Rabia y abandono

15 octubre 2024
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Comienzo a escribir esta entrada sabiendo que, aunque va tomando forma, aún me duele escribirla. Pero a veces la vida, en forma de esas espirales mías, te obliga a volver una y otra vez sobre tus heridas, cada vez un poco más profundo, cada vez algo más sanador.

No es un secreto para quienes me quieren que siempre he tenido un problema con la rabia. Lo he tenido por mi dificultad para enfadarme, por la cantidad de veces que me callo el enfado y la intimidad que necesito para expresarlo. Lo tengo por lo contundente (bendita palabra que hemos hecho nuestra en el equipo de Espirales) de mi expresión que tantas veces la hace parecer enfado cuando no lo es. Lo tengo por el daño que llego a hacer las pocas veces que dejo salir mi rabia sin filtro. Dependiendo de la percepción de quien me hablara, los hay que me han dicho mil veces que debía enfadarme más. Otros, sin embargo, me han dicho que lo hacía demasiado o demasiado intensamente.

Lo que siempre ha sucedido es mi vivencia de confusión ante mi propio enfado. Confundida ante mis propias sensaciones, en las que muy a menudo me cuesta diferenciar el miedo del enfado. Me cuesta diferenciar el límite entre mostrar mi rabia legítima y agredir, entre mi derecho a expresar lo que siento aunque al otro no le guste y mi miedo a ser abandonada. Y al mismo tiempo surge nítida también la vivencia de parálisis cuando alguien que amo se enfada conmigo. Yo, que peco de narrativa y verborreica, me quedo apenas balbuceando.

Cuando miro hacia atrás, hay muchas vivencias que se entrelazan pero todas ellas unen la rabia al abandono. Esa clave por la que si me enfadaba, me abandonaban. Dejaban de hablarme, me hacían el vacío, me miraban con desprecio. Y cuando fue el otro amado quien se enfadó, llegaba el daño. Así que había que ser buena, cumplidora, ser de fiar, confiable. Evitar por todos los medios que la gente se enfadara conmigo y no hacerlo yo. No era sólo que me enseñaran a ser una persona educada, formal y buena en el estilo rígido que pueden esconder esas palabras. Esa frase que he encontrado después tantas y tantas veces en la historia de vida de la gente con la que trabajo que decía: «pase lo que pase, que no se te note». Pero era mucho más. Había que ser buena para no ser abandonada. De hecho es que de vez en cuando estallaba y cuando ocurría, casi siempre la situación empeoraba o alguien se iba.

Recuerdo las canciones que me cantaban en el autobús del colegio llenas de insultos y desprecio y cómo le decía a mi amiga, la única que se sentaba conmigo en el autobús, que hiciera como que no le afectaba porque así se acabaría, que si nos mostrábamos enfadadas al día siguiente sería peor. Y es que así fue las pocas veces que me enfadé, al día siguiente fue mucho peor. Recuerdo a mi madre que cuando consideraba que hacía algo mal, dejaba de hablarme, en algún caso durante días. Recuerdo la voz suave de mi padre cuando decidía mostrarse cruel. Recuerdo infinidad de vivencias en las que tapé la rabia. Recuerdo el miedo, que también escucho ahora a menudo en mi trabajo, el miedo a estallar, a que si dejaba salir la rabia, podría hacer mucho daño.

Quienes me conocen dicen que en mí se unen la ternura y la fuerza. Este fin de semana me lo volvían a recordar una vez más. Esa extraña forma en la que puedo expresar con claridad y sí, con contundencia, lo que veo, denunciar lo injusto, defender y dar voz al dolor de los inocentes que no pueden ni hablar. Esa forma mía de confrontación compasiva que me permite llevar luz a muchas oscuridades. Esa fuerza que se une con la ternura, las caricias y los abrazos sostenidos en el tiempo, con amar a las personas como son e impulsarles a ver la mejor versión de sí mismos.

Y cuando se va acercando mi «porche frente al mar» siento que quienes vengan a por ese té necesitarán ver en mí esa niña asustada que se esconde detrás de esa mujer contundente. Porque ambas son reales, ambas están dentro de mí. Y las acojo a las dos, porque sé de sobra que hace falta mucho valor para llegar a abrazar, acoger y sostener a mi niña y a la que habita dentro de cada persona que elige acercarse a mí. Y por muchos años que pasen, esa niña sigue temblando dentro de mí, con miedo a enfadarse, a ser abandonada. Y cuando la vida me pone a prueba, ahora ya adulta, y a diferencia de aquel autobús, elijo poco a poco ir mostrando mi enfado. A tientas, con errores, comprobando que a menudo sigue saliendo mal, pero mostrarlo.

Pepa

Redimensionar, resignificar, recolocar

28 agosto 2024
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Hoy me he levantado con llorera, con plorera como dicen en la roqueta. Esa llorera que las mujeres que me lean reconocerán de inmediato, y los hombres también por haberla presenciado desde una mezcla de incomprensión y compasión, dependiendo del caso. Y ojalá con mucho sentido del humor, tanto ellos como nosotras.

He sido una mujer afortunada también en esto. La regla nunca me dolió ni me afectaba demasiado, la he vivido siempre con relativa tranquilidad. Hace tres años pareció que mi cuerpo se acercaba a la menopausia. Pero no fue así. Reaccionó y anda cumpliendo cada mes. Pero las reglas han cambiado. Ahora me duelen, tengo sangrados enormes y sobre todo tengo plorera, profunda y difícil de manejar durante cuatro o cinco días. Y cuatro o cinco días cada mes son muchos días. Así que no estoy en la menopausia siquiera, estoy en la «pre menopausia» y ya se está convirtiendo en una vivencia potente en mi vida.

Y es que el otro día hablaba con una amiga sobre el significado de la menopausia. Sobre ese cambio vital que supone pasar de poder gestar vida a tener que centrarte en la tuya propia, en mimarte y cuidarte. Esa combinación brutal que supone sentirte frágil y pequeña y a la vez más fuerte que nunca, y menos dependiente de tu entorno. Es como si en ese perder fueras ganando si eres capaz de vivir el proceso con consciencia. Creo que en cierto modo es el paso del engaño de la omnipotencia a la consciencia de la fragilidad. Porque la fragilidad estuvo siempre, siempre somos frágiles, pero en la juventud nos sentimos poderosas, nos engañamos como pavas y pavos reales para conquistar y generar vida. Y con la vida llega el miedo. Y si hay suerte, la consciencia de la fragilidad. Y más adelante, la sensación de vulnerabilidad con la que me he despertado hoy.

No se suele hablar de estas cosas, de hecho a menudo se esconden y se ocultan. Pero creo que mi amiga tenía razón. Que es un proceso mucho más poderoso de lo que parece y que deja tu alma un poco más a la intemperie. Y para mí ese proceso está teniendo que ver con tres verbos que presiden mi vida este año: redimensionar, resignificar y recolocar.

Redimensionar las cosas que he hecho o no he hecho, las cosas que me he echado a la espalda desde esa omnipotencia, desde ese rol de cuidadora, desde esa necesidad de generar vida, protegerla y darle sentido. Este año he vuelto a visitar mi pasado de formas muy surrealistas e inesperadas. Sin entrar en detalles, he vuelto a ver la vida de mis padres, mi infancia y mi propia vida. Hasta el punto de volver a construir mi linea de vida, algo que no hacía hace muchos años, de hecho desde que tuve a mi hijo e hice terapia. El proceso empezó en realidad hace dos años con otro proceso terapéutico que hice y en el que redimensioné la parte transgeneracional de mi vida y ha continuado este año. De hecho, no ha acabado. Pero todo lo que ha ido pasando tiene un elemento común: redimensionar muchas cosas que me hicieron bien y muchas otras que me hicieron daño, darles un peso diferente, un lugar en mi historia diferente, cambiar su eco dentro de mí en mi narración de mi identidad. Está siendo hermoso, pero nada fácil.

Resignificar, que es un paso más allá de redimensionar. No significa cambiar el peso ni la dimensión de algo, sino su significado. Este año he tenido conversaciones con personas que han cambiado el significado de cosas que habían sucedido, o que han reconocido vivencias que tuve en su momento y me fueron negadas o que han cambiado la huella que esas vivencias dejó dentro de mí. Casi todas han sido en positivo, salvo algunas enormemente dolorosas. Pero cambiar el significado es cambiar la narración. Y cambiar la narración es cambiar mi identidad. Y cuando en esa narración se legitiman vivencias negadas produce una sensación de estar más completa, de ser más tú. Te brinda solidez. No es fortaleza, es solidez.

Y por supuesto los dos verbos anteriores conllevan el tercero: recolocar. Es imposible cambiar la narración sin que algunas piezas del puzzle cambien. Recolocar relaciones o reajustarlas. Y eso siempre se me dio especialmente mal. Soy de las que cuando quiero, lucho, peleo por mantener el vínculo y eso a veces me lleva a ser invasiva y a desprotegerme. Pero como expliqué en la entrada de blog anterior, quiero que siga siendo mi opción de vida. El amor es algo tan valioso y tan frágil que lo seguiré luchando.

Y al final te queda algo así como aprender a quedarte quieta y callada. La «mirada porche» que se ha convertido en un código personal. Y siento que vuelvo al comienzo de este escrito. Siento que esa «mirada porche» tiene todo que ver con afrontar el nuevo periodo de mi vida que mi cuerpo va anunciando con dolor y con plorera. Un tiempo en el que habré de medir mejor mis fuerzas, entregarme menos, moverme menos, viajar menos, hablar menos. Un tiempo para dormir más, cuidarme más y mejor, escuchar más y mejor, llorar sin miedo y sin juicio, no volver a tomar decisiones contra mis «tripas» y no suplicar lo que debería ser obvio. Un tiempo en el que, si tengo suerte, habrá gente que quiera venir a sentarse al porche conmigo y tomar un té, que sienta eso como un regalo dure el tiempo que dure.

Estoy caminando hacia mi porche. Y creo que merece la pena contar que la vida también es esto.
Pepa

Un año

18 agosto 2024

El tiempo es la medida de la vida. Por eso nunca es el mismo. En el amor se hace breve, en el silencio, largo, en la huida, fugaz. No digo nada nuevo, lo escribieron muchos poetas y mejor antes que yo.

Pero hay tiempos que no están en los poemas. Al menos no siempre. Al menos no de forma explícita. El tiempo de quien trata de no soltar el hilo, de quien busca consolar el dolor y sanar la herida, de quien ruega por perdonar y ser perdonado.

Hace falta una mano a la que aferrarse que haga más fácil el camino y el tiempo se hace más breve cuando la herida está sanada. Entonces ser generoso parece obvio, pero sana el alma.

Hace falta recordar lo vivido, pasarlo de nuevo por el corazón, para ver la luz en la espesura.

Hace falta un abrazo dado en silencio y sin exigencias, una serie de pequeños pasos dados con la consciencia que sólo surge del amor. Hace falta mucha terapia, mucha, mucha terapia de la de dentro de consulta y de la de las comidas, cafés y conversaciones refugio. Hace falta confiar.

Y aún así a veces tiemblas. Y temes haberte equivocado, llegar tarde, que tu amor no sea suficiente. Y vuelves a confiar. Y un año después recuerdas por qué.

No siempre ocurre. Cuando pasa, parece magia. Pero es todo menos eso. Son las manos aferradas, el consuelo, el amor, las nuevas oportunidades.

Y saber que sólo es un paso. Que quedan muchos otros. Pero está tejido de esperanza. Y llega en un momento que también te sana a ti.

Pepa

El diccionario de las almas

11 julio 2024
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Érase una vez…

Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.

Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.

Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.

Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.

Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.

Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.

De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.

Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.

Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.

Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.

Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024

31 años

5 julio 2024
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Son ya treinta y un 5 de julio para honrar una memoria de amor que sigue viva. Memoria de:

1. Su forma de mirarnos.
2. Su pelo negro y gris.
3. Su risa.
4. María Dolores Pradera y los Panchos.
5. «Cuando muera no quiero que llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado«.
6. Sus abrazos al recibirme en la puerta de casa.
7. Sus llamadas de cada mañana en el colegio mayor.
8. La carretera a Navaleno cantando a Heidi y Marco.
9. Aquella chimenea y el olor a pino.
10. El mirador de Fleta.
11. Las gambas de Aurora peladas con cuchillo y tenedor por Javier y ella riendo tan alto que se escuchaba desde el puesto de enfermeras.
12. Su forma de escuchar que enseñaba a narrar y narrarte.
13. El miedo que daban sus exámenes.
14. Su coraje.
15. Sus caricias al despertar y su beso antes de dormir.
16. La montaña mágica y Theilard de Chartin.
17. Su firmeza/rigidez.
18. «No quieras correr que te enterarás, pero no te preocupes de nada»
19. La rosa de cada 1 de noviembre.
20. Su fe, aún llegando siempre tarde a misa.

21. Aquellas cortinas de su habitación.
22. Las cartas que escribía cuando sentía que no había llegado a saber explicarse.
23. Sus viajes con su gente amada.
24. Los tebeos en las tormentas.
25. Tres días, dos meses, veintiséis años.
26. Su forma de peinarme y recordarme mi belleza.
27. Conversar, conducir, leer, la música, bailar.
28. Su ser leona y su ser herida.
29. Su inteligencia prodigiosa.
30. Su dignidad para vivir y para morir.
31. Y el brillo del sol en las hojas de los árboles, siempre.

Cada 5 de julio. Cada 4 de agosto. Cada día al mirar a mi hijo. Cada vez que tengo miedo. Cada vez que abrazo. Cada vez.

Pepa

El hilo de estrellas

9 mayo 2024
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Erase una vez… una pequeña aldea frente al mar donde el olor a azahar se mezclaba con el cántico de las olas. Era un lugar pequeño, bravío y hermoso donde crecer era algo liviano. Cuando los viajeros llegaban a aquella aldea sentían que su alma temblaba. No era un escalofrío, ni siquiera vértigo, era algo parecido a un pálpito, ese tipo de sensación que uno siente cuando presencia lo extraordinario.

Y es que los niños y niñas de aquella aldea eran diferentes. No sólo por sus melenas rizadas o por el iris de sus pupilas que cambiaba de color con el sol. Lo eran en su forma de acercarse a los desconocidos, tanto o más que en la forma de tomarse de la mano entre ellos. Era como si un hilo invisible los uniera y quien llegaba de visita sabía desde el primer instante que presenciaba algo mágico.

Muchas de las personas mayores de la aldea sonreían ante las preguntas asombradas de los viajeros sobre sus niños y niñas. Sus sonrisas estaban llenas de melancolía. Cómo nombrar lo inefable, aquello de lo que fueron parte hasta que les asaltó el miedo. No les pasaba a todas, había algunos ancianos que sonreían con sonrisa pícara, nada melancólica. Eran aquellos que habían atesorado el secreto durante toda su vida. A esos ancianos y ancianas era fácil reconocerles porque siempre tenían cerca algún bebé de melena larga y ojos de sol.

Y si algún visitante se atrevía a mirar silencioso, a responder a la sonrisa pícara de algún anciano y sentarse a su lado al caer la tarde…entonces presenciaba la magia, esa magia que se esconde casi tan evidente delante de nosotros que sólo quienes saben mirar pueden verla. Escondida en el brillo del sol en las hojas de los árboles, en las caricias de aquellos ancianos, en el sonido del mar de fondo y en la brisa de la tarde.

Ninguno de esos niños y niñas, ninguno de aquellos ancianos y ancianas tenían cuerpos fuertes y aguerridos. Más bien al contrario. Parecían frágiles y quebradizos, como si hiciera falta una inmensa dulzura y ternura para sostenerles. Y no es que lo pareciera, es que así era. Todos ellos permanecían unidos por un hilo de estrellas. Y como todos los hilos de amor, era un hilo casi invisible.

La paradoja era que para enlazarse en aquella red de estrellas la única condición era la valentía. El valor que sólo llega cuando nos atrevemos a mostrar nuestro dolor. Uno de los niños tuvo que enseñar el rugido de la ballena que habitaba dentro de él y que siempre pensó que si permitía que sonara, ahuyentaría a los otros niños y niñas. Otra niña había tenido que mostrar la herida del erizo de mar que cuando era bebé le clavaron en la piel y cuyas espinas seguían haciéndole sangrar cada vez que alguien trataba de tocar su alma o su cuerpo, que al final eran lo mismo. Una anciana, para poder sostenerse en el hilo de estrellas a lo largo de los años, había tenido que mostrar a los demás el dolor del hijo que su madre perdió antes de que ella naciera y que tantas veces la hizo sentir asustada y sustituta. O aquel otro niño de la melena saltarina había tenido que dejar que los demás vieran la sangre que brotaba de su costilla desde el día en que su padre decidió irse.

Casi todos ellos habían tardado años en dar el paso, hasta que un día habían reunido el valor suficiente. Ese día habían bajado al mar, a ese lugar donde las estrellas parecían estar un poco más cerca. Y con cuidado, habían tomado una estrella y guardado en ella su dolor. Al hacerlo, lo exponían, se exponían ante todos los que supieran leer las estrellas. Se mostraban frágiles y vulnerables y pequeños y se arriesgaban a que los demás les vieran, les sostuvieran o les juzgaran. Habían aprendido muy pronto en sus familias que hay una fortaleza, la de la eternidad, a la que sólo se llega asumiendo el riesgo de la fragilidad; y un amor profundo, al que sólo se llega asumiendo el riesgo de que te hagan daño.

Muchos tuvieron suerte y pudieron volver a colocar la estrella a tiempo en el cielo y dejarla brillar, como brillaban sus melenas a partir de ese día. Pero no siempre sucedió. Muchos no supieron hacerlo, no soportaron la sensación de fragilidad, de intemperie que sentían al cobijar en sus manos aquella estrella y al saber que otros podrían ver su alma. Otros rompieron la estrella por lo mucho que temblaban al guardar en ella su dolor y se llevaron dentro la oscuridad del silencio. Algunos encontraron sombras o rayos o truenos ocultando las estrellas, todo ese ruido que generan quienes no pueden sostener el dolor propio y por tanto tampoco el ajeno. Muchos de esos niños y niñas que no llegaron a entrelazarse al hilo de estrellas se convirtieron en personas adultas de cuerpos grandes y ojos apagados. Personas que se enfadaban a menudo, que corrían mucho y lloraban a escondidas. Pero aún así, incluso esas personas habían decidido quedarse a vivir en aquella aldea. Porque cuando el mar sonaba y el sol salía cada amanecer, calentando sus cuerpos entumecidos, por un momento se sentían frágiles, pequeños y capaces de valentía.

Y a su alrededor, los niños y niñas de melenas largas y ojos de sol se sostenían en la ternura de unos con otros, en las caricias en la cabeza y en el pelo, en la mirada silenciosa. Y a su alrededor cobijaban aquella aldea bajo un manto de estrellas frágiles pero eternas.

Pepa
Mayo 2024

51 razones

25 abril 2024
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1. El brillo del sol en las hojas de los árboles.
2, La mirada de mi hijo.
3. Los abrazos amados.
4. Mi memoria corporal.
5. El temblor de la pérdida.
6. Las caricias en mi pelo y en mi calva.
7. Las tartas de limón (Txus, Lucía y Ana…)
8. El abrazo de un aeropuerto.
9. Los amaneceres en mi ventana.
10. El olor de los libros.
11. Aquella tormenta en Panamá.
12. El cielo de Atacama.
13. El olor de pino de los bosques de Soria y aquel calentador con el que mi madre nos calentaba la cama antes de dormir.
14. Las historias que creábamos José y yo antes de dormir.
15. Aquella llamada en Portugal: «es un bebé de un año…»
16. La mano de Silvia aferrada a mí cuando se oía la canción insulto en el bus yendo al cole.
17. El violonchelo de Bach en las noches de hospital.
18. El oso que me trajo mi hermano de USA y su mano en el funeral de mi madre.
19. Mi padrino besando la mano de su mujer mientras moría.
20. Mi tía diciendo «sois los hijos de mi hermana».
21. La gente que me para por la calle para darme las gracias en los lugares más inesperados.
22. El abrazo de despedida de mis pacientes cuando les doy el alta.
23. Algunos gritos, algunas náuseas, algunos horrores.
24. Cada uno de mis libros. Cada uno.
25. Los días de invierno con sol.
26. Aquel aeropuerto de Bogotá y aquella silla.
27. Bailar, bailar, bailar.
28. Mis sobrinos.
29. Tener a un bebé dormido encima.
30. Rodin, Picasso, Gargallo, klimt, Kokotchka, Almudena, Benedetti, El Principito..y muchos más.

31. El agua en todas sus formas.
32. Las botitas que encontré en el despacho de mi padre.
33. Hacer el amor.
34. Aquel viaje a Almería y Yago.
35. Conversar. Conversar. Conversar.
36. Conducir. Conducir. Conducir 😉
37. El lenguaje de los árboles.
38. Reír. Reír. Reír.
39. Las amistades de los que nunca llegan a irse, aunque tengan miedo.
40. El zorro del principito y el color de los campos de trigo.
41. Aquellas llaves de casas ajenas que pusieron en mis manos.
42. Los abrazos del día de las flores.
43. Mi primer día bajando del tren en Madrid.

44. La Patagonia.
45. Cuando me regalan flores.
46. La mañana de reyes con mi familia.
47. Ver una peli con mi hijo abrazados.
48. Estar enamorada y ser correspondida.
49. Mi red. Mi hogar.
50. Celebrar. Siempre!
51. Mi mar.

No van en orden. Y hay más. Pero la luna llena de anoche me recordó cosas importantes.
Gracias por estar aquí.
Pepa

La memoria corporal

18 abril 2024

En las últimas semanas este concepto está volviendo a mí una y otra vez. En mi vida personal, en las reuniones con amigos, en mi vida profesional. No se trata sólo de las «tripas» de las que hablo una y otra vez sino de la memoria. De recordar. Recordar sin saber, sin ser consciente, sin memoria. De esa memoria que se construye en los detalles de cada día, en esas caricias, en el olor de la comida de nuestro hogar, el sonido del mar o el viento en las ventanas, de la sombra del bosque o el olor del azahar. Es esa memoria la que nos constituye, la que genera nuestro «edificio«.

Conforme pasan los años esa memoria se hace cada vez más presente. Al menos a mí me pasa. Ya no quieres grandes teorías ni vivencias espectaculares, sino esa ternura de quien te abraza y se deja abrazar, ese sol entrando por mi ventana, esa mirada que habla sin hablar. Esa sensación de hogar se vuelve más diáfana, tanto cuando la sientes como cuando está ausente. Y ves cómo las personas, cómo yo misma, nos colocamos de forma diferente cuando nos sentimos en casa. Sientes cómo la mirada y los gestos cambian. Y es algo tan sutil, tan pequeño que hace falta saber mirarlo para verlo. Y no es algo que suceda necesariamente en nuestras familias solo ni en nuestro hogar de infancia. Es posible sentir el hogar muy, muy lejos de casa.

A veces hay personas que son tu memoria. Me siento frente a ellas y siento que me veo a mí misma. A veces hay grupos que llevan tiempo encontrándose que tienen su propia memoria. Y luego veo cómo mi hijo ha incorporado esa memoria, cómo quiere a personas porque ha aprendido a quererlas a través mío. Y al contrario, cómo hay personas que le quieren sólo por ser mi hijo como las hubo que me quisieron a mí y a mis hermanos sólo por ser hijos de nuestros padres. Porque la memoria del amor permanece. El amor vence a la muerte siempre. Es lo único que permanece. Eso lo aprendí hace ya tanto tiempo que es como si lo hubiera sabido siempre. Y la memoria del amor hace que las personas que has amado sigan presentes en los pequeños detalles de tu día a día, incluso cuando se han ido.

A veces siento que todo esto se nos olvida demasiado fácil, que no nos damos cuenta de que son los pequeños gestos los que configuran el alma de las personas, cómo cada detalle que damos o que privamos deja memoria. Porque al final somos nuestra memoria, como alguien dijo mucho antes que yo. Y somos memoria de amor, tanto cuando está presente como cuando falta. El abandono es la peor de las heridas, el más profundo de los traumas, porque deja a la persona sin mirada desde la que existir, sin memoria corporal. La ausencia priva de esa corporeidad justamente, deja sin olores, sabores, caricias y sonidos. Y las personas se pasan toda la vida buscándolos hasta que aprenden a recibirlos de otras miradas y otras presencias.

Somos aquello que somos capaces de construir partiendo de lo que nos dieron. Si tuvimos suerte, lo que nos dieron fue presencia, cuerpo, mirada, caricia. Pero no siempre ocurre. A veces llegamos a una vida de frío, ausencia y falta de mirada, entonces algo muy profundo se rompe. Y las personas viven con ansia. No hay paz, hay ansia. Y duele. Y da mucho miedo. Y quienes no conocen el frío no pueden enjuiciar, ni decirles a quienes crecieron en él que deben perdonar, que deben amar, que fue lo que les tocaba o lo que eligieron. Todo eso son distintas formas de negligencia y de maltrato hacia quienes no pudieron elegir. Y ahí me sale mi vena guerrera para decir: un poco de respeto al frío, que hiela por dentro.

El otro día en una conversación de mi hogar madrileño hablábamos de cómo las clases sociales para mí se parecen y se crean en realidad desde esa memoria corporal. Crecer en un pueblo en contacto con la tierra y la naturaleza no es lo mismo que crecer en la ciudad, ni que emigrar del pueblo a la ciudad. Crecer en un edificio enjambre como los llamo yo, esos edificios altos de mil pequeños pisos con poca o nula distancia los unos de los otros donde en realidad se crea un microsistema de paredes de papel. Cómo no es lo mismo crecer en una casa con terraza y con horizonte que ver al vecino de enfrente. En la conversación me acordaba de algo que decía a menudo mi madre: «hay mucha gente que confunde la clase con el dinero». ¡Lo que nos dio de sí definir lo que es «tener clase»! Y tantos otros ejemplos. Al final el entorno donde crecemos configura nuestra memoria corporal y cuando cambiamos de lugar se generan nuevas memorias corporales, nuevos sabores, nuevos olores, pero no tienen la capacidad de retrotraernos casi de forma automática a la infancia porque no estaban cuando nuestro edificio se gestó.

En fin, que ando a vueltas con mi propia memoria corporal, recuperando cosas que creía olvidadas o que formaron parte de mi infancia sin yo recordarlo. Releyendo papeles de mis padres, diarios de mi infancia… Y como estoy en eso, la memoria corporal me llega también en otros espacios. Y quería dejarla aquí también, ya que este espacio, aunque no huele ni sabe a nada, sí es parte de mi hogar.

Pepa

La poesía

9 marzo 2024
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Alguien a quien quiero mucho lleva tiempo trayendo de nuevo la poesía a mi vida. Al principio no me di cuenta, fue algo tan plácido, tan sutil que no lo percibí. Canciones, poemas, películas, paisajes, narraciones, momentos, cielos… yo no acababa de entender por qué me cautivaba todo tanto. Era una mirada diferente. Era poesía.

Me conmovía y lo sigue haciendo. Me dejaba callada y eso quienes me conocen saben lo extraño que es 😉 con esa sensación de no querer que se acabe, de que te están mostrando algo tan bello, tan pequeño! Como lo fue en su día el brillo del sol en las hojas de los arboles de mi madre o el dios de las pequeñas cosas de mi amiga B. o las historias que mi hijo me contaba con cuatro, cinco años tumbados en la cama antes de dormir.

Y me ha hecho recordar la cantidad de poemas que escribí de niña y de adolescente. Poemas que permanecen guardados en un cajón, como le pasa a tanta gente. Poemas que utilicé para nombrar lo que no podía ser dicho, para dar forma a sensaciones que ni yo misma era capaz de describir conscientemente. Pero hay otro registro, el que se esconde entre lineas de un poema, en los colores de un amanecer o en las palabras de un niño. Es un registro de belleza, verdad y compasión. Un ancla a la vida.

Hace muchos años, cuando quise dejar de escribir, mi hermano me encuadernó los poemas y me los regaló. Cuando pensé que no me quedaban poemas, llegó este blog y los ecos que me hacíais llegar y los cuentos/poema. Cuando quise callar, empecé a inventar historias para mi hijo y luego a escuchar enmudecida las suyas. Cuando pareció que el mundo se volvía del revés en el confinamiento rescaté la poesía en forma de caricias que enviaba a mi gente querida en forma de fotos, objetos, amaneceres, poemas o canciones. Mantener la presencia y la poesía.

Y ahora ha vuelto a pasar. Cuando vuelvo a mí, cuando me toca mirar adentro y vivir desde mi «yo», la vida pone en mi camino alguien que me recuerda la poesía.

Así que un día de estos sacaré los poemas del cajón y los releeré. Y de momento sigo el hilo de amor de la vida, que siempre me ha sostenido, desde la ternura y la belleza. Pura poesía. A veces extraña y dolorosa. Pero eso también cabe en la poesía: el dolor que aún no se puede nombrar encuentra allí un lenguaje propio.

Y yo escucho de nuevo, agradecida, la poesía que habita en mí, en la gente que amo, en la vida.

Pepa

Amar y salvar

9 febrero 2024

El amor no salva, pero sin amor no te salvas.

Esta frase resume uno de los aprendizajes más importantes que he logrado en la vida, tanto personal como profesional.

Salvar a quien sufre. Cuidar, consolar, sostener, acariciar, abrazar.

Sufrir en silencio. Quedarse quieta y callada. Esperar no sé muy bien qué o quién. Pero que te salve.

Pero no funciona así. Se trata de tener una red de personas que te quieren y te cuidan, que te enseñan que las relaciones sanas son recíprocas, que a veces consuelas y a veces eres consolada, y sobre todo que solo si hablas, ellos pueden saber que sufres. Personas que están ahí, cerquita, flotando junto a ti. Que te miran sonriendo. Sobre todo te miran. Como dicen en Avatar, «te ven». Te ven porque te miran. Les ves porque les miras. Y entonces intuyes y sientes en la tripa cuando algo no va bien, y acaricias su cara o ellos te hacen reír. Y pueden verte llorar en silencio. Puedes dejar ir la memoria corporal del dolor. Sólo llorarla.

Porque no es su amor el que te sana, eres tú cuando nombras y lloras y dejas ir. Eres tú quien haces el camino. Pero lo haces desde su mirada. Si no hay esa mirada, si no hay ese amor, no te salvas. Pero eres tú quien se cuida, quien nombra, quien llora, quien deja ir.

Y en lo profesional es igual o más. No soy yo como profesional en psicoterapia quien sana a la persona. Es la persona quien hace su camino. Yo le ofrezco un entorno seguro y un vínculo psicoterapéutico para hacer ese camino. Le ofrezco una mirada compasiva, incondicional, sostenedora y mentalizadora. Pero es su camino. Su opción. Como les digo muchas veces a las personas, hay que «elegir las batallas». Elegirán sus batallas. Y las afrontarán. Y yo iré un paso por detrás. No serán las que yo querría, quizá, ni las que sé necesarias ni en el momento que yo querría. Serán las que puedan sostener. Y afrontar. Cuando puedan nombrar. Cuando puedan llorar.

Pero hay algo más como profesional. Y es que mi mirada es una mirada desde el vínculo. Pero la persona necesita una red. Una red de al menos tres. Y ninguna de esas tres personas debo ser yo. Porque yo debo irme. Mi vínculo es temporal. Yo debo salir de la ecuación, igual que mi voz debe dejar de sonar en la cabeza de las personas para que escuchen la suya propia, o como mucho un diálogo interior conmigo en el que, a ser posible, me lleven la contraria ;-).

Las personas no pueden (no podemos) hacer nuestro camino solas. Necesitamos ser miradas. Nos creamos desde la mirada de un otro. Nos sostenemos en esa mirada. Por eso la herida más profunda es el abandono. Siempre. Porque niega la existencia. Le quita valor.

Y hemos de honrar a las personas, cobijarlas, mirarlas con el asombro y admiración que merecen. Con esa mirada de la rueda de miradas en biodanza. Con esa mirada que devuelve la dignidad que en realidad nunca se perdió pero se siente como si se hubiera deshecho.

El camino hacia la salud mental está hecho de tres elementos: el amor, la terapia y el proceso personal. El amor no lo brindo yo, mi responsabilidad es sólo sobre el proceso psicoterapéutico. Y ese proceso es sólo el comienzo de un camino que hace la persona. Comenzar la terapia pensando en su fin, en cuando la persona se vaya.

Igual que en la crianza. Criar para que se vayan, para que vuelen, no para que se queden a nuestro lado cuidándonos. Pero éste es otro argumento 😉

El amor no sana, pero sin amor no te sanas.

Pepa

 

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