Sentirnos seguros

30 noviembre 2023
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Siempre lo he sentido así, pero en los últimos tiempos se ha vuelto certeza radical que los vínculos humanos tienen mucho más que ver con la seguridad que con el amor. Es algo que ha vuelto a mí en los últimos tiempos de infinitas formas: la certeza sobre la red afectiva protectora como condición para la salud mental; la certeza sobre lo difícil que es que el amor sobreviva cuando no se puede confiar; la certeza de que nuestro niño o niña interior sigue buscando año a año, relación a relación, volver a sentirse en hogar, cuidado, guarecido del temporal; la certeza sobre lo difícil que es llegar al número tres que necesito para dar un alta en consulta, tres personas que rodeen a la persona, que la cobijen y acompañen, y que ninguna de esas personas sea yo; la certeza sobre mi propia necesidad de sentirme a salvo, sobre lo fácil que me resulta la verticalidad y lo difícil que me resulta encontrar espacios de horizontalidad; la certeza de que el regreso de alguien amado quince años después te hace sentir algo más segura, algo más completa sin que lo supieras siquiera… y podría seguir.

Temblamos por dentro. Unas veces somos capaces de dejar que los demás lo vean, otras nos escondemos debajo de máscaras de lo más diverso. Pero la consciencia sobre nuestra pequeñez, nuestra vulnerabilidad y nuestra hermosura, todo junto, a veces abruma. Al menos a mí me abruma.

Llevo un año que me cuesta encontrar palabras para describirlo. Un año de cosecha. Ver a mi hijo volar y sentir un orgullo tan íntimo al mirarle, incluso con su temblor o precisamente por ese mismo temblor. Recibir en el trabajo regalos inmensos que me abruman y me colocan en otra liga en la que ni siquiera pude decidir si quería estar o no, pero en las que opté por estar (puede parecer incompatible, pero Dios sabe que no lo es, nunca mejor dicho). Esa maravillosa celebración de cumple, cada una de las celebraciones regalo que está trayendo a mi vida el nuevo libro o la vida misma. El poder «hacer de rica» sin serlo ni querer serlo y ser plenamente consciente de ese privilegio y desde la gratitud a la vida compartirlo con mi gente amada. Un proceso de sanación de la herencia transgeneracional. Las palabras de las presentaciones: la manta de colores, la luz, la conversación… Recuperar mis tiempos y mis espacios de los que hablaba en el post anterior y el gozo que traen. Viajar menos, más lento y más placentero.

Estoy cansada. Me siento vulnerable y al mismo tiempo más en mi ser que nunca. Es bonito y extraño. Y me hace temblar. Y vuelvo al comienzo: los vínculos nos hacen sentir seguros, nos dan un hogar. Sin ellos está la intemperie y hace frío. Todas las personas hacemos lo que tengamos que hacer para encontrar cobijo.

Pepa

 

Tiempos y espacios

15 octubre 2023
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El tiempo detenido. El espacio ampliado. Dos certezas que anidan en mí cada mañana al despertar.

Hace un par de meses mi hermana me preguntó en qué iba a cambiar mi vida ahora que mi hijo se iba a estudiar fuera. Lo primero que me nació contestarle fue «que voy a dejar de correr». Correr para volver a casa a tiempo de tantas cosas, para llegar a recogerle al colegio, para volver a tiempo de un viaje de darle un beso de buenas noches o de estar haciéndole el desayuno cuando se despertara. A tiempo de sus funciones de fin de curso, a alguna llegué directa recién aterrizada de un vuelo transoceánico sin pasar siquiera por casa. A tiempo de comidas, lavadoras, deberes, conversaciones infinitas y juegos. A tiempo de, en los últimos años, simplemente flotar a su alrededor. Que no sintiera que, por creer él que no me necesitaba ya, yo me había ido. La maternidad para mí ha sido la experiencia más gozosa que he tenido en mi vida, pero también la más agotadora. En parte porque quise una maternidad consciente y la elegí en soledad, en parte porque me lo exigí, en parte porque lo disfrutaba y no quería otra cosa… una mezcla de todo eso y mucho más. Una opción de vida.

Y, de repente, mi vida ha frenado de revoluciones. Incluso en algunos momentos hay tiempos en pausa. De momento me causan un deleite infinito. Porque hace tanto que no los vivía así en lo cotidiano que a veces me siento en el sillón y sólo escucho el silencio, o pongo mi música y me pongo a bailar sola en casa. Ambas son para mí formas de deleite infinito. No sé si seré capaz de mantener este nivel de consciencia en el tiempo o se me acabará escapando, como ocurre con tantas otras cosas, pero de momento es lo que me invade.

Porque además la marcha de mi hijo ha coincidido en el tiempo (esas coincidencias que no existen) con la ampliación del equipo de Espirales CI. Una ampliación que me ha dado por un lado el privilegio de trabajar de forma más continuada, además de con Javier como hasta ahora, con profesionales increíbles y personas espectaculares. Pero me ha dado algo más y es la posibilidad de poder decir que sí a un montón de propuestas, reclamos y necesidades a las que estábamos teniendo que decir que no, porque no dábamos a basto y nuestra agenda estaba ya desde hace tiempo completa a dos años vista. Y ahora, con el equipo ampliado, puedo decir que sí y cambiar mi rol, coordinar los proyectos, contenidos y metodología, pero no ejecutarlos directamente. El otro día me di cuenta de que el mismo día y al mismo tiempo Espirales CI estaba dando una formación en Córdoba, otra en Madrid, una supervisión de equipos en Galicia y yo presentando el último libro en Palma. Esa posibilidad me da paz, porque la necesidad es enorme y la consultoría es ya un equipo, no dos personas. Y porque siento que mi rol es mucho más eficaz de esta forma. Una forma que, de nuevo, me lleva a parar y a quedarme en casa.

A eso le uno el cambio en los espacios de la casa, quizá algo que pueda parecer trivial pero no lo es. José y yo hicimos juntos un cambio en la casa antes de que se fuera, un cambio que acordamos hace casi tres años cuando nos vinimos a vivir a esta casa y que por fin se hizo presente. Una limpieza en la que me ayudaron amigos también: regalar muebles, deshacerme de papeles, vaciar armarios, cambiar la disposición de la casa…y de repente hay espacio en todos lados, en los armarios, cuando entras al salón… Y es que cada vez siento necesitar menos. No hay cambio de armario en invierno o verano. No hay tele. Menos muebles. Y esa sensación de liberación que produce. Y la parte bonita de ver que este fin de semana, el primero que ha vuelto a casa después de irse, ha podido dormir igual con sus amigos en casa. El mismo lío de siempre.

Recuerdo que cuando me fui a estudiar fuera, mi madre me dijo que una vez al mes tenía que volver a casa, que el resto del tiempo viviera y disfrutara y viajara, pero que una vez al mes tenía que «tocar hogar». Así lo llamó. Y tenía razón, una vez más. Tocar hogar. Así que he repetido la pauta con mi hijo. Y cuando le llevaba al aeropuerto de vuelta pensaba una vez más en la sabiduría de mi madre. Tocar hogar, sacar sus dinosaurios de cuando era niño, ver una peli abrazados, traer a sus amigos a dormir después de la juerga correspondiente, ir a la playa con amigos, cenar en su segunda casa o desayunar en la terraza con su amigo mayor. Sentir que seguimos aquí si nos necesita. La certeza de saber quién es y el amor que ha creado en su vida. Una certeza que le constituye, como lo hizo conmigo en su momento.

Y se va y de nuevo me levanto en mis tiempos y mi espacios. Sintiendo que todo está bien. Sintiendo un orgullo indescriptible de él, de ver cómo se está convirtiendo en un hombre, haciéndose cargo de lavadoras, comidas, clases y creando su mundo propio. Sus propios tiempos y sus propios espacios. Que podrá compartir con quienes ama, incluida yo, pero serán los suyos. Sus tiempos y sus espacios. Salir al mundo con la certeza del amor que nos sostiene.

Qué fortuna…

Pepa

El alma en la piel

30 agosto 2023
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En cuatro días mi hijo se va de casa.

Tengo el alma en la piel.

16 años juntos. Ahora le toca volar. Y a mí volver a la soledad acompañada y ser hogar al que volver cuando le haga falta.

Hemos cambiado de sitio los muebles de casa, regalado algunos y hecho una limpieza muy fuerte. Es una casa diferente con mucho, mucho, mucho espacio diáfano. Me alegro de haberlo hecho antes de que se vaya. Y aún falta sacar sus cosas.

Lloro a ratos. A ratos siento vértigo. Otros le miro con orgullo. Y siempre agradecida.

La gente que me conoce bien lleva días enviándome mensajes. Es como cuando las mujeres paren, que hay personas que llegan al hospital y miran sólo al bebé y otras que miran y abrazan primero a la madre. La mirada a la madre. Una vez más, me siento cuidada.

Estos días pienso mucho en mi madre. Hoy pensaba que ella vivió este mismo desgarro cuando me fui de casa a estudiar a Madrid. Pero me he dado cuenta de que con una inmensa diferencia. Y es que ella sabía que se moría, que se le acababa el tiempo. Y renunciaba a ese último tiempo conmigo. Tenía a mi padre y a mis hermanos y eso lo hacía más fácil. Pero hoy de repente su generosidad, que siempre he tenido presente, se ha hecho mucho más radical. Mucho.

La verticalidad: mi madre y mi hijo. Mi piel.

Pepa

La ternura

26 agosto 2023
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En la celebración de mis cincuenta pasó algo muy curioso, entre otras muchas cosas bonitas. La gente, aún sin conocerse, se reconocía por los caminos del hotel. Sabían que eran del grupo de cumpleaños aunque no supieran los nombres ni por qué lo sabían, pero así era. Conforme he ido haciendo el relato post cumpleaños con la gente, muchas personas coincidían en lo impresionante que era que tanta gente de tantos lugares diferentes del mundo, con orígenes y vidas a veces significativamente diferentes, sintiera tener algo en común. Cuando lo decían, siempre apostillaban: «claro, eras tú nuestro nexo de unión«. Sin embargo, poniéndole consciencia me di cuenta de que había algo que unía a aquellas maravillosas personas que iba más allá de mí: su ternura. Todas y cada una de las personas que estuvieron en ese finde maravilloso y loco eran personas tiernas.

Y ahí me di cuenta de que tengo que añadir un criterio más a los que sigo en mi vida para establecer intimidad. No hablo de relacionarme, eso lo puedo hacer sin problema con cualquier persona. Hablo de crear un lazo de intimidad. Hace años que soy consciente de que no sé establecer intimidad con una persona si no me río con ella, el sentido del humor es mi primera criba. Tampoco sé hacerlo si no tiene una mínima cultura, y no hablo de libros y conocimientos académicos, sino de la vida, la apertura de mente y la sabiduría innata que cada día admiro más. Y, desde luego, no sé establecer intimidad con personas que me mienten. Aunque la honestidad acaba siendo más un criterio de exclusión, porque si te mienten lo descubres más adelante. A veces se intuye desde el principio, pero otras no. Pues este verano he descubierto el cuarto: la ternura. La ternura me abre el alma, me conmueve y me lleva a querer conocer a la persona que tengo delante. Me doy cuenta, además, de que es un criterio que se ha ido fortaleciendo con los años y con la maternidad: la ternura hacia mi hijo ha sido desde que soy madre la forma más directa de llegarme al corazón.

Cuando pienso en la ternura, la tendresa como la llaman en mi roqueta, hay cosas que surgen obvias pero hay otras que no lo son tanto. La ternura más obvia es la que surge hacia los bebés, los ancianos, los débiles y los que sufren. Pero ahí voy. La ternura no es la compasión. Mucha gente cree ser tierna y actúa desde la superioridad o la lejanía. Hay personas que hablan a los bebés como si fueran tontos. La ternura justamente es esa actitud que parte de reconocer, respetar y honrar la dignidad del otro. Mirar a esa persona como si fuera un regalo, porque lo es; una oportunidad asombrosa de conocer otra alma. Es verdad que es una ocasión que siempre surge más y de forma más radical cuando las personas sufren, porque están más dispuestas a mostrar su alma al sentirse vulnerables. Pero la ternura no es sólo el gesto: esa caricia en la cara, ese abrazo largo, esa mirada sostenida. Es también la forma de realizar ese gesto. Con autenticidad. Con el alma abierta. Desde la propia vulnerabilidad. Sólo es tierno de verdad quien está conmovido, y sólo se conmueve quien abre su alma lo suficiente.

Así que al final la ternura es una cualidad de los valientes. Las personas que están (estamos) dispuestas a mostrar nuestra vulnerabilidad, a dejarnos conmover y transformar por la vida, las que vemos el encuentro con otras personas como un regalo, un privilegio, casi una ceremonia.

Por eso yo soy tierna en mi trabajo como psicoterapeuta, porque a la consulta llega alguien dispuesto abrirme su alma y, da igual las veces que lo haya vivido, sigue pareciéndome un regalo indescriptible. En septiembre sale publicado mi último libro: «Aprendiendo a habitarnos. Un modelo de intervención psicoterapéutica con personas con historias de trauma«. Decidí correr el riesgo de contar el modelo que sigo en mi trabajo como psicoterapeuta. Describo lo que hago con las personas desde que llegan a consulta hasta que se van. Por si le pudiera servir a otros profesionales.  Por si alguien quiere tomar algo de ello. Creo que es de los libros más valientes que he escrito, desde luego de los más arriesgados junto a «Amor y violencia, la dimensión afectiva del maltrato» (2008). Y en el libro hablo mucho de la ternura. Para mí es un valor profesional, no sólo humano.

Por eso quiero personas tiernas en mi vida. Personas que abracen, que digan «te quiero», que acaricien, que me miren largo y sin miedo, que no tengan miedo a llorar o a reír a carcajadas, siempre que sea juntos. Personas capaces, como hizo mi hermano hace muchos años, de agarrarme de la mano sin decir nada durante todo el funeral de nuestra madre para que pudiera sostenerme. O de escucharme llorar al otro lado del teléfono sin decir nada, porque no hay nada que se pueda decir, como han hecho ya varias personas en mi vida. Personas capaces de hacer kilómetros y cocinar gambas cuando son lo único que da sentido. Personas que se tiren en el suelo a construir selvas, mares y diversos ecosistemas en la terraza de nuestra casa con mi hijo o que le acunen y le acaricien el pelo hasta que se quede dormido. O de las que le dan un masaje cada vez que él se pone de espaldas a ellos y dice «porfa». De ésas, por suerte, también ha habido varias. Personas que se alegren con mi alegría (he ahí una de las mejores formas de ternura) y las vea llorar emocionadas con algo bueno que me pasa porque entienden su significado más allá de lo evidente. Personas a las que les tiembla la voz cuando me presentan en un acto. Personas que me aplauden largo, muy largo… ¿sigo?

lo que nos da la ternura

 

Y, por supuesto, la ternura ha sido uno de mis pilares como madre. Quise hacer con mi hijo lo que mi madre logró hacer con nosotros, convertir la ternura en una constante, en algo innegable, en algo casi, casi palpable. Creo que lo conseguí. Y eso que hace algunos años mi hijo me dijo que le gustaba más calva, porque desde que me había quedado calva, era «más blandita». Ni se imaginaba entonces (creo que ahora ya casi con 17 años y a punto de irse de casa sí lo sabe) el camino que he recorrido en mi vida para dejar salir la ternura sin miedo. No tanto en la parte de dar ternura, que creo que siempre se me dio bien, sino en la de recibirla. Mis abrazos son una de mis mejores cualidades pero me costó tiempo aprender a dejarme temblar en el abrazo de otro. De hecho, a veces, aún me cuesta. Y como todo en la vida, también en la ternura, se vuelve profunda cuando es recíproca.

Este verano ha estado impregnado de ternura. En casa, entre mi hijo y yo, sabiendo los dos que nos llega la despedida. Ternura también de la gente que nos quiere hacia mi hijo en forma de cuevas, de habitaciones en sus casas, de escapadas y mimos asturianos y vascos, de comidas, de lágrimas y de abrazos. También para ellos es una despedida. Y ternura en forma de muchas miradas hacia mí. Muchas. Por no hablar de la ternura de nuestros ángeles favoreciendo en extremo mi habilidad logística.

La ternura es alimento para el alma. Y es algo que, por suerte, define mi vida y no puedo expresar la gratitud inmensa que siento por ello. Lo que sí puedo hacer es renovar cada día mi opción por ella. Por mi parte, sin propósito de enmienda.

Pepa

Treinta años

5 julio 2023
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Hoy es 5 de julio. Hoy se cumplen treinta años de la muerte de mi madre, nuestra madre. Y amanezco en Zaragoza viendo esto por la ventana.

Sé de sobra que no hay casualidades pero el amor con el que mis padres nos siguen cuidando desde el otro lado no deja de impresionarme.

Igual que me pasó cuando se cumplieron veinte años y me di cuenta de que a partir de ese día llevaba más tiempo viva sin ella que con ella, me ocurrió de nuevo el día de mi 50 cumpleaños. Hice consciente más que nunca su ausencia. En aquella sala llena de amor, de 130 personas apenas llegaban a 10 las personas que habían conocido a mi madre. Cuando se fue, me parecía inconcebible una vida sin ella y sin embargo así ha sido. La vida no nos dio elección. Una vida sin ella pero con la certeza de su presencia de amor.

Para empezar, sus nietos. Cómo me hubiera gustado que mi hijo José y mis sobrinos, Julia y David, la hubieran conocido! Son tres personas tan hermosas que ella hubiera gozado el ser su abuela. No tengo duda de que ejerce de abuela desde el cielo pero ojalá hubieran conocido sus abrazos y su mirada…  Y no se trata sólo de que ella fuera una mujer excepcional, que lo era. Simplemente es su abuela, nuestra madre. Y conocer a los abuelos es un privilegio impagable.

Mi madre, Mariasun Goicoechea, fue una mujer rompedora para su época. Con una infancia imposible de describir en este espacio, de las primeras generaciones de mujeres catedráticas de España, capaz de viajar sola por toda Europa en su coche en el final en los años cincuenta. Vivió en Alemania sola, viajó y trabajó por toda Europa hasta que en el lugar más inesperado, Zaragoza, mi ciudad, esa en la que amanezco hoy, conoció a mi padre y sin apenas pensarlo, se casó con un hombre viudo que ya tenía cinco hijos. Fue una persona capaz de sostener su enfermedad con dignidad y luchando por regalarnos a sus hijos tiempo a su lado. Mi madre fue todo eso y mucho más.

También fue como muchos dicen que soy yo 😉 mandona, intensa, extrema, radical en muchas cosas. Tuvo grandes amigos que siguen escribiéndome cada 5 de julio. Y generó en sus hijos un amor nítido que nos sigue uniendo hoy.

Con el tiempo me doy cuenta de que necesito menos cosas para explicar quienes fueron mis padres, que son las pequeñas vivencias, los gestos compartidos… todo eso lo que nos hace quienes somos. Como a cualquiera que me lea le puede pasar con su madre. Mi madre nos enseñó a amar en miles de pequeñas cosas. Así que voy a acabar este escrito con cosas pequeñas, vivencias de las que generan memoria corporal, ésa desde la que he criado a mi hijo de forma que habla de sus abuelos como si los hubiera conocido y trato de conservar esa memoria de amor en él y mis sobrinos.

Cuando sabía que se moría, un día me dijo en el coche: «Cuando muera no llores, Pepa, porque todo el amor que podría haberte dado ya te lo habré dado». Y ese amor tenía muchas formas, como cuando me sentaba delante del espejo cuando veía que venía triste del cole, de uno de esos días en los que había recibido más insultos de la media habitual por mi gordura y después de ducharme me hacía sentarme y me peinaba el pelo. Y mientras me peinaba iba diciéndome: «Has visto qué pelo más bonito tienes?.. Me encantan tus ojos..eres muy bonita..». Y yo me iba a dormir pensando que era preciosa y que los demás se lo perdían. O cuando entraba en mi habitación mientras hacía los deberes y me preguntaba qué estaba estudiando y yo le contaba mis cosas y ella escuchaba sin más, sentada en la cama. O cuando me escribía cartas sobre las cosas dolorosas que a veces no era capaz de decirme. O cuando me recibía en la puerta de casa los fines de semana que volvía a casa de Madrid los dos últimos años suyos, que fueron mis primeros de carrera, y me abrazaba largo, largo y me decía: «ya está, ya tienes tu dosis de mimos para el mes». Cuando ella se fue, mi padre continuó recibiéndome igual cuando volvía a casa y se lo agradecí infinito.

El amor se encarna, se hace vivencia. Es ese «dasein» alemán que ella me enseñó. Existir significa «estar ahí». Y eso he hecho este aniversario. He venido a celebrar el cumpleaños de mi sobrino hace dos días, he traído a una amiga del alma y a los dos amigos del alma de mi hijo para mostrarles de dónde venimos y cuál es nuestra familia, he venido a cenar y compartir risas y amor banal del bueno, del mejor.

Echo de menos hasta el dolor poder abrazarla. Lo demás sigue siendo vivencia presente. Ya son treinta años.

Pepa

 

 

Sin propósito de enmienda

5 mayo 2023
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He dejado pasar unos días antes de sentarme a escribir porque la emoción era tan plena, tan fuerte que me dejó sin palabras. Pero aquí sigo, tratando de encontrarlas. Y mira que es difícil que me quede sin palabras, pero así fue.

La semana pasada cumplí 50 años y este fin de semana vinieron a Mallorca desde diversas partes del mundo ciento treinta de las ciento cuarenta personas a las que propuse hace dos años la locura de venir a celebrarlo conmigo. En aquel primer mensaje les dije que lo único que quería para celebrarlo era tenerlos a mi lado. Lo dije pensando que no me harían caso, que me dirían esas cosas de «no sé lo que haré dentro de dos años» o «demasiada gente para mí» o «qué locura«. Pero no. Vinieron, algunos toda la familia, otros en pareja y otros solos, y nos metimos en un pequeño paraíso, un hotel al borde del mar del que no salimos en cuatro días. Un lugar que daba para estar solos cuando era necesario para cada uno, en pareja, en familia o en totalidad. Y a partir de ahí…

Vuelvo a casa llena de regalos que tienen que ver con mi placer y mi cuidado, está claro que tomaron buena nota de mi entrada anterior del blog ;-), un álbum maravilloso que ha coordinado mi hermano, un video increíble que hizo realidad Belén, una lista de spotify de canciones y otro álbum que hicieron durante la fiesta las fotógrafas maravillosas de diez y once años que teníamos en el grupo. Porque había de todo, desde un bebé de cuatro meses hasta varias personas que se acercan con gran elegancia a los ochenta años.

Pero sobre todo vuelvo a casa con una sensación única que se ha convertido en el lema de este encuentro: sin propósito de enmienda. Todo el mundo hablaba, y no les quito razón, de la locura de organizar la logística de algo así; el director del hotel me preguntó si yo trabajaba como organizadora de eventos; otra de las directoras no se resistió a preguntarme quién era yo y cómo había logrado reunir a un grupo tan increíble de gente que vino de todo el mundo. Hasta hubo un par de clientes que cuando nos vieron reír, bailar y abrazarnos le preguntaron al camarero si podían conocerme y si aquello era una secta.

Pero es que resulta que la vida va a mi favor, que nada de la logística falló, incluso uno de los coches que hacía de chófer se estropeó y su maravillosa conductora con algunos apoyos lo pudo arreglar sobre la marcha, todos los vuelos llegaron y salieron, todos los chóferes estaban esperando conmigo en el aeropuerto, hasta pude llevar ensaimada de la rica al recibir a los primeros y tener a desayunar a mi familia en casa… todo cuadró. Hizo un tiempo estupendo. El hotel era mejor incluso de lo que yo esperaba. Pero hubo más. Es lo que mi amigo Javier llama la confabulación divina. Cuando el amor y el gozo crean lazos entre gente que se ve por primera vez y sin embargo se reconoce en los relatos mil veces contados por mí, cuando personas de mundos dispares se encuentran y conversan como si lo hubieran hecho toda la vida y al final se crea un sentido de pertenencia a algo que es más hermoso que cada uno de los ciento treinta que estuvimos allí. Les escribí una carta a cada una de las personas para darles la bienvenida y las gracias por el esfuerzo que habían hecho para venir desde tan lejos en muchos casos. Eran cartas diferentes para cada una pero compartían la última línea en la que les decía que esta celebración que parecía caótica, tenía más orden del que parecía porque al ver la sala llena a quien se veía era a mí. Mis tres ciudades hogar: Zaragoza, Madrid, Palma. Mis vínculos más profundos. Mi memoria. Mi historia.

Me han llegado muchos ecos en los siguientes días, pero voy a tomar prestadas algunas frases que para mí resumen lo vivido: «fui a dar y volví llena», «he experimentado la definición de acogida muy profundamente, creo que más que nunca en mi vida», «mimo y ternura», «ahora sé a qué te referías cuando hablabas de la red», «bailes desaforados, cantos desafinados, conversaciones profundas, nubes arrebatadoras, baños helados, abrazos cálidos y risas, muchas risas«. Y la última frase la dijo José el primer día de vuelta en casa que al despertar me dijo «mamá, daría lo que fuera porque volviera a ser viernes por la mañana«. Y falta la memoria gráfica, porque hubo infinidad de fotos de un maravilloso fotógrafo, parte de la red. Pero esas las dejo para otros momentos.

Pues eso. Sin propósito de enmienda. Porque cuando se tiene el valor de abrir el corazón a recibir, aunque sea de gente que no conoces pasan cosas maravillosas que van mucho más allá de lo que yo imaginé al pensarlo y mandar aquel primer mensaje hace dos años. Sí, dos años. Sin propósito de enmienda. Porque si no recuerdo mal quedan algo más de 1800 días para la próxima.

Bendecida y agradecida,

Pepa

La segunda parte de mi vida

25 febrero 2023

No sé si es la segunda, o la cuarta según lo mire, o la continuidad de la tercera si pienso en los cambios geográficos que he hecho en mi vida (18 años en Zaragoza, 24 en Madrid y 8 en Mallorca). No sé qué número de parte es la que voy empezando y no es lo que importa. Lo que sí sé es que este año está siendo un año de mirar hacia dentro, de tomar perspectiva sobre mi vida y de puntos y aparte. Y todos los cierres conllevan nuevos comienzos.

La primera parte de mi vida ha tenido mucho, muchísimo que ver con cuidar. Cuidé a mi madre en su enfermedad hasta su muerte a mis 20 años. Y, poco más de un año después, empezó el cuidado de mi padre hasta su muerte, cuando había cumplido los 31. Tres años después llegó mi hijo, al que he cuidado durante los últimos 16 años de nuestras vidas. Elegí un trabajo que tiene todo que ver con el cuidar a personas que sufren. Y he cuidado y acompañado a las personas que he amado y amo a lo largo de toda mi vida.

Si tuviera que elegir un regalo que he tenido en mi vida sería justo el amor que hay detrás del cuidado que acabo de nombrar. Lo he dicho alguna vez ya, aprendí más de mis padres si cabe en su enfermedad y su muerte que en su vida. Su manera de afrontar el dolor, su dignidad, su alegría y a veces su desgarro. En cuanto a la maternidad, ser madre de mi hijo José ha sido sin duda la experiencia más radical que he tenido en mi vida. Radical en el sentido de transformadora, de generadora de cambios. La Pepa que existía antes de que él llegara a mi vida ya no existe, soy otra persona y soy mejor persona gracias a él. Y la red de amor que he creado a lo largo de los años, que me ha sostenido, cuidado y acompañado toda mi vida me hace sentirme amada cada día. Y el cuidado que he asumido en mi trabajo me ha dado el privilegio de sentir que trabajo en algo con sentido, en algo que merece la pena y eso no tiene precio.

Pero algo muy íntimo dentro de mí sabe que la segunda parte de mi vida tiene que ver con dejar de cuidar. Veo a mis amigos que están llegando a ese momento de la vida en la que toca cuidar a los hijos y a los padres ancianos al mismo tiempo, eso que sucede cuando la vida sigue el patrón más habitual. Los veo agotados, cansados y asustados y me recuerdo así en mi adolescencia, cuando no tocaba, cuando aquel cuidado para el que no estaba preparada dejó huella dentro de mí. Perder a nuestros padres es quedarse huérfano, tengas la edad que tengas. Da igual que tengas 20 o 50, para ese dolor no hay parangón, no hay palabras que lo definan. Sólo con el tiempo aprendes que el amor es más fuerte que la muerte y que siguen en ti. Y aprendes a vivir con el dolor de no poderlos abrazar. Pero la huella sí es diferente a los 20 que a los 50 y lo que seguro cambia son esos treinta años que caben en medio, donde hubieras querido tenerlos a tu lado y donde no tenerlos marca una forma de vivir y de afrontar la vida diferente. Ahora que llego a la edad a la que en la mayoría de los casos toca ver envejecer, enfermar y morir a los padres, pongo en perspectiva mi vida, el miedo de aquella Pepa de catorce años que vio enfermar a su madre. La miro, la reconozco y la abrazo más que nunca. Y eso que tuve la fortuna de que dejaran legatarios de su amor y de su cuidado hacia nosotros que permanecieron fieles a ese compromiso durante todos estos años: mi padrino y su mujer, mi tía Carmina y mi tío Miguel, mi segunda madre Aurora, Fernando y Javier.

Este año, si la vida no tiene otros planes, José se irá a estudiar fuera. Y con su salida de casa nuestra relación entrará en otra etapa, de hecho ya está ocurriendo ese cambio este año. Lo seguiré cuidando pero de otra forma. Y tocará dejarle hacerse adulto, crecer  y separarse aún sabiendo que la intimidad y la ternura permanecerán. Se acabaron las noches sin dormir, el volver corriendo de los viajes a última hora de la noche para poder estar cuando se despertara, las logísticas miles (la maternidad, lo digo siempre, es amor y logística), las planificaciones que había que cambiar y adaptar mil veces, las lavadoras, los deberes… y podría seguir. Se acabaron muchas cosas hacia una relación desde la intimidad, no desde la necesidad de cuidado. Siempre seré su madre, y nuestra relación siempre será un vínculo vertical (no horizontal). Lo será hasta que me muera e incluso después. Pero será de otra forma. Sin el cuidado cotidiano.

El trabajo sigue implicando cuidar, pero hace muchos años que aprendí a colocarlo en su lugar, esa fue la parte fácil aunque nadie me creyera al principio. Mis vacaciones, mis excedencias, mi agenda loca que me permite llevar una vida placentera… fue todo un ejercicio de consciencia. Como lo fue aprender a cuidar a mis amigos de otra forma, a que mi paz interior no se fuera con ellos, a que las pérdidas o las preocupaciones fueran parte de la vida sin generar angustia. Estar presente, seguir a su lado a mi forma, que es sólo mía, y sentirme orgullosa de mi forma de querer y dejar de excusarme por ella. Sobre todo cuando veo la increíble red de amor que esa forma mía de querer ha generado y cuando me siento bendecida y abrumada de la cantidad de amor que he recibido en reciprocidad por lo dado.

Así que afronto mis cincuenta y este comienzo de esa segunda parte de mi vida sabiendo que no habrá nadie a quien cuidar de forma cotidiana salvo a mí misma. La conquista del auto cuidado, que tiene que ver con dos palabras clave: descanso y placer. Mi vida ha bajado de ritmo (la roqueta ha ayudado también en eso, ya lo dije en mi última entrada), sigue siendo muy rápida para muchos pero a mí me gusta el ritmo que llevo ahora. Y el bajar el ritmo ha traído descanso a mi alma. Porque viéndolo en perspectiva, si ahora tuviera a mi Pepa de doce años delante sólo habría una cosa que le diría sabiendo lo que sé ahora. Le diría «no hace falta que te esfuerces tanto». Toca descansar y caminar lento. Estoy en ello, sigue siendo un aprendizaje para mí.

Y sobre el placer…qué decir! Quiero llenar la segunda parte de mi vida de mucho más placer. Siempre he sido una disfrutona, probablemente la capacidad de gozo que aprendí de mis padres me salvó más veces de las que fui consciente. Ya hice mi listado de cosas que me gustan hace un tiempo. Me gusta bañarme en el mar, reír, ver amanecer y atardecer, bailar y cantar desentonando, las pelis buenas, viajar, cuánto me gusta viajar!, sentarme al sol un día de invierno, un café con amigos y por encima de todo, conversar. Pero demasiado a menudo sacrifiqué el placer por el deber. Y ésa es mi otra tarea para esta segunda parte de mi vida. No quiero más deberes. Tengo la suerte de que el trabajo para mí no es un deber, pero hay muchas formas de vivirlo que pueden generar deberes internos. Y mi gente amada me conoce, porque hace mucho que logré aprender a mostrar mi vulnerabilidad y mi pequeñez, aunque todavía me salga de vez en cuanto hacerme la fuerte.

He llegado a un momento de mi vida en el que siento que no necesito demostrar nada más. Y desde ahí quiero seguir trabajando, amando y viviendo. Haciendo lo que quiera y crea cada vez. Me sé y me siento amada, me sé y me siento bendecida. Y lo que tenga que venir desde aquí, será siempre regalo.

La perspectiva y la consciencia dan un valor diferente a lo vivido y a lo que me queda por vivir. Eso y una inmensa sensación de gratitud. Como dice la canción: «gracias a la vida, que me ha dado tanto».

Pepa

Horizontes y geografías

3 noviembre 2022

Llevo años viviendo frente al mar. Con el tiempo he comprendido que es el horizonte, la inmensidad, la que abre el alma. Ver el mar al levantarme y al acostarme, levantar la mirada y ver la inmensidad hace que el alma vuele. Al menos mi alma.

He hablado muchas veces en estas páginas de mi «geografía interior», de cómo he llegado a comprender a través de mis viajes lo que significa la geografía de verdad para el ser humano. Cómo el frío o el calor o la montaña o el mar o una gran ciudad o un desierto configuran la forma de sentir y vivir de las personas. Y lo he podido comprobar en mi propia piel y en la de mi hijo al pasar de vivir en una gran ciudad (y eso que éramos inmensamente afortunados porque vivíamos frente a un parque y escuchábamos pájaros cada mañana y veíamos verde) a vivir frente al mar, frente a esta maravilla de amaneceres cotidianos.

Del mismo modo, vivir en una isla tiene una carga simbólica que va mucho más allá de lo que se pueda describir. Vivir en un lugar con límites, expuesto a la inmensidad y pequeño genera un universo interior en sus gentes que cambia los ritmos, las expectativas y la forma de pensar. Pasa lo mismo que cuando vives rodeado permanentemente de hermosura, que creces dándola por obvia. Eso también genera una forma de estar en el mundo.

En mi trabajo trato constantemente de que quienes trabajan con niños, niñas y adolescentes vean los entornos como parte de su intervención. Las paredes de los lugares transmiten mensajes a las personas y generan un aire de buen trato o mal trato. Necesitamos crear entornos seguros y protectores para las personas. Ese concepto clave es la aplicación profesional de lo que trato de decir y de lo que siento cada mañana cuando me despierto viendo el horizonte. Hay algo dentro de mí que conecta interiormente con la belleza, la hermosura y la esperanza de forma automática. Y sobre todo con el privilegio de mi vida y un inmenso agradecimiento. Soy consciente de lo que tengo, de lo que he conseguido y de lo que la vida me ha regalado.

Este año que cumpliré 50 está teniendo que ver mucho con eso: con el agradecimiento. Recibí y sigo recibiendo el amor que me sostiene y me lleva de la mano tanto en el gozo como en el dolor. El amor de las personas que nos quieren, de mi red afectiva, pero amor también en el horizonte cada mañana. Amor en este lado de la vida y desde el otro también. El amor es lo único que vence a la muerte y cada día me siento cuidada y sostenida. Miro a mi hijo, al hombre valiente y precioso en el que se está convirtiendo, miro nuestro hogar, nuestra red, nuestra vida en general y no puedo dejar de conmoverme. Hace unos días tuve una conversación con la persona que probablemente más me conoce y quizá mejor ha sabido quererme y hablábamos del camino, de cómo podía haber sido totalmente diferente, de cómo perseveré y confié. Y cuanto más lo hago, cuanto más confío, más encaja todo. Hacerlo ahora resulta fácil, pero hubo momentos en que no lo fue.

Acabo con dos regalos. Por un lado, quiero incluir aquí un artículo que escribí hace poco que se refiere también a todo esto:  «Individuo, comunidad, sistema«. Habla de lo que he aprendido de la geografía humana en mis viajes por el mundo. Por si los que leéis este blog y no el de Espirales CI queréis leerlo.

Y por otro, una canción como homenaje a la roqueta, al horizonte frente al mar, a la vida. En este idioma que ya es también un poco mío. Habla de todo esto, de las cosas sencillas como decir «t´estim». Y sí, soy de las que tengo un «cor rebel», un corazón rebelde, alimentado por este horizonte.

Abrazo inmenso,
Pepa

Final de verano

3 septiembre 2022

Con el paso de los años me doy cuenta de cómo voy construyendo pequeños ritos de paso. Y sentarme a escribir en este pequeño universo mío, que es también vuestro, forma parte de mis rituales de final de verano. Significa que voy volviendo a la cotidianidad, al trabajo, a la conexión con el mundo.

Estos días lo estoy comentando mucho con mis amigos. La palabra que define este verano es tranquilidad. Ha sido un verano tranquilo con tres o cuatro momentos muy especiales, rotundos o sutiles, pero de los que permanecen en el alma:  la casa de Carol, el viaje a Escocia de José con dos aviones, un taxi y un autobus, doce horas solo; los abrazos valencianos, madrileños y zaragozanos; una mañana en el parque y otra en un hotel; una playa que desaparece al mediodía y un porche frente al mar con una primera copa de vino; una conversación ante mi hijo y mis sobrinos y un par de abrazos de bienvenida a casa dentro del mar. Pero el resto ha sido simplemente tranquilo. He estado con mi gente amada, conversaciones largas y sin prisas, de esas de alma que son mi vicio particular. Me he bañado en piscinas y mares, he dormido hasta tarde, he abrazado mucho, mucho, he leído, he escrito un nuevo libro y me he visto la serie «This is us» entera.

Sí, entera 😉 y merece un pequeño comentario. Todo el mundo me perseguía para que la viera pero como me engancho con las series hace años que trato de no ver más que miniseries y ésta eran seis temporadas de 18 capítulos de casi una hora cada uno, demasiado! Pero cuando mi sobrino Mario me dijo «tía, tienes que verla», ya no pude decir que no. Y tal cual. Espectacular, guiones impagables, personajes que son tal cual. Varias de las cosas que narra una de las protagonistas con obesidad mórbida las he vivido yo tal cual (esa nota de las amigas en la piscina diciéndole que no quieren que vaya con ellas porque les da asco la he recibido yo tres veces en mi vida casi literalmente, la variación fue en la tercera ocasión, que fue ya en la adolescencia y lo que decían era que si iba con ellas espantaba a los chicos… Son vivencias que llevas dentro y que ya no duelen pero dolieron infinito y sobre todo me formaron como persona). Y el otro hijo con su historia de la adopción pensando en mi hijo y en mí como familia… una de esas series en las que al final el amor tiene más que ver con aceptar a la gente que amas como es, sin tratar de cambiarla. Donde el personaje más idealizado es también el que en realidad genera las heridas más profundas en sus hijos casi sin quererlo, sin buscarlo o incluso buscando justamente lo contrario. Y llena de conversaciones que podré usar profesionalmente porque describen con sutileza y exactitud experiencias difíciles de trasmitir. Un regalo, aunque me haya resistido tiempo a ello, todo un regalo.

Este verano he sido consciente de lo que ha crecido mi hijo y mis sobrinos, que uno de los grandes regalos de este verano ha sido que volvieran a venir a Mallorca. Los veo crecer y pienso en las personas increíbles en las que se han convertido. Y me asombra empezar a ver la cosecha de tantos años de siembra.

José va poco a poco bajando el acelere para ganar solidez, serenidad. Se está convirtiendo en un adulto tierno y divertido, cabezota y chulillo aún pero consciente al fin de su valía. De hecho, ya hemos llegado a la época de la vida de vidas paralelas. Por fin 😉 Él tiene sus planes y yo los míos. Y luego nos sentamos a desayunar o a comer juntos, nos miramos y nos contamos. Y cada vez me toca callar más (en lo del silencio llevo ya más de un año) y escuchar, sólo hacer de eco. He tenido conversaciones con él, con mis sobrinos, con Héctor su amigo del alma y con otros amigos que han pasado por casa en las que casi, casi parece que ya hablas con adultos.

Sólo lo parece porque luego aparece la adolescencia y los escuchas creyendo que han comprado la verdad en el mercado de la esquina, que saben más que tú, que tú no te enteras porque la vida ha cambiado y ya no sabes cómo funcionan las cosas, y que «ay, mamá, qué pesada eres!» y te sonríes recordándote diciendo esas cosas tal cual a tus padres, a veces con palabras textuales que la vida te devuelve en forma de espejo amoroso. Hasta que todo eso va bajando y ellos también acaban escuchando y quedándose silenciosos con lo que les dices. Conversaciones en las que sientes que logras afianzar algunas certezas que son valiosas, que son necesarias. Y luego acaba y piensas: veremos cuándo llega la próxima. Lo escribí hace tiempo y me he ido reforzando en ello estos últimos dos años, la adolescencia va de flotar. Flotar alrededor. Hacer de pared en determinados momentos y el resto flotar alrededor. Para captar, enterarse y cazar esos pequeños momentos en los que puedes ayudar a estructurar, a dar forma, a crear certeza.

De hecho escribo estas letras después de haber tenido a seis adolescentes durmiendo en casa. Playa y disco, colchones en el suelo, pelis hasta las x, desayunar sin haber dormido casi… la felicidad. Y yo haciendome la dormida con un par de pequeños límites previos.

Haber llegado hasta aquí es sencillamente un gozo.  Y no me refiero sólo a José. Hablo de mí, de esta paz interior, esa sensación de no tener ya nada que demostrar, la sensación de no necesitar correr, la consciencia del privilegio de tanto y tanto amor y tantas conversaciones impagables. Este curso (sigo midiendo los años por cursos) cumplo 50 años y cuando pienso en el camino me parece increíble dónde estoy y me invade un profundo agradecimiento, pero también un reconocimiento hacia mí misma, hacia mi valor y mi resistencia. Este verano un amigo me enseñó esta canción, que no conocía a pesar de mi debilidad por Rozalén, y habla justamente de una pequeña parte de a lo que me refiero.

Me nace honrar mi camino y abrazarme mucho y bien. Este verano cuando mi segunda madre, Aurora, me vio, me dijo «Creo que nunca te he visto tan bien como ahora» Y, como tantas y tantas otras veces, creo que tiene razón.

Ha sido un verano tranquilo. Y debajo de esa tranquilidad pasan cosas importantes, sutiles pero importantes. Pero sobre todo hay una infinita hermosura.

Abrazo inmenso,

Pepa

Injusticia y reciprocidad

18 junio 2022
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Una de las paradojas más bonitas pero también más complejas del ser humano son nuestras narrativas internas. Las construimos desde las vivencias que vamos acumulando y luego esas mismas narrativas determinan nuestras vivencias posteriores. Determinan aquello a lo que nos abrimos y aquello de lo que mantenemos distante. Aquello y aquellos, sobre todo aquellos y aquellas.

Y de esas narrativas hay dos que, cuanto más las escucho más claro me llega el daño que producen. Un daño que veo en la consulta, en mi vida profesional en todos los ámbitos, y en mi vida personal. Y me pregunto cuánto habré sido capaz de deshacerlas interiormente.

La primera narrativa dañina para mí es la de que «la vida ha de ser justa». Esa frase tan y tan repetida «¡esto es injusto!» o «Qué injusta es la vida!». Me pregunto siempre en qué momento nos creímos eso de que la vida tenía que ser justa, porque a mínimo que mires la vida te das cuenta de que no lo es. La vida para mí es como una moneda de dos caras, una cara es bella pero la otra es cruel, y ambas van juntas, no las puedes separar, toca asumirlas unidas en una. Pero desde luego uno de sus rostros es la crueldad. Y no hablo sólo de la crueldad humana, que por supuesto, hablo de la misma naturaleza. Que la vida esté ordenada, que todo esté entrelazado no significa que ese orden sea un orden justo. En la naturaleza unas especies viven de otras en un orden fascinante, pero todo menos justo. Todo el ecosistema, del que no somos más que una ínfima, frágil y valiosa parte, funciona de forma cruel.

Defender la justicia como un valor humano, como un valor moral, no significa que la convirtamos en condición, en deuda, en lo que «debe ser». La vida no debe ser justa. No lo es. Y me parece clave dejar de esperar esa justicia como algo que la vida nos debe y empezar a plantearlo como lo que es: una conquista. Algo que a veces logramos desde nuestra parte humana, desde nuestra parte de especie consciente que puede lograr la justicia como un logro colectivo. Y lo consigue desde su capacidad de conectar con el dolor del otro y también con su valía.

Veo a tantas personas enganchadas a la rabia por lo que les sucede como si fuera una especie de pozo sin fondo, esperando que la vida les trate como ellos desearían y enfadados porque no lo es… A menudo me doy cuenta de que esa rabia tiene mucho que ver con no poder sostener las preguntas sin respuesta a las que nos conduce la consciencia de nuestra fragilidad. ¿Por qué a mí? ¿Por qué tanto? ¿Por qué ahora? No hay respuesta. No la hay para el dolor pero tampoco para el gozo. ¿Por qué me ha tocado a mí el gozo, el privilegio y la fortuna? Porque hay algunas cosas que depende de lo que hacemos y de cómo lo que hacemos, pero las más importantes no. La familia en la que hemos nacido, la enfermedad, la muerte, que otra persona nos quiera (querer sí lo decidimos, pero que nos quieran no). Yo soy consciente de ser una privilegiada absoluta y sé que muchas cosas que he logrado son resultado de mi esfuerzo, mi trabajo personal y mi consciencia. Pero otras mil no.

No tengo respuestas para las preguntas existenciales y me parece que la única forma coherente de vivir mi vida es sostener las preguntas sin respuesta. No sé cuál es la respuesta y eso duele, y me hace sentir a menudo impotencia, sobre todo cuando lo que me toca atravesar es mi dolor o el dolor de quienes amo. Pero sé que a mí me ha tocado la parte privilegiada de un mundo cruel. En muchísimos más sentidos de los que sé expresar. La vida no es justa. El ser humano a veces, en pocas y valiosas ocasiones, genera y logra justicia. Pero la vida no lo es. Ni podemos esperar que lo sea.

Y la otra narración que para mí es dañina es la del «amor incondicional». Y esta segunda narrativa trato de combatirla de forma consciente allá donde puedo. El amor sano es el recíproco. La reciprocidad es una de las condiciones de las vinculaciones sanas. Dentro de ese esquema que trabajo siempre de la diferencia entre los vínculos verticales y los vínculos horizontales (que curiosamente es una de las entradas más vistas de este blog y mira que han pasado años desde que la escribí en el 2012). En los vínculos horizontales me parece nuclear no establecerlos desde la incondicionalidad sino desde la reciprocidad. Porque si damos demasiado, colocamos al otro en posición de deuda y viceversa. Es necesario aprender a dar y aprender a recibir. Y hay muchas personas a las que aprender a recibir les cuesta mucho más de lo que pueda parecer. Pero si no sé recibir impido también al otro dar.

Pero me parece fundamental deshacer también la idea de «incondicionalidad» asociada a los vínculos verticales. Sólo hay dos vínculos verticales, el parento filial y el profesional (los roles profesionales de cuidado). En realidad, vínculos verticales no son sólo las madres y los padres sino todos aquellos que ejercieron de figuras de cuidado. Yo lo he explicado muchas veces pero mi padrino (hoy era su cumpleaños, y lo sigo añorando tanto!), mi tía Carmina y Aurora, la mejor amiga de mi madre, fueron vínculos verticales para mí, fueron refugio (Aurora lo sigue siendo en vida, por suerte).

Son vínculos en los que la verticalidad es garantía de seguridad y cuidado. Vínculos que garantizan nuestra supervivencia y pleno desarrollo. Y no lo hacen sólo desde el amor sino desde el cuidado. Es el cuidado el que genera seguridad y esa seguridad externa genera estructura interna. Esa es la función básica de la figura de apego, que sería como se llaman técnicamente los vínculos verticales. Qué importante es comprender que no somos amigos de nuestros hijos ni debemos serlo, que siendo madres y padres les damos refugio y alas, les damos un lugar al que volver. Y cómo duele cuando pasamos a ser padres de nuestros padres, a tenerles que cuidar porque su fragilidad se impone y cambia el orden de la verticalidad. Y digo que duele no sólo por ver a nuestras figuras parentales envejecer y enfermar, sino porque eso supone quedarse sin refugio, dejar de tener esa casa, ese hogar, ese abrazo que fue sostén y fuerza.

Y, sin embargo, qué importante es cuestionarse hasta qué punto las figuras verticales son (somos) capaces de ser incondicionales. Porque intuyo que, a mínimo que le pongamos consciencia, en muchos casos ese refugio no lo es. Educamos a nuestros hijos e hijas para que sean como nosotros queremos que sean, elegimos cómo visten, su colegio, sus relaciones, sus creencias… ¿Realmente somos incondicionales? ¿Lo fueron nuestras figuras parentales con nosotros? Probablemente sea la relación que más se parece a la incondicionalidad, pero no creo que lo sea. Creo que nuestras expectativas, el proyecto de vida que definimos para aquellos cuya crianza y educación asumimos determina enormemente lo que les permitimos. Luego vuelan y nos ponen a prueba y, probablemente, sea ahí cuando nuestra incondicionalidad se demuestra. Y en esto hay una diversidad enorme que no permite establecer una regla. Quienes me leéis tendréis experiencias muy diversas tanto con vuestras figuras parentales como si sois madres o padres. Pero para mí tiene valor en sí mismo plantearse si realmente somos incondicionales o no. Es más, si nos sentimos capaces de serlo.

Porque en las relaciones profesionales de cuidado (que son y deben ser verticales) nos es más fácil asumir que no somos incondicionales. Pero cuando se trata de nuestras figuras de apego, de algo tan nuclear, necesitamos salvarles. Porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Cuando hace muchos años empecé a trabajar para tratar de eliminar el castigo físico de la crianza de los niños, niñas y adolescentes, cuando lo trabajaba con las familias en cursos y talleres, las personas no me decían: «Pues yo ayer le pegué a mi hijo y no le pasó nada«. La gente siempre me decía (y me sigue diciendo): «pues mi madre me pegaba y no me ha dejado ningún trauma» o «pues mi padre me pegaba y eso me ha hecho ser quien soy«. Necesitamos salvar nuestro refugio, nuestras figuras verticales, porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Aprender a vivir a la intemperie. Saber que el refugio cuando somos adultos somos nosotros mismos y nuestra red de vínculos horizontales. Y establecer una relación con nuestras familias desde la aceptación de sus limitaciones es un camino largo. Pero en fin, eso es para otro día 😉 me basta con nombrar el cuestionamiento.

Creo que estas dos narrativas internas, cuanto menos idealizadas están, más salud mental conllevan. Porque esa  idealización genera un nivel de exigencia y una sensación de impotencia y frustración que acaban dañando a la persona. Deshacer los ideales, asumir la vulnerabilidad y la fragilidad…vivir desde la compasión, hacia mí misma y hacia los demás.

Abrazo grande,

Pepa

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