Una de las paradojas más bonitas pero también más complejas del ser humano son nuestras narrativas internas. Las construimos desde las vivencias que vamos acumulando y luego esas mismas narrativas determinan nuestras vivencias posteriores. Determinan aquello a lo que nos abrimos y aquello de lo que mantenemos distante. Aquello y aquellos, sobre todo aquellos y aquellas.
Y de esas narrativas hay dos que, cuanto más las escucho más claro me llega el daño que producen. Un daño que veo en la consulta, en mi vida profesional en todos los ámbitos, y en mi vida personal. Y me pregunto cuánto habré sido capaz de deshacerlas interiormente.
La primera narrativa dañina para mí es la de que «la vida ha de ser justa». Esa frase tan y tan repetida «¡esto es injusto!» o «Qué injusta es la vida!». Me pregunto siempre en qué momento nos creímos eso de que la vida tenía que ser justa, porque a mínimo que mires la vida te das cuenta de que no lo es. La vida para mí es como una moneda de dos caras, una cara es bella pero la otra es cruel, y ambas van juntas, no las puedes separar, toca asumirlas unidas en una. Pero desde luego uno de sus rostros es la crueldad. Y no hablo sólo de la crueldad humana, que por supuesto, hablo de la misma naturaleza. Que la vida esté ordenada, que todo esté entrelazado no significa que ese orden sea un orden justo. En la naturaleza unas especies viven de otras en un orden fascinante, pero todo menos justo. Todo el ecosistema, del que no somos más que una ínfima, frágil y valiosa parte, funciona de forma cruel.
Defender la justicia como un valor humano, como un valor moral, no significa que la convirtamos en condición, en deuda, en lo que «debe ser». La vida no debe ser justa. No lo es. Y me parece clave dejar de esperar esa justicia como algo que la vida nos debe y empezar a plantearlo como lo que es: una conquista. Algo que a veces logramos desde nuestra parte humana, desde nuestra parte de especie consciente que puede lograr la justicia como un logro colectivo. Y lo consigue desde su capacidad de conectar con el dolor del otro y también con su valía.
Veo a tantas personas enganchadas a la rabia por lo que les sucede como si fuera una especie de pozo sin fondo, esperando que la vida les trate como ellos desearían y enfadados porque no lo es… A menudo me doy cuenta de que esa rabia tiene mucho que ver con no poder sostener las preguntas sin respuesta a las que nos conduce la consciencia de nuestra fragilidad. ¿Por qué a mí? ¿Por qué tanto? ¿Por qué ahora? No hay respuesta. No la hay para el dolor pero tampoco para el gozo. ¿Por qué me ha tocado a mí el gozo, el privilegio y la fortuna? Porque hay algunas cosas que depende de lo que hacemos y de cómo lo que hacemos, pero las más importantes no. La familia en la que hemos nacido, la enfermedad, la muerte, que otra persona nos quiera (querer sí lo decidimos, pero que nos quieran no). Yo soy consciente de ser una privilegiada absoluta y sé que muchas cosas que he logrado son resultado de mi esfuerzo, mi trabajo personal y mi consciencia. Pero otras mil no.
No tengo respuestas para las preguntas existenciales y me parece que la única forma coherente de vivir mi vida es sostener las preguntas sin respuesta. No sé cuál es la respuesta y eso duele, y me hace sentir a menudo impotencia, sobre todo cuando lo que me toca atravesar es mi dolor o el dolor de quienes amo. Pero sé que a mí me ha tocado la parte privilegiada de un mundo cruel. En muchísimos más sentidos de los que sé expresar. La vida no es justa. El ser humano a veces, en pocas y valiosas ocasiones, genera y logra justicia. Pero la vida no lo es. Ni podemos esperar que lo sea.
Y la otra narración que para mí es dañina es la del «amor incondicional». Y esta segunda narrativa trato de combatirla de forma consciente allá donde puedo. El amor sano es el recíproco. La reciprocidad es una de las condiciones de las vinculaciones sanas. Dentro de ese esquema que trabajo siempre de la diferencia entre los vínculos verticales y los vínculos horizontales (que curiosamente es una de las entradas más vistas de este blog y mira que han pasado años desde que la escribí en el 2012). En los vínculos horizontales me parece nuclear no establecerlos desde la incondicionalidad sino desde la reciprocidad. Porque si damos demasiado, colocamos al otro en posición de deuda y viceversa. Es necesario aprender a dar y aprender a recibir. Y hay muchas personas a las que aprender a recibir les cuesta mucho más de lo que pueda parecer. Pero si no sé recibir impido también al otro dar.
Pero me parece fundamental deshacer también la idea de «incondicionalidad» asociada a los vínculos verticales. Sólo hay dos vínculos verticales, el parento filial y el profesional (los roles profesionales de cuidado). En realidad, vínculos verticales no son sólo las madres y los padres sino todos aquellos que ejercieron de figuras de cuidado. Yo lo he explicado muchas veces pero mi padrino (hoy era su cumpleaños, y lo sigo añorando tanto!), mi tía Carmina y Aurora, la mejor amiga de mi madre, fueron vínculos verticales para mí, fueron refugio (Aurora lo sigue siendo en vida, por suerte).
Son vínculos en los que la verticalidad es garantía de seguridad y cuidado. Vínculos que garantizan nuestra supervivencia y pleno desarrollo. Y no lo hacen sólo desde el amor sino desde el cuidado. Es el cuidado el que genera seguridad y esa seguridad externa genera estructura interna. Esa es la función básica de la figura de apego, que sería como se llaman técnicamente los vínculos verticales. Qué importante es comprender que no somos amigos de nuestros hijos ni debemos serlo, que siendo madres y padres les damos refugio y alas, les damos un lugar al que volver. Y cómo duele cuando pasamos a ser padres de nuestros padres, a tenerles que cuidar porque su fragilidad se impone y cambia el orden de la verticalidad. Y digo que duele no sólo por ver a nuestras figuras parentales envejecer y enfermar, sino porque eso supone quedarse sin refugio, dejar de tener esa casa, ese hogar, ese abrazo que fue sostén y fuerza.
Y, sin embargo, qué importante es cuestionarse hasta qué punto las figuras verticales son (somos) capaces de ser incondicionales. Porque intuyo que, a mínimo que le pongamos consciencia, en muchos casos ese refugio no lo es. Educamos a nuestros hijos e hijas para que sean como nosotros queremos que sean, elegimos cómo visten, su colegio, sus relaciones, sus creencias… ¿Realmente somos incondicionales? ¿Lo fueron nuestras figuras parentales con nosotros? Probablemente sea la relación que más se parece a la incondicionalidad, pero no creo que lo sea. Creo que nuestras expectativas, el proyecto de vida que definimos para aquellos cuya crianza y educación asumimos determina enormemente lo que les permitimos. Luego vuelan y nos ponen a prueba y, probablemente, sea ahí cuando nuestra incondicionalidad se demuestra. Y en esto hay una diversidad enorme que no permite establecer una regla. Quienes me leéis tendréis experiencias muy diversas tanto con vuestras figuras parentales como si sois madres o padres. Pero para mí tiene valor en sí mismo plantearse si realmente somos incondicionales o no. Es más, si nos sentimos capaces de serlo.
Porque en las relaciones profesionales de cuidado (que son y deben ser verticales) nos es más fácil asumir que no somos incondicionales. Pero cuando se trata de nuestras figuras de apego, de algo tan nuclear, necesitamos salvarles. Porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Cuando hace muchos años empecé a trabajar para tratar de eliminar el castigo físico de la crianza de los niños, niñas y adolescentes, cuando lo trabajaba con las familias en cursos y talleres, las personas no me decían: «Pues yo ayer le pegué a mi hijo y no le pasó nada«. La gente siempre me decía (y me sigue diciendo): «pues mi madre me pegaba y no me ha dejado ningún trauma» o «pues mi padre me pegaba y eso me ha hecho ser quien soy«. Necesitamos salvar nuestro refugio, nuestras figuras verticales, porque salvarles a ellos es salvarnos a nosotros mismos. Aprender a vivir a la intemperie. Saber que el refugio cuando somos adultos somos nosotros mismos y nuestra red de vínculos horizontales. Y establecer una relación con nuestras familias desde la aceptación de sus limitaciones es un camino largo. Pero en fin, eso es para otro día 😉 me basta con nombrar el cuestionamiento.
Creo que estas dos narrativas internas, cuanto menos idealizadas están, más salud mental conllevan. Porque esa idealización genera un nivel de exigencia y una sensación de impotencia y frustración que acaban dañando a la persona. Deshacer los ideales, asumir la vulnerabilidad y la fragilidad…vivir desde la compasión, hacia mí misma y hacia los demás.
Abrazo grande,
Pepa