enseñaran a ser una persona educada, formal y buena en el estilo rígido que pueden esconder esas palabras. Esa frase que he encontrado después tantas y tantas veces en la historia de vida de la gente con la que trabajo que decía: «pase lo que pase, que no se te note». Pero era mucho más. Había que ser buena para no ser abandonada. De hecho es que de vez en cuando estallaba y cuando ocurría, casi siempre la situación empeoraba o alguien se iba.
Recuerdo las canciones que me cantaban en el autobús del colegio llenas de insultos y desprecio y cómo le decía a mi amiga, la única que se sentaba conmigo en el autobús, que hiciera como que no le afectaba porque así se acabaría, que si nos mostrábamos enfadadas al día siguiente sería peor. Y es que así fue las pocas veces que me enfadé, al día siguiente fue mucho peor. Recuerdo a mi madre que cuando consideraba que hacía algo mal, dejaba de hablarme, en algún caso durante días. Recuerdo la voz suave de mi padre cuando decidía mostrarse cruel. Recuerdo infinidad de vivencias en las que tapé la rabia. Recuerdo el miedo, que también escucho ahora a menudo en mi trabajo, el miedo a estallar, a que si dejaba salir la rabia, podría hacer mucho daño.
Quienes me conocen dicen que en mí se unen la ternura y la fuerza. Este fin de semana me lo volvían a recordar una vez más. Esa extraña forma en la que puedo expresar con claridad y sí, con contundencia, lo que veo, denunciar lo injusto, defender y dar voz al dolor de los inocentes que no pueden ni hablar. Esa forma mía de confrontación compasiva que me permite llevar luz a muchas oscuridades. Esa fuerza que se une con la ternura, las caricias y los abrazos sostenidos en el tiempo, con amar a las personas como son e impulsarles a ver la mejor versión de sí mismos.
Y cuando se va acercando mi «porche frente al mar» siento que quienes vengan a por ese té necesitarán ver en mí esa niña asustada que se esconde detrás de esa mujer contundente. Porque ambas son reales, ambas están dentro de mí. Y las acojo a las dos, porque sé de sobra que hace falta mucho valor para llegar a abrazar, acoger y sostener a mi niña y a la que habita dentro de cada persona que elige acercarse a mí. Y por muchos años que pasen, esa niña sigue temblando dentro de mí, con miedo a enfadarse, a ser abandonada. Y cuando la vida me pone a prueba, ahora ya adulta, y a diferencia de aquel autobús, elijo poco a poco ir mostrando mi enfado. A tientas, con errores, comprobando que a menudo sigue saliendo mal, pero mostrarlo.
Pepa