Érase una vez…
Una niña de ojos profundos. Cuando se acercaba a la gente, su mirada se hacía caricia y las personas lo notaban. A algunas les gustaba aunque otras sentían un escalofrío.
Las personas, cuando crecen, suelen olvidar que mirar es algo profundo y hermoso, pero también cansado. Si se mira con lentitud, cadencia y detalle, son infinidad las formas, los colores y las estrellas. Por eso, cuando la niña se cansaba, se refugiaba en brazos de su madre y escondía su rostro en su pecho. Allí cerraba los ojos y tan sólo escuchaba aquel hermoso corazón.
Otras veces, cuando su madre no estaba en casa, se metía en el cuarto de su hermano, en silencio, hasta que él le hablaba o le proponía jugar. Y las tardes volaban hasta menguar la luz, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
En el colegio todo era mucho más difícil. Nada más subir al autobús, eran muchos los niños que la miraban y ella sabía leer la tristeza y los miedos detrás de aquellas miradas. Luego el ruido de los pasillos, aquellas pizarras, las páginas de los libros llenas de secretos escondidos..a veces se quedaba mirando por la ventana sólo para ver un cielo de azules sutiles y espaciados.
Y todo aquello le dejaba dentro un caos de imágenes que apenas sabía ordenar. Demasiada información para aquellos ojitos profundos. Con el tiempo entendió además que lo que ella podía ver no todos los veían, sobre todo lo que habitaba en el corazón de las personas. Y empezó a tener miedo: miedo a quedarse sola, a que no la quisieran, a que el dolor que veía se le incrustara en el alma.
Su madre, cuando cada noche la abrazaba, se daba cuenta de que el corazón de la niña latía desbocado en su pecho y cada vez le costaba más acompasar su ritmo. Al mirar a la niña y ver la angustia en sus ojos, entendió que tenía que enseñarle el diccionario de las almas: aquel libro antiguo, tesoro escondido para muchos, que permite ordenar el caos, nombrar el dolor y expresar el amor.
Y, a partir de ese día, le fue enseñando las palabras de aquel diccionario: el temblor, la ternura, la penumbra, el gozo..y tantos otros.
De esa forma la niña perdió su miedo a mirar. Sabía que narrando y nombrando, hasta los monstruos de los cuentos empequeñecen. Aprendió que había palabras en ese diccionario que sólo la persona puede nombrar. Ella no debía correr, tenía que saber esperar, callada, a que las personas pudieran ver y nombrar lo que ella veía.
Aprendió mucho más tarde, cuando dejó de poder esconderse en el pecho de su madre, que hay dolores que carecen de palabra justa para ser nombrados. Y mucho, mucho más tarde, cuando sintió a su hijo acompasar su corazón al suyo, empezó a convertir aquel diccionario en pequeños cuentos o historias que inventaba para él cada noche.
Por el camino encontró personas que conocían aquel código desde muy antiguo y muchas otras que vivían perdidas sin él. Y alma a alma, desde su madre a su hijo, desde su hermano a sus sobrinos, de un alma a otra, supo que la vida son espirales: ser mirada y mirar, ser nombrada y nombrar, ser acariciada y acariciar.
Pasados los años, cuando aquella niña ya sólo vivía en el pecho de una mujer, seguía mirando el horizonte, el azul del cielo o del mar, para dar reposo a sus ojos de niña. Calla, le decían aquellos ojos, sólo mira y calla.
Pepa
En la reunión de Espirales CI, julio 2024