El diccionario de las almas

11 julio 2024
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Érase una vez…

Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.

Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.

Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.

Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.

Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.

Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.

De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.

Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.

Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.

Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.

Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024

31 años

5 julio 2024
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Son ya treinta y un 5 de julio para honrar una memoria de amor que sigue viva. Memoria de:

1. Su forma de mirarnos.
2. Su pelo negro y gris.
3. Su risa.
4. María Dolores Pradera y los Panchos.
5. «Cuando muera no quiero que llores, porque todo lo que podría haberte dado, ya te lo habré dado«.
6. Sus abrazos al recibirme en la puerta de casa.
7. Sus llamadas de cada mañana en el colegio mayor.
8. La carretera a Navaleno cantando a Heidi y Marco.
9. Aquella chimenea y el olor a pino.
10. El mirador de Fleta.
11. Las gambas de Aurora peladas con cuchillo y tenedor por Javier y ella riendo tan alto que se escuchaba desde el puesto de enfermeras.
12. Su forma de escuchar que enseñaba a narrar y narrarte.
13. El miedo que daban sus exámenes.
14. Su coraje.
15. Sus caricias al despertar y su beso antes de dormir.
16. La montaña mágica y Theilard de Chartin.
17. Su firmeza/rigidez.
18. «No quieras correr que te enterarás, pero no te preocupes de nada»
19. La rosa de cada 1 de noviembre.
20. Su fe, aún llegando siempre tarde a misa.

21. Aquellas cortinas de su habitación.
22. Las cartas que escribía cuando sentía que no había llegado a saber explicarse.
23. Sus viajes con su gente amada.
24. Los tebeos en las tormentas.
25. Tres días, dos meses, veintiséis años.
26. Su forma de peinarme y recordarme mi belleza.
27. Conversar, conducir, leer, la música, bailar.
28. Su ser leona y su ser herida.
29. Su inteligencia prodigiosa.
30. Su dignidad para vivir y para morir.
31. Y el brillo del sol en las hojas de los árboles, siempre.

Cada 5 de julio. Cada 4 de agosto. Cada día al mirar a mi hijo. Cada vez que tengo miedo. Cada vez que abrazo. Cada vez.

Pepa

El hilo de estrellas

9 mayo 2024
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Erase una vez… una pequeña aldea frente al mar donde el olor a azahar se mezclaba con el cántico de las olas. Era un lugar pequeño, bravío y hermoso donde crecer era algo liviano. Cuando los viajeros llegaban a aquella aldea sentían que su alma temblaba. No era un escalofrío, ni siquiera vértigo, era algo parecido a un pálpito, ese tipo de sensación que uno siente cuando presencia lo extraordinario.

Y es que los niños y niñas de aquella aldea eran diferentes. No sólo por sus melenas rizadas o por el iris de sus pupilas que cambiaba de color con el sol. Lo eran en su forma de acercarse a los desconocidos, tanto o más que en la forma de tomarse de la mano entre ellos. Era como si un hilo invisible los uniera y quien llegaba de visita sabía desde el primer instante que presenciaba algo mágico.

Muchas de las personas mayores de la aldea sonreían ante las preguntas asombradas de los viajeros sobre sus niños y niñas. Sus sonrisas estaban llenas de melancolía. Cómo nombrar lo inefable, aquello de lo que fueron parte hasta que les asaltó el miedo. No les pasaba a todas, había algunos ancianos que sonreían con sonrisa pícara, nada melancólica. Eran aquellos que habían atesorado el secreto durante toda su vida. A esos ancianos y ancianas era fácil reconocerles porque siempre tenían cerca algún bebé de melena larga y ojos de sol.

Y si algún visitante se atrevía a mirar silencioso, a responder a la sonrisa pícara de algún anciano y sentarse a su lado al caer la tarde…entonces presenciaba la magia, esa magia que se esconde casi tan evidente delante de nosotros que sólo quienes saben mirar pueden verla. Escondida en el brillo del sol en las hojas de los árboles, en las caricias de aquellos ancianos, en el sonido del mar de fondo y en la brisa de la tarde.

Ninguno de esos niños y niñas, ninguno de aquellos ancianos y ancianas tenían cuerpos fuertes y aguerridos. Más bien al contrario. Parecían frágiles y quebradizos, como si hiciera falta una inmensa dulzura y ternura para sostenerles. Y no es que lo pareciera, es que así era. Todos ellos permanecían unidos por un hilo de estrellas. Y como todos los hilos de amor, era un hilo casi invisible.

La paradoja era que para enlazarse en aquella red de estrellas la única condición era la valentía. El valor que sólo llega cuando nos atrevemos a mostrar nuestro dolor. Uno de los niños tuvo que enseñar el rugido de la ballena que habitaba dentro de él y que siempre pensó que si permitía que sonara, ahuyentaría a los otros niños y niñas. Otra niña había tenido que mostrar la herida del erizo de mar que cuando era bebé le clavaron en la piel y cuyas espinas seguían haciéndole sangrar cada vez que alguien trataba de tocar su alma o su cuerpo, que al final eran lo mismo. Una anciana, para poder sostenerse en el hilo de estrellas a lo largo de los años, había tenido que mostrar a los demás el dolor del hijo que su madre perdió antes de que ella naciera y que tantas veces la hizo sentir asustada y sustituta. O aquel otro niño de la melena saltarina había tenido que dejar que los demás vieran la sangre que brotaba de su costilla desde el día en que su padre decidió irse.

Casi todos ellos habían tardado años en dar el paso, hasta que un día habían reunido el valor suficiente. Ese día habían bajado al mar, a ese lugar donde las estrellas parecían estar un poco más cerca. Y con cuidado, habían tomado una estrella y guardado en ella su dolor. Al hacerlo, lo exponían, se exponían ante todos los que supieran leer las estrellas. Se mostraban frágiles y vulnerables y pequeños y se arriesgaban a que los demás les vieran, les sostuvieran o les juzgaran. Habían aprendido muy pronto en sus familias que hay una fortaleza, la de la eternidad, a la que sólo se llega asumiendo el riesgo de la fragilidad; y un amor profundo, al que sólo se llega asumiendo el riesgo de que te hagan daño.

Muchos tuvieron suerte y pudieron volver a colocar la estrella a tiempo en el cielo y dejarla brillar, como brillaban sus melenas a partir de ese día. Pero no siempre sucedió. Muchos no supieron hacerlo, no soportaron la sensación de fragilidad, de intemperie que sentían al cobijar en sus manos aquella estrella y al saber que otros podrían ver su alma. Otros rompieron la estrella por lo mucho que temblaban al guardar en ella su dolor y se llevaron dentro la oscuridad del silencio. Algunos encontraron sombras o rayos o truenos ocultando las estrellas, todo ese ruido que generan quienes no pueden sostener el dolor propio y por tanto tampoco el ajeno. Muchos de esos niños y niñas que no llegaron a entrelazarse al hilo de estrellas se convirtieron en personas adultas de cuerpos grandes y ojos apagados. Personas que se enfadaban a menudo, que corrían mucho y lloraban a escondidas. Pero aún así, incluso esas personas habían decidido quedarse a vivir en aquella aldea. Porque cuando el mar sonaba y el sol salía cada amanecer, calentando sus cuerpos entumecidos, por un momento se sentían frágiles, pequeños y capaces de valentía.

Y a su alrededor, los niños y niñas de melenas largas y ojos de sol se sostenían en la ternura de unos con otros, en las caricias en la cabeza y en el pelo, en la mirada silenciosa. Y a su alrededor cobijaban aquella aldea bajo un manto de estrellas frágiles pero eternas.

Pepa
Mayo 2024

51 razones

25 abril 2024
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1. El brillo del sol en las hojas de los árboles.
2, La mirada de mi hijo.
3. Los abrazos amados.
4. Mi memoria corporal.
5. El temblor de la pérdida.
6. Las caricias en mi pelo y en mi calva.
7. Las tartas de limón (Txus, Lucía y Ana…)
8. El abrazo de un aeropuerto.
9. Los amaneceres en mi ventana.
10. El olor de los libros.
11. Aquella tormenta en Panamá.
12. El cielo de Atacama.
13. El olor de pino de los bosques de Soria y aquel calentador con el que mi madre nos calentaba la cama antes de dormir.
14. Las historias que creábamos José y yo antes de dormir.
15. Aquella llamada en Portugal: «es un bebé de un año…»
16. La mano de Silvia aferrada a mí cuando se oía la canción insulto en el bus yendo al cole.
17. El violonchelo de Bach en las noches de hospital.
18. El oso que me trajo mi hermano de USA y su mano en el funeral de mi madre.
19. Mi padrino besando la mano de su mujer mientras moría.
20. Mi tía diciendo «sois los hijos de mi hermana».
21. La gente que me para por la calle para darme las gracias en los lugares más inesperados.
22. El abrazo de despedida de mis pacientes cuando les doy el alta.
23. Algunos gritos, algunas náuseas, algunos horrores.
24. Cada uno de mis libros. Cada uno.
25. Los días de invierno con sol.
26. Aquel aeropuerto de Bogotá y aquella silla.
27. Bailar, bailar, bailar.
28. Mis sobrinos.
29. Tener a un bebé dormido encima.
30. Rodin, Picasso, Gargallo, klimt, Kokotchka, Almudena, Benedetti, El Principito..y muchos más.

31. El agua en todas sus formas.
32. Las botitas que encontré en el despacho de mi padre.
33. Hacer el amor.
34. Aquel viaje a Almería y Yago.
35. Conversar. Conversar. Conversar.
36. Conducir. Conducir. Conducir 😉
37. El lenguaje de los árboles.
38. Reír. Reír. Reír.
39. Las amistades de los que nunca llegan a irse, aunque tengan miedo.
40. El zorro del principito y el color de los campos de trigo.
41. Aquellas llaves de casas ajenas que pusieron en mis manos.
42. Los abrazos del día de las flores.
43. Mi primer día bajando del tren en Madrid.

44. La Patagonia.
45. Cuando me regalan flores.
46. La mañana de reyes con mi familia.
47. Ver una peli con mi hijo abrazados.
48. Estar enamorada y ser correspondida.
49. Mi red. Mi hogar.
50. Celebrar. Siempre!
51. Mi mar.

No van en orden. Y hay más. Pero la luna llena de anoche me recordó cosas importantes.
Gracias por estar aquí.
Pepa

La memoria corporal

18 abril 2024

En las últimas semanas este concepto está volviendo a mí una y otra vez. En mi vida personal, en las reuniones con amigos, en mi vida profesional. No se trata sólo de las «tripas» de las que hablo una y otra vez sino de la memoria. De recordar. Recordar sin saber, sin ser consciente, sin memoria. De esa memoria que se construye en los detalles de cada día, en esas caricias, en el olor de la comida de nuestro hogar, el sonido del mar o el viento en las ventanas, de la sombra del bosque o el olor del azahar. Es esa memoria la que nos constituye, la que genera nuestro «edificio«.

Conforme pasan los años esa memoria se hace cada vez más presente. Al menos a mí me pasa. Ya no quieres grandes teorías ni vivencias espectaculares, sino esa ternura de quien te abraza y se deja abrazar, ese sol entrando por mi ventana, esa mirada que habla sin hablar. Esa sensación de hogar se vuelve más diáfana, tanto cuando la sientes como cuando está ausente. Y ves cómo las personas, cómo yo misma, nos colocamos de forma diferente cuando nos sentimos en casa. Sientes cómo la mirada y los gestos cambian. Y es algo tan sutil, tan pequeño que hace falta saber mirarlo para verlo. Y no es algo que suceda necesariamente en nuestras familias solo ni en nuestro hogar de infancia. Es posible sentir el hogar muy, muy lejos de casa.

A veces hay personas que son tu memoria. Me siento frente a ellas y siento que me veo a mí misma. A veces hay grupos que llevan tiempo encontrándose que tienen su propia memoria. Y luego veo cómo mi hijo ha incorporado esa memoria, cómo quiere a personas porque ha aprendido a quererlas a través mío. Y al contrario, cómo hay personas que le quieren sólo por ser mi hijo como las hubo que me quisieron a mí y a mis hermanos sólo por ser hijos de nuestros padres. Porque la memoria del amor permanece. El amor vence a la muerte siempre. Es lo único que permanece. Eso lo aprendí hace ya tanto tiempo que es como si lo hubiera sabido siempre. Y la memoria del amor hace que las personas que has amado sigan presentes en los pequeños detalles de tu día a día, incluso cuando se han ido.

A veces siento que todo esto se nos olvida demasiado fácil, que no nos damos cuenta de que son los pequeños gestos los que configuran el alma de las personas, cómo cada detalle que damos o que privamos deja memoria. Porque al final somos nuestra memoria, como alguien dijo mucho antes que yo. Y somos memoria de amor, tanto cuando está presente como cuando falta. El abandono es la peor de las heridas, el más profundo de los traumas, porque deja a la persona sin mirada desde la que existir, sin memoria corporal. La ausencia priva de esa corporeidad justamente, deja sin olores, sabores, caricias y sonidos. Y las personas se pasan toda la vida buscándolos hasta que aprenden a recibirlos de otras miradas y otras presencias.

Somos aquello que somos capaces de construir partiendo de lo que nos dieron. Si tuvimos suerte, lo que nos dieron fue presencia, cuerpo, mirada, caricia. Pero no siempre ocurre. A veces llegamos a una vida de frío, ausencia y falta de mirada, entonces algo muy profundo se rompe. Y las personas viven con ansia. No hay paz, hay ansia. Y duele. Y da mucho miedo. Y quienes no conocen el frío no pueden enjuiciar, ni decirles a quienes crecieron en él que deben perdonar, que deben amar, que fue lo que les tocaba o lo que eligieron. Todo eso son distintas formas de negligencia y de maltrato hacia quienes no pudieron elegir. Y ahí me sale mi vena guerrera para decir: un poco de respeto al frío, que hiela por dentro.

El otro día en una conversación de mi hogar madrileño hablábamos de cómo las clases sociales para mí se parecen y se crean en realidad desde esa memoria corporal. Crecer en un pueblo en contacto con la tierra y la naturaleza no es lo mismo que crecer en la ciudad, ni que emigrar del pueblo a la ciudad. Crecer en un edificio enjambre como los llamo yo, esos edificios altos de mil pequeños pisos con poca o nula distancia los unos de los otros donde en realidad se crea un microsistema de paredes de papel. Cómo no es lo mismo crecer en una casa con terraza y con horizonte que ver al vecino de enfrente. En la conversación me acordaba de algo que decía a menudo mi madre: «hay mucha gente que confunde la clase con el dinero». ¡Lo que nos dio de sí definir lo que es «tener clase»! Y tantos otros ejemplos. Al final el entorno donde crecemos configura nuestra memoria corporal y cuando cambiamos de lugar se generan nuevas memorias corporales, nuevos sabores, nuevos olores, pero no tienen la capacidad de retrotraernos casi de forma automática a la infancia porque no estaban cuando nuestro edificio se gestó.

En fin, que ando a vueltas con mi propia memoria corporal, recuperando cosas que creía olvidadas o que formaron parte de mi infancia sin yo recordarlo. Releyendo papeles de mis padres, diarios de mi infancia… Y como estoy en eso, la memoria corporal me llega también en otros espacios. Y quería dejarla aquí también, ya que este espacio, aunque no huele ni sabe a nada, sí es parte de mi hogar.

Pepa

La poesía

9 marzo 2024
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Alguien a quien quiero mucho lleva tiempo trayendo de nuevo la poesía a mi vida. Al principio no me di cuenta, fue algo tan plácido, tan sutil que no lo percibí. Canciones, poemas, películas, paisajes, narraciones, momentos, cielos… yo no acababa de entender por qué me cautivaba todo tanto. Era una mirada diferente. Era poesía.

Me conmovía y lo sigue haciendo. Me dejaba callada y eso quienes me conocen saben lo extraño que es 😉 con esa sensación de no querer que se acabe, de que te están mostrando algo tan bello, tan pequeño! Como lo fue en su día el brillo del sol en las hojas de los arboles de mi madre o el dios de las pequeñas cosas de mi amiga B. o las historias que mi hijo me contaba con cuatro, cinco años tumbados en la cama antes de dormir.

Y me ha hecho recordar la cantidad de poemas que escribí de niña y de adolescente. Poemas que permanecen guardados en un cajón, como le pasa a tanta gente. Poemas que utilicé para nombrar lo que no podía ser dicho, para dar forma a sensaciones que ni yo misma era capaz de describir conscientemente. Pero hay otro registro, el que se esconde entre lineas de un poema, en los colores de un amanecer o en las palabras de un niño. Es un registro de belleza, verdad y compasión. Un ancla a la vida.

Hace muchos años, cuando quise dejar de escribir, mi hermano me encuadernó los poemas y me los regaló. Cuando pensé que no me quedaban poemas, llegó este blog y los ecos que me hacíais llegar y los cuentos/poema. Cuando quise callar, empecé a inventar historias para mi hijo y luego a escuchar enmudecida las suyas. Cuando pareció que el mundo se volvía del revés en el confinamiento rescaté la poesía en forma de caricias que enviaba a mi gente querida en forma de fotos, objetos, amaneceres, poemas o canciones. Mantener la presencia y la poesía.

Y ahora ha vuelto a pasar. Cuando vuelvo a mí, cuando me toca mirar adentro y vivir desde mi «yo», la vida pone en mi camino alguien que me recuerda la poesía.

Así que un día de estos sacaré los poemas del cajón y los releeré. Y de momento sigo el hilo de amor de la vida, que siempre me ha sostenido, desde la ternura y la belleza. Pura poesía. A veces extraña y dolorosa. Pero eso también cabe en la poesía: el dolor que aún no se puede nombrar encuentra allí un lenguaje propio.

Y yo escucho de nuevo, agradecida, la poesía que habita en mí, en la gente que amo, en la vida.

Pepa

Amar y salvar

9 febrero 2024

El amor no salva, pero sin amor no te salvas.

Esta frase resume uno de los aprendizajes más importantes que he logrado en la vida, tanto personal como profesional.

Salvar a quien sufre. Cuidar, consolar, sostener, acariciar, abrazar.

Sufrir en silencio. Quedarse quieta y callada. Esperar no sé muy bien qué o quién. Pero que te salve.

Pero no funciona así. Se trata de tener una red de personas que te quieren y te cuidan, que te enseñan que las relaciones sanas son recíprocas, que a veces consuelas y a veces eres consolada, y sobre todo que solo si hablas, ellos pueden saber que sufres. Personas que están ahí, cerquita, flotando junto a ti. Que te miran sonriendo. Sobre todo te miran. Como dicen en Avatar, «te ven». Te ven porque te miran. Les ves porque les miras. Y entonces intuyes y sientes en la tripa cuando algo no va bien, y acaricias su cara o ellos te hacen reír. Y pueden verte llorar en silencio. Puedes dejar ir la memoria corporal del dolor. Sólo llorarla.

Porque no es su amor el que te sana, eres tú cuando nombras y lloras y dejas ir. Eres tú quien haces el camino. Pero lo haces desde su mirada. Si no hay esa mirada, si no hay ese amor, no te salvas. Pero eres tú quien se cuida, quien nombra, quien llora, quien deja ir.

Y en lo profesional es igual o más. No soy yo como profesional en psicoterapia quien sana a la persona. Es la persona quien hace su camino. Yo le ofrezco un entorno seguro y un vínculo psicoterapéutico para hacer ese camino. Le ofrezco una mirada compasiva, incondicional, sostenedora y mentalizadora. Pero es su camino. Su opción. Como les digo muchas veces a las personas, hay que «elegir las batallas». Elegirán sus batallas. Y las afrontarán. Y yo iré un paso por detrás. No serán las que yo querría, quizá, ni las que sé necesarias ni en el momento que yo querría. Serán las que puedan sostener. Y afrontar. Cuando puedan nombrar. Cuando puedan llorar.

Pero hay algo más como profesional. Y es que mi mirada es una mirada desde el vínculo. Pero la persona necesita una red. Una red de al menos tres. Y ninguna de esas tres personas debo ser yo. Porque yo debo irme. Mi vínculo es temporal. Yo debo salir de la ecuación, igual que mi voz debe dejar de sonar en la cabeza de las personas para que escuchen la suya propia, o como mucho un diálogo interior conmigo en el que, a ser posible, me lleven la contraria ;-).

Las personas no pueden (no podemos) hacer nuestro camino solas. Necesitamos ser miradas. Nos creamos desde la mirada de un otro. Nos sostenemos en esa mirada. Por eso la herida más profunda es el abandono. Siempre. Porque niega la existencia. Le quita valor.

Y hemos de honrar a las personas, cobijarlas, mirarlas con el asombro y admiración que merecen. Con esa mirada de la rueda de miradas en biodanza. Con esa mirada que devuelve la dignidad que en realidad nunca se perdió pero se siente como si se hubiera deshecho.

El camino hacia la salud mental está hecho de tres elementos: el amor, la terapia y el proceso personal. El amor no lo brindo yo, mi responsabilidad es sólo sobre el proceso psicoterapéutico. Y ese proceso es sólo el comienzo de un camino que hace la persona. Comenzar la terapia pensando en su fin, en cuando la persona se vaya.

Igual que en la crianza. Criar para que se vayan, para que vuelen, no para que se queden a nuestro lado cuidándonos. Pero éste es otro argumento 😉

El amor no sana, pero sin amor no te sanas.

Pepa

 

La piel habitada

31 diciembre 2023
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Érase una vez…

Un lugar frente al mar donde las personas nacían sin piel, casi, casi transparentes. En los cuerpecitos de los bebés se reflejaban el sol, las praderas, las calles de piedra y la espuma del mar que bañaba aquel lugar. Guardaban su luz. Eran hermosos, llenos de reflejos de colores infinitos.

Sin embargo, a menudo las madres y los padres, cuando recibían aquellas vidas nuevas, se asustaban de tanta belleza. No por la belleza sino por la fragilidad que implicaba. Miraban embelesados tanta hermosura y al mismo tiempo se preguntaban cuándo o qué la haría romperse.

Muchos de ellos encontraban en la memoria de sus propios cuerpos la receta ancestral que tejia la piel de los bebés de aquel lugar que no era otra que las caricias. Y desde el primer momento veían cómo sus caricias y sus abrazos iban creando una fina capa protectora del cuerpo de sus bebés.

No era una capa muy gruesa, así que no impedía las heridas que a veces la vida ponía en sus caminos. Por eso, casi todos los bebés que crecían acariciados, traían también algunas costras y marcas en su piel. Pero se convertían en personas que abrazaban y se dejaban abrazar, que temblaban con la risa y con el llanto, que cuando tenían miedo se tomaban de la mano porque sabían que la piel se hace más fuerte en contacto.

Pero no todos los padres y madres tenían esa memoria en sus cuerpos. Algunos se asustaban tanto que trataban de no tocar a sus bebés, con miedo a quebrarlos, a quitarles su luz o a llenarles de los reflejos de sus noches. Otros, asustados, los escondían en sus casas para que el viento no los hiriera. Algunos los entregaban al mar pensando que no les pertenecía tanta belleza.

Y aquellos bebés crecían aprendiendo a ocultar su luz. Lo hacían haciéndose grandes, cubriéndola de un caparazón que permitía resistir las tormentas. Sus cuerpos guardaban heridas que parecían accidentes. Podían caminar las montañas con frío y buscar alimento donde otros se paralizaban. Era muy ágiles, salvo cuando estaban cerca de otras almas. Entonces su caparazón se volvía rígido y torpe.

Otros aprendían a esconderse. Se quedaban quietos, casi como si no temblaran, esperando que el reflejo de su luz no se deshiciera al contacto con el aire. Se escondían detrás de libros y pantallas, porque ninguno de los dos amenazaba su cuerpo sin piel. Guardaban su alma impregnada del miedo de sus padres.

Pero no hay historia sin magia, ni belleza sin alquimia. Y algunos de aquellos bebés, al hacerse mayores, decidieron ser valientes con miedo. Eligieron el gozo y el sufrimiento.

Una mujer valiente había escrito hace tiempo que «todo lo que cura es agua salada: las lágrimas, el sudor y el mar». Así que aquellos niños y niñas escondidos en cuerpos de hombres y mujeres transparentes decidieron buscar su propia piel.

Empezaron por ir al mar. Y los que habían crecido escondidos descubrieron que ni el mar ni el aire los dañaba. Sintieron su cuerpo calentarse con los destellos que el sol dejaba en ellos y vibraron con la caricia del agua. A veces, mientras nadaban, les parecía increíble que su cuerpo no se deshiciera en el agua como temieron que pasaría. Y, en algún que otro instante, llegaban a sentir que tenían piel.

Respecto al sudor, ése era el fácil, ya lo conocían y sabían lo que escuece. Algunos de ellos lograban corriendo, haciendo deporte y ejercicio sentirse contenidos en su cuerpo.

Pero quedaban las lágrimas. Los bebés que habían crecido acariciados sabían de sobra que las lágrimas no son un problema, muy al contrario, porque llorar les traía refugio y caricia. Pero para aquellos bebés que no fueron tocados, las lágrimas suponían el terror de deshacerse. Tenían la sensación de que si empezaban a llorar, todo su ser se desharía fuera de ellos y su control.

No todos los cuentos tienen un final feliz. Al menos no siempre. Porque hace falta mucho valor para llegar al final feliz.

Y el final de nuestro cuento es que algunos lograban llorar. Pero no todos. Lo hicieron aquellos que encontraron el abrazo donde llorar. Ese abrazo que, palmo a palmo, fue devolviéndoles las caricias necesarias para deshacer caparazones o para romper parálisis. A veces era el abrazo de otros padres y madres. Pero casi siempre era el abrazo de otro niño o niña que, ya de mayor, había hecho su propio camino para recuperar su piel.

Porque ésa era la magia que escondía aquel lugar. No era una magia obvia ni común. Pero estaba ahí. Era la magia de los abrazos, las caricias, las manos tendidas sobre el mar. Incluso en medio de la tormenta.

Y al dejarse abrazar, sus cuerpos más grandes o más pequeños, más altos o más bajos, más gordos o más flacos, se recubrían de piel. Y su piel se convertía en un mapa. Un mapa sutil y hermoso lleno de destellos de mar que sólo quien acaricia puede descifrar.

Pepa, el último día de mi inolvidable 2023

Sentirnos seguros

30 noviembre 2023
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Siempre lo he sentido así, pero en los últimos tiempos se ha vuelto certeza radical que los vínculos humanos tienen mucho más que ver con la seguridad que con el amor. Es algo que ha vuelto a mí en los últimos tiempos de infinitas formas: la certeza sobre la red afectiva protectora como condición para la salud mental; la certeza sobre lo difícil que es que el amor sobreviva cuando no se puede confiar; la certeza de que nuestro niño o niña interior sigue buscando año a año, relación a relación, volver a sentirse en hogar, cuidado, guarecido del temporal; la certeza sobre lo difícil que es llegar al número tres que necesito para dar un alta en consulta, tres personas que rodeen a la persona, que la cobijen y acompañen, y que ninguna de esas personas sea yo; la certeza sobre mi propia necesidad de sentirme a salvo, sobre lo fácil que me resulta la verticalidad y lo difícil que me resulta encontrar espacios de horizontalidad; la certeza de que el regreso de alguien amado quince años después te hace sentir algo más segura, algo más completa sin que lo supieras siquiera… y podría seguir.

Temblamos por dentro. Unas veces somos capaces de dejar que los demás lo vean, otras nos escondemos debajo de máscaras de lo más diverso. Pero la consciencia sobre nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad y nuestra hermosura, todo junto, a veces abruma. Al menos a mí me abruma.

Llevo un año que me cuesta encontrar palabras para describirlo. Un año de cosecha. Ver a mi hijo volar y sentir un orgullo tan íntimo al mirarle, incluso con su temblor o precisamente por ese mismo temblor. Recibir en el trabajo regalos inmensos que me abruman y me colocan en otra liga en la que ni siquiera pude decidir si quería estar o no, pero en las que opté por estar (puede parecer incompatible, pero Dios sabe que no lo es, nunca mejor dicho). Esa maravillosa celebración de cumple, cada una de las celebraciones regalo que está trayendo a mi vida el nuevo libro o la vida misma. El poder «hacer de rica» sin serlo ni querer serlo y ser plenamente consciente de ese privilegio y desde la gratitud a la vida compartirlo con mi gente amada. Un proceso de sanación de la herencia transgeneracional. Las palabras de las presentaciones: la manta de colores, la luz, la conversación… Recuperar mis tiempos y mis espacios de los que hablaba en el post anterior y el gozo que traen. Viajar menos, más lento y más placentero.

Estoy cansada. Me siento vulnerable y al mismo tiempo más en mi ser que nunca. Es bonito y extraño. Y me hace temblar. Y vuelvo al comienzo: los vínculos nos hacen sentir seguros, nos dan un hogar. Sin ellos está la intemperie y hace frío. Todas las personas hacemos lo que tengamos que hacer para encontrar cobijo.

Pepa

 

Tiempos y espacios

15 octubre 2023
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El tiempo detenido. El espacio ampliado. Dos certezas que anidan en mí cada mañana al despertar.

Hace un par de meses mi hermana me preguntó en qué iba a cambiar mi vida ahora que mi hijo se iba a estudiar fuera. Lo primero que me nació contestarle fue «que voy a dejar de correr». Correr para volver a casa a tiempo de tantas cosas, para llegar a recogerle al colegio, para volver a tiempo de un viaje de darle un beso de buenas noches o de estar haciéndole el desayuno cuando se despertara. A tiempo de sus funciones de fin de curso, a alguna llegué directa recién aterrizada de un vuelo transoceánico sin pasar siquiera por casa. A tiempo de comidas, lavadoras, deberes, conversaciones infinitas y juegos. A tiempo de, en los últimos años, simplemente flotar a su alrededor. Que no sintiera que, por creer él que no me necesitaba ya, yo me había ido. La maternidad para mí ha sido la experiencia más gozosa que he tenido en mi vida, pero también la más agotadora. En parte porque quise una maternidad consciente y la elegí en soledad, en parte porque me lo exigí, en parte porque lo disfrutaba y no quería otra cosa… una mezcla de todo eso y mucho más. Una opción de vida.

Y, de repente, mi vida ha frenado de revoluciones. Incluso en algunos momentos hay tiempos en pausa. De momento me causan un deleite infinito. Porque hace tanto que no los vivía así en lo cotidiano que a veces me siento en el sillón y sólo escucho el silencio, o pongo mi música y me pongo a bailar sola en casa. Ambas son para mí formas de deleite infinito. No sé si seré capaz de mantener este nivel de consciencia en el tiempo o se me acabará escapando, como ocurre con tantas otras cosas, pero de momento es lo que me invade.

Porque además la marcha de mi hijo ha coincidido en el tiempo (esas coincidencias que no existen) con la ampliación del equipo de Espirales CI. Una ampliación que me ha dado por un lado el privilegio de trabajar de forma más continuada, además de con Javier como hasta ahora, con profesionales increíbles y personas espectaculares. Pero me ha dado algo más y es la posibilidad de poder decir que sí a un montón de propuestas, reclamos y necesidades a las que estábamos teniendo que decir que no, porque no dábamos a basto y nuestra agenda estaba ya desde hace tiempo completa a dos años vista. Y ahora, con el equipo ampliado, puedo decir que sí y cambiar mi rol, coordinar los proyectos, contenidos y metodología, pero no ejecutarlos directamente. El otro día me di cuenta de que el mismo día y al mismo tiempo Espirales CI estaba dando una formación en Córdoba, otra en Madrid, una supervisión de equipos en Galicia y yo presentando el último libro en Palma. Esa posibilidad me da paz, porque la necesidad es enorme y la consultoría es ya un equipo, no dos personas. Y porque siento que mi rol es mucho más eficaz de esta forma. Una forma que, de nuevo, me lleva a parar y a quedarme en casa.

A eso le uno el cambio en los espacios de la casa, quizá algo que pueda parecer trivial pero no lo es. José y yo hicimos juntos un cambio en la casa antes de que se fuera, un cambio que acordamos hace casi tres años cuando nos vinimos a vivir a esta casa y que por fin se hizo presente. Una limpieza en la que me ayudaron amigos también: regalar muebles, deshacerme de papeles, vaciar armarios, cambiar la disposición de la casa…y de repente hay espacio en todos lados, en los armarios, cuando entras al salón… Y es que cada vez siento necesitar menos. No hay cambio de armario en invierno o verano. No hay tele. Menos muebles. Y esa sensación de liberación que produce. Y la parte bonita de ver que este fin de semana, el primero que ha vuelto a casa después de irse, ha podido dormir igual con sus amigos en casa. El mismo lío de siempre.

Recuerdo que cuando me fui a estudiar fuera, mi madre me dijo que una vez al mes tenía que volver a casa, que el resto del tiempo viviera y disfrutara y viajara, pero que una vez al mes tenía que «tocar hogar». Así lo llamó. Y tenía razón, una vez más. Tocar hogar. Así que he repetido la pauta con mi hijo. Y cuando le llevaba al aeropuerto de vuelta pensaba una vez más en la sabiduría de mi madre. Tocar hogar, sacar sus dinosaurios de cuando era niño, ver una peli abrazados, traer a sus amigos a dormir después de la juerga correspondiente, ir a la playa con amigos, cenar en su segunda casa o desayunar en la terraza con su amigo mayor. Sentir que seguimos aquí si nos necesita. La certeza de saber quién es y el amor que ha creado en su vida. Una certeza que le constituye, como lo hizo conmigo en su momento.

Y se va y de nuevo me levanto en mis tiempos y mi espacios. Sintiendo que todo está bien. Sintiendo un orgullo indescriptible de él, de ver cómo se está convirtiendo en un hombre, haciéndose cargo de lavadoras, comidas, clases y creando su mundo propio. Sus propios tiempos y sus propios espacios. Que podrá compartir con quienes ama, incluida yo, pero serán los suyos. Sus tiempos y sus espacios. Salir al mundo con la certeza del amor que nos sostiene.

Qué fortuna…

Pepa

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