7 veces 7

10 mayo 2022
Etiquetas: ,

Leo la fecha de mi última entrada..febrero! Ni siquiera he escrito este año por mis 49! Increíble!

Este año 2022 sigue la pauta de aquella nochevieja en la que lo empecé en el hotel de Zaragoza. La pauta es la intensidad. Mi vida para mucha gente es intensa, sin embargo para mí llevaba muchos años siendo plácida. No hablo del movimiento, ni del ruido externo, ni del caos o el miedo. Hablo de la paz interna, de ese lugar al que llegas cuando no tienes miedo, cuando te invade la sensación de que no tienes ya nada que demostrar a nadie. Sólo vivir.

Pero este año he recuperado ese vértigo en el estómago que anida en mí cuando la vida va más deprisa que yo, cuando los acontecimientos se suceden a un ritmo tan vertiginoso que apenas puedo digerirlos de uno en otro. Cada vez aprecio más volver de viaje por la mañana y tener todo el día para procesar antes de reincorporarme a la rutina al día siguiente en vez de apurar las horas y volver tarde de viaje. No tener que salir corriendo al aeropuerto,  poder pasear o el tiempo de viaje en coche conversando y escuchando música. Tiempos lentos, pausados, míos.

Pero éste es mi año 7. Sé que a muchos les sonará a tontería pero hace años me contaron que la vida parece organizarse en ciclos de siete años, que los grandes cambios suceden en los años 6, 7 y 1 y del 2 al 5 son años de integración. Al principio, cuando me lo contaron, me sonreí. Hasta que me puse a hacer mi listado: 7 años, 14 años, 21, 28, 35, 42…el último 7 nos vinimos a vivir a Palma. Y el anterior adopté a mi hijo. Y para atrás…todos los acontecimientos claves de mi vida se sitúan en año 7 o 1. Y este año es mi siguiente 7. He cumplido 49. El año que viene celebro los 50.

Me tomé el día libre, es una costumbre que tengo hace unos años, no trabajar el día de mi cumpleaños. Me fui a pasear frente al mar. Había celebrado el día anterior con mis amigos de la roqueta y ese día paseé y me dediqué a hablar por teléfono, tomé un café con una amiga, comí con otra y pasé la tarde con mi hijo. Y por la tarde me llegó un regalo profundo, y más llamadas y mensajes de las que puedo narrar.

Y cuando estaba frente al mar pensaba en mi año 7. Y en mis 50. Pensaba en que, si todo va bien y la vida no tiene otros planes para nosotros, mi hijo se irá el año que viene a estudiar fuera. Nos tocará separarnos después de 17 años. Pensaba en mi trabajo y en los procesos en los que estoy implicada y los cambios a los que estoy contribuyendo. Pensaba en el privilegio de la consciencia. Pensaba en mis ángeles, y en cómo me siguen cuidando. Pero sobre todo, pensaba en el amor inmenso que me rodea. Porque al final mi mayor éxito en la vida, con diferencia, es la red de amor que me sostiene y me abraza.

Alguien me escribió un regalo tan bonito este año que no me resisto a transcribir un trocito de uno de sus párrafos (sé que me perdonará): » El abrazo de Pepa es algo así como un abrazo valle y abrazo montaña, un abrazo muro de contención, abrazo muralla, abrazo de seda y hierro, abrazo descanso de tanto tiempo manteniendo las sombras a ralla. Abrazo cálido, abrazo casa, tentol, salvo, un ratito para permitir el niño y mel i sucre, y al juego siempre tablas. Un abrazo hogar. Un abrazo de almas. Un abrazo para guardar el dolor y encontrar las fuerzas.»

Éste es mi éxito. Mi paz. Y cuando puedo parar frente al mar o cuando abrazo a mi hijo cada mañana siento que llego a mi año 7 (7 veces 7) con fuerza para sostenerlo, sabiendo como sé que el aprendizaje y el reto que traiga será siempre luminoso. Eso no lo sabía cuando era pequeña. Entonces el dolor era otro.

Así que hoy sólo quiero contaros eso. Que estoy en año 7, que tengo algo de vértigo en la tripa. Que me sé una privilegiada y me siento amada. Y que espero hacerlo bien.

Abrazo grande,

Pepa

Ser mirados para sentirnos amados

5 febrero 2022
Etiquetas: , ,

Hace un par de semanas mi hijo me narró algo que me dio mucho que pensar y le pregunté si le parecería bien que escribiera sobre ello, le pedí permiso para contarlo. Me dijo que claro, que adelante. Pero se han ido pasando los días y aún no lo había hecho. Y es que ando en un comienzo de año muy contundente, hermoso, bello aún en lo complicado, pero muy contundente. Tiene sentido decirlo justo hoy que es el primer día que me siento medio persona de nuevo, saliendo ya del covid. Hasta ahora habíamos logrado evitar al bicho, pero el domingo cayó mi hijo y un par de días después yo, y aquí estamos compartiendo bicho y confinamiento. Ha sido corto, somos afortunados, pero la sensación es como si te pasara una apisonadora por encima.

Y es que el año empezó contundente desde el primer día. Pasé la nochevieja en un avión, un tanatorio y la noche en un hotel sola cenando para no poner en riesgo de contagio a mi familia. Pero llena de amor, por haber podido llegar a tiempo de acompañar a mi gente amada a pesar del avión de distancia, por saber a mi hijo rodeado de amor al cuidado de nuestra gente de la isla y a mi familia trayéndome la cena exquisita para que cenara delicatessen de nochevieja en el hotel. Así que sí, el comienzo de año fue contundente desde el principio literalmente. Luego tuvimos suerte y el bicho nos dio margen para poder irnos a pasar los reyes en la nieve con la familia. ¡Hacía años que no veía tanta nieve! Os dejo sólo una muestra de las bellezas que nos descubrió mi hermano. Hablando de miradas…

Después han pasado muchas cosas y hoy he comprendido que hay un hilo (siempre lo hay): la necesidad de ser mirados. Parte tiene que ver con mi historia, con mi niña no mirada. Parte con mi presente. Parte con lo que me narró mi hijo.

Llegó un día del cole y me dijo mientras merendábamos: «¿Sabes, mamá? Hoy por primera vez en el cole me he sentido querido«. (habla del cole en el que lleva tres años, aunque el primero de ellos no cuente porque lo pasó la mitad confinado por la pandemia). Y me contó que alguien le había acusado en clase de algo que no había hecho y dos de sus amigos habían salido a defenderle públicamente delante de los compañeros. Era la primera vez. Me impresionó la vivencia que usaba para definir la profundidad del vínculo con sus amigos. De hecho, él está justamente viviendo un proceso muy bonito de dejar de sentirse invisible, que al mismo tiempo le está llevando a estar mucho más tranquilo en clase, más presente y a dejar de hacer cosas para ser visto.

A lo largo de estos años José ha desarrollado una idea muy clara de lo que es la amistad y lo que no lo es. Tiene grandes amigos, y los conserva, en algún caso desde que era bebé. De hecho tiene amigos a los que considera familia, como me ocurre a mí. Es el modelo de vida en que le he educado y que él ha hecho suyo por su propia vivencia. Pero también ha vivido hace unos años decepciones muy fuertes con personas a las que creía amigos y resultaron no serlo. Es un aprendizaje que forma parte de la vida pero que le ha llevado a ser muy claro respecto a lo que es ser amigo y qué no.

Por eso, hace tiempo creamos una especie de código: hablamos de que hay amigos tipo uno y amigos tipo dos y luego están los compañeros. Los amigos tipo uno son pocos, son los que conocen tu historia, tu casa, tu familia… los que te conocen y comparten tu vida. Son amigos que a veces permanecen junto a ti toda la vida y a veces no, pero mientras están, son amigos del alma.

Los amigos tipo dos son la gente con la que sientes afinidad por muchas cosas, cariño, con los que sueles compartir los trabajos en el cole, juegos en el patio, tareas y tiempos de ocio. Lo mismo de mayor, que compartes aficiones, espacios de trabajo, diferentes cosas pero que no conocen tu intimidad. Son gente a la que aprecias pero que cuando cambias de lugar, de colegio, de trabajo, de ciudad, suelen deshacerse porque si no hay convivencia la relación se va rompiendo. Pero no son sólo compañeros, son más que eso, porque sí compartes tus cosas y el tiempo que compartes es bueno y valioso y merece la pena. Son amigos que hacen falta, que hay que valorar.

Y luego están los compañeros con los que puedes compartir clase un montón de años y no llegar a ser amigos ni tipo dos. En el cole la diferencia se ve muy clara en cosas pequeñas. Por ejemplo, con los amigos tipo dos no sueles quedar fuera del cole a solas. Si quedas, es en grupo. Los amigos tipo uno son los que uno queda solo, vienen a casa y vas a la suya, te abres y confías.

Y lo que está claro es que para ser amigo de alguien en el tipo que sea has de ser correspondido. Como todas las relaciones vinculares, son dañinas cuando no hay reciprocidad.

Pues José hasta este año no sentía tener amigos tipo uno en el cole. Ahora ya sí. Y eso le hace sentirse querido. Porque sí, entre otras muchas cosas, los amigos tipo uno te defienden cuando te atacan, te acompañan cuando sufres y se alegran con tus alegrías. Estos días hemos estado rodeados de mensajes de amigos-familia, incluidas visitas para lanzarnos besos a distancia desde la puerta y comprobar que estábamos bien y dejarnos sushi para que cenáramos.

Sentirse amado tiene todo que ver con sentirse cuidado y con sentirse sostenido con el contacto físico. He escrito mucho aquí sobre eso. Sobre los abrazos, los cuidados, los gestos, las comidas, las llamadas, los aviones para llegar a funerales e infinitas otras cosas. Pero a veces se me olvida lo importante que es cómo te construyes tu propia identidad desde lo que ves en los ojos de la gente que te ama. Como José se siente valioso porque vio a sus amigos defenderle y vio en ellos el valor que le daban a él. Es la mirada del otro la que nos constituye. Por eso debemos estar muy atentos a lo que nuestra mirada trasmite a la gente que amamos sobre sí mismos. Lo sé de sobra, pero este comienzo de año me está trayendo una y otra vez mensajes para recordármelo.

 

Y hoy una amiga, que además de amiga es guía, me ha recordado cómo yo me encuentro en la mirada de mi gente amada, y que esa mirada no puede sustituir otras miradas que faltaron, pero hace más liviana su carencia. Y es cierto. A lo largo de toda mi vida, la mirada de la gente que me ha amado me ha hecho sentir querida y valiosa, como a mi hijo. Y en mi caso ha aliviado el dolor no visto, lo que no se pudo ver ni nombrar.

Pienso en cuántas veces que he podido acusar a personas de no mirarme, de no verme, sobre todo cuando se trataba de pareja, cuando la que no se veía era yo misma como mujer.

Pienso también cómo el dolor y el miedo impiden a quien ha de mirar, poder mirar. Y de ahí surge el riesgo y el daño. Y es un daño que se trasmite de generación en generación.

Y todo esto no es que me pase a mí o a José, nos pasa a todos, por eso también me ha nacido escribirlo. Necesitamos la mirada del otro para dar valor a nuestra vivencia interna. Y muy a menudo sacrificamos nuestro propio bienestar para tener ese «otro». Es muy fácil tratar de establecer relaciones desiguales, no recíprocas, asumiendo roles de cuidado innecesarios o dañinos. Porque no nos creemos merecedores de otra cosa pero necesitamos un «otro».

Pero el amor de la gente que nos quiere bien, esa que nos quiere cuando lo hacemos bien, mal y regular, nos lleva a mirarnos adentro y desde ahí a, como decía Dumbledore, elegir lo difícil en vez de lo malo.

Abrazo grande!

Pepa

El viento habitado

26 diciembre 2021
Etiquetas: , ,

Aquella niña vivía en el desierto. No uno de arena, sino de roca. No de sol abrasador, sino de viento de estepa. Un infinito de tierra aparentemente yerma.

Siempre se preguntó dónde acabaría aquel desierto, si tenía fin la estepa, si el viento podía llegar más allá. Sus padres hablaban de otras tierras, de verdes praderas, de bosques profundos. Hablaban de la mar. Y aquella niña trataba de imaginar la inmensidad azul, el movimiento constante, la caricia tierna y la fuerza inesperada. Apenas lo lograba.

El viento anidaba en su desierto y cada noche dibujaba formas imposibles de atrapar en el cielo que veía desde su cama. Ella se dormía con aquel sonido: el viento de tierra adentro. Trataba de intuir su lengua pero sólo escuchaba una palabra: «vuela».

Ella quiso ser viento. Deshacerse. Perder su cuerpo. Olvidar la materia. Flotar. Porque el viento no se puede capturar, herir, partir, ni apresar. El viento puede huir siempre. El viento guarda sonidos y a veces tormentas, pero siempre pasan.

Lo que muchas personas no saben es que un alma puede ser viento y tierra al mismo tiempo. El cuerpo puede ir a la escuela, jugar, estudiar. Puede abrazar, acariciar, sonreir y germinar. Y todo eso mientras el alma vuela como viento. Para el viento encarnarse es tan difícil como para el cuerpo volar.

Aquella niña leía para ser viento. Veía películas para ser viento. Imaginaba cosas mientras los demás hablaban para flotar como el viento. Corría mucho para tener la sensación de casi despegar. Inventaba historias, heroínas intensas, dragones degollados, islas imaginarias…a las que salir volando cada mañana al despertar. Y cada noche le pedía al viento desde su cama que la llevara con ella. Pero él nunca pudo hacerlo, porque pesaba demasiado para poder volar.

Había algunos momentos en que aquel viento interior se deshacía. Le pasaba sobre todo en los brazos de su madre, aquel cuerpo grande que la envolvía, le acariciaba el pelo y le dejaba apoyar la cabeza sobre su pecho. Le gustaba aquella sensación de calor que le generaba su ternura. Y le ocurría también en el agua. El agua tiene su propio lenguaje y cuando metía la cabeza dentro del agua ya no escuchaba al viento, sino otro lenguaje diferente, fluido también, pero diferente.Y así fue creciendo, volando por dentro y encontrando en los abrazos y en el agua una forma de habitarse.

Cuando su madre enfermó, la niña vio como el alma de su madre se evaporaba. Y ella se sintió perdida. Se ahogaba de desierto. Ya no escuchaba otra cosa que viento, tan fuerte que le paralizaba. Y su madre la vio. Así que durante los años que vivió enferma, en aquella cuenta atrás llena de amor, le fue mostrando anclas a la vida.

Sacó sus discos y recuperó la música que les ponía de niños y volvieron a cantar después de mucho tiempo de silencio. Le recordó que la música es viento habitado, lleno de vida.

Volvió a bailar y le enseñó cómo bailando se flota y se habita, todo al mismo tiempo.

Le hizo mirar el brillo del sol en las hojas de los árboles. Un brillo que el viento hacia cambiar por segundos, pero que calentaba y daba vida al árbol y a quien lo miraba.

La abrazó sin parar, la acarició, le cogía la mano cuando estaba demasiado débil para nada más, para llenarla de ternura, tu «dosis de amor», la llamaba, la que sostiene todo lo demás.

Le enseñó a llorar con tristeza y sin angustia, que las lágrimas también son agua.

Le enseñó el eco de la risa y el calor de la mirada amada.

Hasta buscó quienes cuidaran de aquella niña cuando ella se hubiera ido: su tía, su padrino y aquellos tres amigos que la acogieron casi como hija.

Y mientras el cuerpo de su madre se iba consumiendo, se convirtió para su hija en horizonte más allá del desierto. La empujó a irse, a viajar, a estudiar fuera, a perseguir su mar. Y a hacerlo desde la tierra.

Y aquella niña se hizo mujer. Viajó, bailó, abrazó y fue abrazada, fue madre, se bañó infinito y se rió más. Aprendió a llorar delante de los demás. Aprendió el lenguaje de los árboles.  Y encontró su mar y su isla, en la que volvió a escuchar el viento. Pero esta vez sí podía entender su lengua, que estaba llena de amor. Y ahora cada noche se duerme acunada por ella.

Pepa

 

 

Ligereza

29 octubre 2021
Etiquetas: , ,

Llevo ya un tiempo en que cuando me preguntan cómo estoy contesto: «ligera». Y es que no encuentro otra palabra para definir lo que me está ocurriendo en los últimos tiempos. Esa sensación hermosa de no tener pesos sobre los hombros, de caminar sin peso, estar descansada, sentirme libre y volver a conectar conmigo. Y los verbos son importantes, porque una cosa es ser libre y otra sentirte así; tener responsabilidades no es lo mismo que sentir el peso en los hombros y volver a conectar es porque durante un tiempo no lo he estado.

A raiz de la publicación de este artículo «Definiendo la consciencia» (os lo adjunto aquí para quienes leéis este blog y no el de Espirales, porque creo que os gustará leerlo) un amigo que quiero me propuso que debería escribir algo así como el «Diccionario de Pepa», igual que hice con «Metáforas para la consciencia» donde incluí las imágenes con las que trabajo, pues hacer algo similar con los conceptos. Me pareció una idea genial que en algún momento que logre el espacio suficiente, trataré de que tome forma. Y sin duda una de las palabras de ese diccionario sería la de hoy: ligereza.

Porque la ligereza tiene que ver con la fluidez y con la confianza. Con el movimiento y con el viaje. Con soltar y no aferrarse. Con el equipaje interno. Con la cosecha. Con la gratitud.

He pasado dos años muy difíciles, no necesariamente malos, pero extraordinariamente densos. Lo han sido para el mundo entero, pero también para mí. Hubo momentos en donde pensé que no me llegarian las fuerzas por el cansancio, la duda y el temblor (perdón, no me resisto a contaros que mientras escribo está saliendo el sol y llega a mi cara por el maravilloso ventanal de mi salón, qué privilegio! os dejo una foto que he hecho antes de empezar a escribir, antes de que saliera).

Desde niña he tenido una certeza y es que la vida nunca me ha dejado caer. Cuando me han llegado momentos de sufrimiento, siempre la vida me ha dado lo que necesitaba para atravesarlos, casi siempre en forma de una red de gente amada que me/nos sostuvo, otras veces en forma de acontecimientos inesperados o de regalos imposibles de prever. Y al final las cosas han salido. Casi siempre diferentes a lo que pensaba, y casi siempre mejores. No digo que el dolor compense, ni que tenga sentido, ni nada de eso porque para mí confiar sigue siendo convivir con las preguntas sin respuesta. Hay cosas para las que no hay respuesta, al menos no aquí y ahora. Pero el hecho es que no me han dejado caer.

Y con el paso de los años eso ha ido creando en mí una confianza básica en la vida, una sensación muy potente y difícil de explicar pero que está detrás de las mejores decisiones que he tomado en mi vida que son justamente las que la gente a mi alrededor pensó en su momento que eran locuras, o al menos, que tenían mucho de locura, como adoptar a mi hijo, dejar el trabajo en Save o venirnos a vivir a Palma, incluso otras mucho más tempranas como irme a estudiar fuera de casa de mis padres o renunciar a un doctorado en USA para cuidar a mi padre hasta su muerte. Las decisiones aparentemente más locas han sido sin duda las mejores que he tomado en mi vida.

Pero esa confianza básica ha habido momentos que ha sido una trinchera, una fortaleza desde la que resistir. Han sido tiempos de confiar contra toda razón, de sobrevivir. Sin embargo, hay otros momentos, preciados, preciosos, increíbles, como el que estoy viviendo ahora en los que la confianza nace sola, fácil, fluida, obvia. Porque me siento ligera.

Hace años en mis viajes por el sudeste asiático me enseñaron una expresión que se dice mucho allí que decía «Mekong always flows and flows in the same direction», «El Mekong siempre fluye y fluye en la misma dirección». Puedes intentar parar el agua, el tiempo, el aire y será inútil. No funcionará y acabarás extenuada. Puedes tratar de nadar contra corriente, pero al final la vida siempre es más fuerte que nosotros. Siempre. Así que se trata de navegar con la corriente, surfear las olas cuando llegan, y confiar.

Mi hijo va a cumplir 15 años el mes que viene y este verano cerró su infancia. Se está convirtiendo en un hombre hermoso, listo como él solo, divertido y consciente. Y sobre todo, en un hombre bueno, tierno y empático. Y yo lo veo y se me llena el pecho de orgullo. El verano ha tenido algo de iniciático para los dos, porque me permitió darme cuenta del cambio, y empezar a soltarle. Confiar de nuevo, pero esta vez en él. En él y en el amor y la consciencia que he puesto estos últimos 14 años en su crianza. El trabajo está hecho. Ahora ya sólo toca flotar alrededor y callarse, como escribí hace un tiempo. Porque de eso va la adolescencia para mí: de flotar para poder hacer de pared cuando toca y de callarse. Y al soltarle estoy recuperando mi vida personal, saliendo de nuevo a cenar, a bailar, no correr en los viajes para volver a tiempo de decirle buenas noches, ni en las comidas para llegar antes de que vuelva a casa del cole, permitirme estar sin prisa. Y él me sonríe y me dice: «pasalo bien, mamá».

Así que eso voy a hacer: pasarlo bien. Con él y sin él. Sola y acompañada. Disfrutar, recuperar mis tiempos, mis sentidos y seguir fluyendo en el río sabiendo que el hilo de amor que nos úne no se romperá jamás pero que ya no necesita mi presencia y que me toca confiar en lo sembrado y dejarle probar, errar y gozar. A ratos se me da genial, a ratos me vuelve la madre del niño. A ratos logro callar y a ratos me encuentro hablando cuando no debo. Pero el cambio no tiene vuelta atrás. Él está bien y yo estoy bien. La vida nos ha cuidado, nos ha sostenido en el fluir del río. Y empiezo a intuir una nueva etapa de la vida que tomará forma definitiva cuando dentro de unos años él se vaya a estudiar fuera. Y no me da ninguna pena, muy al contrario, me hace sentir paz y una inmensa, inmensa gratitud.

Pero soltar es todo un aprendizaje. Como lo es perder. Como lo es la vulnerabilidad y la pequeñez. Estoy en ello 😉

La ligereza me da paz. Me abre el alma. Y me hace sonreír más de lo habitual 😉

Abrazo,

Pepa

 

Abrazos y kilómetros

12 septiembre 2021

Ya estoy aquí, de vuelta en nuestra roqueta, en nuestro hogar. Y volver a escribir aquí es darle un cierre simbólico a este verano cuyo lema ha sido «abrazos y kilómetros». Era lo que quería, lo que necesitaba y lo he tenido.

Más de 6.000 km en los que me he dejado sólo Murcia y Andalucía por pisar. Qué privilegio hacer kilómetros sin prisa y sin límite, la sensación de inmensidad, que tan difícil de describir es pero tan certeza corporal se vuelve. Vivir en una isla limita la inmensidad al mar. O la navegas o la contemplas. Hasta me atrevería a decir que se nos podría dividir a los isleños en esos dos grupos: los que navegan la inmensidad y los que la contemplamos arrobados.

Así que yo necesitaba mi inmensidad, y la mía es de carretera. Cuando me encontré conduciendo horas seguidas sin pensar, sólo mirando el paisaje y miraba la carretera y pensaba: «¡No se acaba!» algo dentro de mi alma se ensanchaba. No sé si es una necesidad general, pero yo desde luego la siento. Necesito la inmensidad: contemplarla como ahora desde mi terraza y atravesarla cuando puedo en carretera. ¡El mundo es tan inmenso y tan bello!

Y la otra necesidad era también física. Necesitaba abrazar a mi gente de fuera de la isla, reencontrarme con ellos, abrazarlos, tocarlos, mirarlos, sentarnos al frente y conversar. Sin prisa, sin tiempos limitados, sólo estar juntos. Y lo conseguí.

Cada vez soy más consciente de la parte corporal de cada vivencia. Volver a Madrid y caminar sus calles. Hacer el camino a las casas de mis amigos y sentir que el coche iba solo, que era como si me hubiera ido ayer. Encontrar partes de mí enganchadas en algunas esquinas. Verme mirada con tanto amor que parece que te calienta por dentro. Volver a sentir que esos 24 años que viví en Madrid me hicieron quien soy y me dieron el valor para venir al mar, a esta luz.

Volver a Zaragoza, que ya no es corporalmente mi ciudad, pero en la que vive mi familia y esos amigos que conservan de ti lo más antiguo, tu infancia y en mi caso mis mayores despedidas porque fueron quienes estuvieron a mi lado en la muerte de mi madre y de mi padre y en muchas otras cosas dificiles de explicar. Este verano me ha tocado decir adiós a uno de esos amigos. 32 años de amistad. De los que me esperaban en la puerta del hospital de mi madre con un café y un abrazo y me acompañaban a casa, y cogían el teléfono para que pudiera dormir una siesta…esos amigos. Mi querido Luis. Él adoraba enseñar, era maestro, marido y padre, hermano y amigo. Poder despedirme de él, abrazarnos, sonreirnos, compartir aquellas últimas horas y hablar en su funeral son el mayor regalo que he recibido este verano. Hasta en eso la vida ha sido buena conmigo.

Si me preguntáis qué he hecho este verano, ha sido esto: estar, sólo estar. Reconectarme a mi gente de fuera de la roqueta, abrazarlos y que me abrazaran, reír, reír y reír y conocer dos o tres sitios espectaculares e inesperados. Los dejo aquí, por si os entra la curiosidad. Caspueñas, un pueblo escondido de Guadalajara. Cariño y sus playas del norte de Galicia. Robledillo de Gata en Cáceres con sus piscinas naturales y el Perellonet con su mar.

Y hay algo mágico que ha pasado este verano también. Mi hijo ha cerrado su niñez. Se ha hecho mayor, asombrosamente mayor. Este proceso ha ocurrido durante todo el año pero su estancia en Irlanda, y con Héctor en Robledillo y con sus primos ha hecho ese cambio real. Y yo lo miro y sonrío. Me gusta el hombre en el que se está convirtiendo. Aunque sigamos teniendo que pelear muchos ratos. Pero estoy orgullosa de él.

Estoy de nuevo, feliz, descansada, serena.

Abrazo inmenso,

Pepa

 

Frases para la consciencia

26 mayo 2021
Etiquetas: ,

El trabajo terapéutico es un regalo. En el vínculo que se crea en consulta surge un espacio único de encuentro en el que las personas te van regalando pedazos de su sabiduría, o te dan la oportunidad de estructurar pensamientos, vivencias a las que hasta entonces no habías dado forma. Hoy quiero compartir algunas de ellas, de la misma forma que compartí en el libro «Metáforas para la consciencia» imágenes que sé que sirven en ese camino. Esta vez son frases, algunas que me han regalado, otras las he construido para lograr poner palabras a algo que me describían o que les sucedía. Aquí van, sin mucho orden, pero llenas de vida.

«Sólo tengo que llorar«. Él me explicaba cómo, después de todo lo vivido, había aprendido que podía sobrevivir a cualquier dolor. «Sólo tengo que llorar». Llorar lo que necesite, dejar ir la pena en las lágrimas hasta volver a empezar. Llorar y engancharte de nuevo a la vida, le dije yo. A su parte luminosa. Optar por ella. Pero desde la confianza, desde fiarse de la vida, aceptando la parte cruel que tiene. La vida es bella y cruel, si no tomas un lado de la moneda, no puedes tomar el otro. Ése es el trato, la moneda de dos caras. Pero dejar de tener miedo al dolor… saber que la tristeza no es nunca un problema, sólo lo es cuando se ancla al miedo. Saber que llorar sana y a ser posible aprender a hacerlo en brazos de otras personas para ser sostenido. Hace falta valor para llorar delante de otra persona, porque supone mostrar tu fragilidad, tu vulnerabilidad. Pero si toca llorar en soledad, no temerlo tampoco. Las lágrimas limpian el alma, cuando son sólo lágrimas de melancolía, de pena, de dolor. Si son lágrimas con miedo se vuelven angustia y se incrustan en el alma, se quedan dentro y dañan. Al llorar, dejas ir y puedes dar forma a lo que estás viviendo, empezar a hablar sobre ello, mirarlo. Pero ese primer momento es así de sencillo y así de difícil para muchos: sólo hay que llorar.

«A más, más; a menos, menos«. Esta frase no es nueva, la incluí en el epílogo de Educando la alegría porqie es una de las reglas de la vida que se cumplen siempre. Por eso merece la pena tenerla presente. Cuanto más tienes de algo, más te llega. Cuanto menos, menos te llega. Se cumple para todo: lo material, lo emocional y lo afectivo. Cuanto más dinero tienes, más fácil te resulta ganarlo y más te llega. Cuanto menos tienes, menos te llega. Cuantos más amigos tienes, más fácil te resulta hacer amigos. Cuantos menos amigos tienes, más solo te sientes y menos fácil te resulta. Cuanta más tristeza sientes, más te llega. Cuanta menos sientes, menos te llega. Cuanto más te mueves, más movimiento necesitas, cuanto menos te mueves, más pereza te da moverte y menos movimiento te llega. Es una regla esencial porque nos hace ser conscientes de lo importante que es decidir lo que quieres cultivar en la vida. A más, más; a menos, menos. Aquello que cultives en la vida, te llegará multiplicado. Aquello que dejes o no cultives, cada vez te llegará menos. Y quizá llegue un día en que te des cuenta de que no tienes nada de eso y no sepas cuándo empezó a desaparecer. Necesitamos poner consciencia en los ingredientes que decidimos cultivar en nuestra vida. Elegir nuestras vivencias, nuestros vínculos, nuestros pensamientos… todo. Lo que cultivemos nos llegará multiplicado. Elegir es toda una responsabilidad.

«4 de 6» le dije «quédate con esa proporción para la vida«. Para mí es la proporción de la vida cuando es fecunda. Creo de verdad q esperar seis de seis, e incluso cinco de seis genera expectativas poco realistas. Y esas expectativas conllevan un nivel de exigencia (y sobre todo de autoexigencia) que a menudo resulta dañino. Sé que esto que digo tiene poco o nada que ver con la competitividad, o con el educar para ganar, cuando no para vencer, pero para mí es clave. Es, como diría una paciente mía, uno de mis mantras. Si de cada seis frases que digo, llegan cuatro al otro; de cada seis vivencias que tengo, cuatro me llenan; de cada seis personas que conozco, cuatro logro establecer relaciones afectivas positivas con ellos; de cada seis deseos que tengo, logro cumplir cuatro; de cada seis miedos que tengo, logro afrontar cuatro… para mí eso es ser afortunado. Me parece clave no esperar seis de seis, ni cinco de seis y en aquellas ocasiones en que llegan, recibirlos como un regalo. Lograr una casa que cumpla seis de tus seis deseos, un trabajo que llene seis de tus seis aspiraciones, una relación de pareja donde te guste todo de la otra persona… no funciona, no es real y hace daño. A veces, muy pocas, sucede, pero es un regalo de la vida. Por supuesto muchas otras no llegamos ni al 4 de 6.

«Suficientemente cerca pero suficientemente lejos» es como mantienen las personas heridas a quienes tratan de amarles. Cerca para no quedarse solos, pero no demasiado cerca. La distancia permite la huida, la ruptura, la sensación de estar a salvo. La distancia permite conservar al niño que vive dentro del adulto y que tiembla. Mantenerlo a salvo, oculto. Se trata de evitar la indefensión y la vulnerabilidad. Porque la intimidad real conlleva mostrar la vulnerabilidad, abrirse emocionalmente. Y hacer eso, conlleva el riesgo de ser herido. Hace falta valor para amar más allá de nuestras heridas. Y cuesta mucho llegar a comprender la verticalidad como instrumento para esa distancia oculta en la cercanía, y el rol de cuidador como garantía de esa verticalidad. Mi mundo está lleno de cuidadores y de jefes y jefas, profesionales en roles de coordinación, que son al mismo tiempo cálidos y cercanos con la gente como son distantes a la hora de preservar su intimidad. Y colocarse en roles de cuidado o de liderazgo les hace más fácil mantener la paradoja.

Y seguimos. Este verano he decidido hacerme un regalo. Me tomo un descanso de dos meses y medio en el trabajo, desde el veinticinco de junio al nueve de septiembre. Es la tercera vez en mi vida que lo hago. Lo hice después de una época que tuve de viajar sin parar hace más de veinte años. Lo hice de nuevo con la llegada de mi hijo. Y lo vuelvo a hacer ahora. Ha sido un año y medio muy potente, lo ha sido para todos y todas, pero en mi rol de acompañamiento y de sostén emocional de mucha gente lo he vivido de forma muy clara. Ha habido momentos muy difíciles, pero sobre todo cansados por el nivel de presencia y consciencia que han requerido. Así que toca descansar. Y tengo el inmenso privilegio de poder hacerlo, que sé de sobra que no todo el mundo tiene, así que quiero honrar ese privilegio. Toca salir de la isla, ahora que se puede. Toca pasar ratos largos mirando a la gente que amo. Sólo mirándoles, además de abrazarles, claro. Y tengo ganas de kilómetros sin prisa con el coche, paisajes largos y profundos. Así que no sé si escribiré o no durante este tiempo.

Si no lo hago hasta septiembre, aquí os dejo mi abrazo para el verano, lleno de gratitud.

Pepa

 

Cuando el trabajo se hace vida

23 abril 2021

Mi entrada de hoy es breve. Sólo adjuntar aquí el enlace a una entrada que he escrito en Espirales CI que me gustaría que leyérais. Porque a veces el trabajo tiene alma, se hace vida. Es uno de los privilegios inmensos de mi vida. Así que en ésta mi casa personal, esa entrada que es laboral pero es mucho más, ha de estar.

Ojalá os guste leerla, porque se comprenden muchas cosas haciendo «Celebración y memoria» (Éste es el enlace de la entrada, pinchad porfa ;-)).

Un abrazo,

Pepa

Hacer de pared

3 marzo 2021
Etiquetas: , , ,

Ando volviendo al mundo exterior poco a poco. Es una sensación rara, una vivencia dificil de describir pero compartida con mucha gente en este mundo raro que nos ha tocado vivir. El último año ha sido un año muy denso, muy intenso. Lo ha sido de puertas afuera pero también hacia dentro. Y no sólo por todo lo que ha sucedido en el mundo sino por lo que hemos vivido en casa. Una parte de la vivencia en casa ha sido una lesión extraña que se hizo mi hijo en el tobillo y que después de meses de peripecias hasta llegar a un diagnóstico claro le ha hecho pasar por el quirófano hace unas semanas. Todo fue bien, está genial y nos está sirviendo curiosamente como cierre simbólico de este periodo. La ternura, humor, autonomía y paz con la que lo está viviendo son prueba de ese cierre.

Pero el camino no ha sido nada fácil. La unión de adolescencia, adopción y pandemia es algo que sólo quienes lo hemos vivido y presenciado sabemos lo que es. Son tres palabras que juntas se hacen bomba. Quitas la pandemia y es algo más fácil. Pasas la adolescencia y es otra cosa. Y el dolor desde luego no es igual para quienes han vivido el miedo y el abandono en su historia personal  que para el resto de los chicos y chicas. Para ellos el miedo global unido a perder el contacto con su red afectiva se vuelve tormenta.

En todo eso estaba cuando la semana pasada me llegó este texto de Conchi Martinez Vázquez, difundido desde la web Adopción Punto de Encuentro desde la que Mercedes y María brindan una red de apoyo a las familias adoptivas y acogedoras que va mucho más allá de lo que ellas puedan imaginar. Conchi, que es una terapeuta que trabaja constantemente con familias adoptivas desde su experiencia profesional y con una delicadeza increíble describe lo que es la maternidad adoptiva, nuestra vivencia, mi vivencia. Yo no podría explicarla mejor. Por favor, leed el texto antes de seguir leyendo la entrada, porque si no no tiene sentido lo que viene después (el enlace va en el texto de su nombre, no en la imagen).

 

 

(…tiempo para que leáis a Conchi…) 😉

 

 

 

Cuando la leí, lloraba. Y me acordaba de lo difícil que le resulta a mi hijo a veces explicar lo que vive, y lo que siente. Lo mismo me pasa a mí. Porque su dolor y su experiencia es diferente. Por eso su vivencia no es como la de la mayoría de los hijos de mis amigos o como la de mis sobrinos. No, ellos no han experimentado el abandono, les parece sencillamente imposible, ni entra en su imaginación. Para mi hijo es una realidad que ya ha pasado. Tampoco viven lo que es estudiar un examen, salir de casa sabiéndoselo perfectamente y con la seguridad de sabérselo y llegar al examen y que se le olvide todo, o se ponga tan nervioso que se equivoque en tonterías y vea como año tras año, profesor tras profesor, mientras sus amigos y sus primos sacan buenas notas él se queda con un 3, un 4, un 4.7 que logra compensar con los trabajos. Esos trabajos en los que sin nervios, sin prisa y solo es capaz de hacer cosas increíbles. Casi nunca sienten, como le pasa a él, que un mal gesto, un no responder una llamada o un comentario de un amigo pueda llevarle a pensar que ya no le quiere, que le va a abandonar, que le va a rechazar. No necesitan, como le pasa a él, comprobar que la gente le quiere cada cierto tiempo para no temer nuevos abandonos, o sentir el contacto físico con la gente que ama para sentir que las relaciones son reales.

Y podría seguir y seguir…son tantas pequeñas cosas que se hacen muy grandes porque condicionan la vida cotidiana y hacen que su vivencia sea diferente. Y por tanto la mía también. Algunas personas al leer el texto de Conchi me han dicho que es válido para cualquier maternidad o paternidad. Pero no es cierto, por suerte. Por suerte la mayoría de los niños y niñas no viven algunos dolores. Y la mayoría de las madres y padres no han de sostenerlos.

Y ahi viene mi continuidad al texto de Conchi, algo que creo que añadiría a su listado y que tiene que ver con una imagen que me vino hace unas semanas que refleja la vivencia muy a menudo en la adolescencia de un chico o chica adoptados. O al menos lo que yo he necesitado hacer con mi hijo, no quiero generalizar, pero intuyo que a otras madres y padres les servirá. Durante este tiempo en muchas ocasiones he tenido que ser pared.

Ser pared para sostener su dolor. Porque era tan grande, intensificado por la adolescencia, que le desbordaba. He visto el dolor salir a raudales de su cuerpo y de su alma, y me costó un poco al principio entener lo que necesitaba de mí pero al cabo de un tiempo lo vi. Necesitaba una pared que le sostuviera, que le parara, que contuviera ese dolor que él no podía contener.

El problema es que ser pared es antinatura para cualquier madre o padre. Y desde luego es lo más alejado de lo que yo soy como madre. Por tres claves importantes.

La primera es que una pared no habla y yo llevo toda nuestra vida hablando con mi hijo. Pero una pared no habla, se planta silenciosa y clara, actúa, pero no habla. Es presencia, es solidez silenciosa. No habla, no explica, no justifica, no cuestiona, no pregunta….no.

La segunda, una pared no acaricia. ¡Qué dolor! pero así es. Una pared puede ser un abrazo contenedor en un momento determinado, pero no una caricia. No hasta después. Una pared no tiene brazos, no toca, no acaricia. Porque las caricias conectan, y el desborde se multiplica. Las caricias vienen después y son más necesarias que nunca, pero cuando has hecho de pared, cuesta volver a las caricias rápidamente. Ellos cambian mucho más rápido y tú te quedas dolorida y te cuesta.

Y la tercera, una pared no se mueve de su lugar, no depende del día ni del cansancio ni del momento ni de la urgencia. Una pared es pared.

Y no sólo es ser pared sino que no se puede delegar la función de pared, porque entonces regresa el abandono. No puedes pasar el testigo, ni cederlo. Porque lo que se prueba es tu fortaleza, tu presencia incondicional. ¡Qué palabra más complicada y más importante: presencia incondicional! Para mí ha adquirido un significado mucho más complejo ahora.

Y lo segundo que hace falta es la tribu detrás de la pared. Es curioso, nadie puede ser pared por ti pero él necesitó sentir que la pared no estaba sola, que detrás de la pared había una red, una tribu. Porque si no hay tribu detrás de ti dudan de tu fortaleza, creen  que no podrás con ello. Y tienen razón: sin tribu es imposible hacer de pared. Esa tribu sí acariciaba a menudo, esa tribu reforzaba la pared cuando tocaba. Con esa tribu sí pudo hablar. Esa tribu que el día de su cumpleaños se quedó despierta hasta las 12 de la noche para inundar su móvil de mensajes uno tras otro porque él había dicho que le gustaría recibir un mensaje el día de su cumple a las 00.00. Le tuvieron hasta las dos y media de la mañana. Esa tribu. Salvación. Refugio. Consuelo.

Es lo único que le falta al texto de Conchi: la pared. Así que aquí lo dejo. Por si a alguien os sirve.

Y como tiene todo el sentido porque habla de este tema y ha sido hace bien poco, acabo esta entrada enlazando un video de una conferencia que di a familias adoptivas de la Asociación de Familias Adoptivas de Extremadura el otro día. Por si queréis escucharla, y os sirve.

Abrazo,

Pepa

 

La vida plana

22 enero 2021
Etiquetas: ,

El aire que respiramos está tejido de emociones, como gotas de agua que se condensan junto al oxígeno y otros gases. Porque no son sólo las emociones que sentimos individualmente cada uno de nosotros, es el aire que compartimos. Lo respiramos, se nos mete dentro y casi parece que fuimos nosotros quienes lo generamos. Y es que en parte así es. Pero llega un momento que es realmente difícil saber qué es nuestro y qué del entorno.

Así se da el desarrollo evolutivo de una persona, en ese cruce mágico y misterioso entre genética, energía y entorno. Un entorno encarnado en las figuras vinculares, en nuestros afectos y en ese aire que construyen para nosotros y respiramos ya en la infancia.

Así se crean los sistemas familiares, donde los vínculos hacen que nos lleguemos a parecer aunque no compartamos genes, que nos movamos, riamos y discutamos de forma similar. Donde asumimos reglas no escritas pero diáfanas y lealtades definitivas.

Así se generan los fenómenos grupales y sociales, donde el aire que compartimos se llena de contenido, a veces increíblemente denso. Y casi siempre, por desgracia, manipulado y conducido a generar un clima determinado.

De ahí surge el efecto mariposa. De un extremo al otro del mundo, de una persona a otra, somos una inmensa red interconectada. Y no sólo las personas, lo es el universo completo.

Estos días pienso mucho en el aire que respiro, y en lo que lleva dentro. Hasta hace un tiempo estaba tejido de miedo, pero ahora siento con claridad que está lleno de tristeza y soledad. No hablo del mío sólo, hablo del nuestro, hablo del clima social. Esa sensación que se ha vuelto certeza de que todo esto va para largo, que no tiene una solución mágica, que cuando creemos que estamos saliendo sólo nos hemos pasado de listos y volvemos a ello, que cuando no es una cepa es otra, que no es sólo el virus, es todo lo que ha traido dentro… todo esto ha creado una sensación de tristeza de la que es realmente difícil, por no decir imposible, abstraerse. Porque es el aire que respiramos.

Me acuerdo cada día del poema de Benedetti: «Defender la alegría«, de todo lo que escribí en «Educando la alegría» como si una fuera una premonición. Hablaba allí del cultivo consciente de la alegría, de educarla, de convertirla en rutina cotidiana. Hablaba del afecto y el contacto físico, de ritualizar las celebraciones, de salir a la naturaleza, del movimiento, la música y el baile, de hacer cosquillas y compartir comidas ricas. Hablaba del contacto humano, de la relación entre la tristeza y la falta de contacto humano. Y miro nuestra vida ahora mismo y pienso en ese aire triste donde hemos perdido tantas cosas de ese listado.

Pero hay algo que me ronda una y otra vez en los últimos tiempos y es la expresión de «vida plana». Mi compa de Espirales CI, Javier, lleva semanas persiguiéndome para que escriba sobre ello, así que este post es un poco en su honor. Porque miro la vida que tenemos ahora mismo y creo que se parece mucho a la vida de nuestros abuelos. Esa vida de casa al trabajo en la que la única salida era ir a misa los domingos, y era algo especial porque era la única. Se vestían para ello, paseaban para que durara lo máximo posible, los más afortunados la alargaban con un helado después de la misa.. ¿El resto de la semana? casa y trabajo, o casa y colegio. ¿Las relaciones? con la familia y los vecinos. ¿Los estímulos? limitados y construidos internamente: el juego simbólico de los niños y niñas en casa, la lectura, la radio y la televisión como salida al mundo (que ahora son los móviles y las redes sociales). El orden y la limpieza que llenaban muchos vacíos. Las estructuras pequeñas, los pequeños gozos, las tiendas pequeñas, los negocios pequeños…todo pequeño.

Hasta que todo se disparó. Se multiplicaron las actividades, las relaciones y los estímulos. Todo se aceleró, con mucha más prisa y con mucha más inmediatez. Los viajes se hicieron cotidianos. Las posibilidades se multiplicaron exponencialmente. El mundo parecía hacerse pequeño. Entró muchísima luz, la gente empezó a creer en proyectos vitales propios, diferentes y posibles. Buscaba más.

No nos engañemos, en aquellas vidas pasaban infinidad de cosas pero casi siempre se mantenían ocultas. No se exponían, como se hace ahora con la intimidad. Tampoco se comercializaban. La gente tenía esperanzas pequeñas, pequeños proyectos y sueños, pero no se planteaban cambiar de vida. No parecía posible. Algunos volaron lejos y lo consiguieron pero pagando el precio del desarraigo. Tantos y tantos temas de los que no se hablaba, y ahora sí. Dando voz a lo oculto.

Y aquí estamos. Volviendo a aquella vida. Una vida con mucho menos estímulo, con las relaciones limitadas de una forma estructural hasta un nivel cuyas consecuencias apenas llegamos a calibrar. Una vida mucho más lenta. Una vida para adentro. Una vida donde depende enormemente de nuestras capacidades individuales el que las personas seamos capaces de gestionar los tiempos vacíos, la quietud, la soledad. Una vida donde la tribu se está perdiendo aún más. Donde la familia vuelve a criar en soledad y sin muchos recursos que generamos porque eran necesarios, sobre todo para las familias en condiciones de vulnerabilidad. Una vida donde la gente tiene pánico a perder su trabajo o a no poderlo encontrar o recuperar nunca. Es lógico por real. Una vida donde tener o no ahorros ha vuelto a ser nuclear. Una vida donde tener una casa propia, y a ser posible con una terraza o un jardín, vuelve a marcar la diferencia entre sentirse afortunado y rico o todo lo contrario.

Mi duda es si sabremos volver a aquella vida. No de forma temporal, como muchos siguen queriendo creer. Tampoco de forma resignada porque no nos quede otra, sino de forma estructural. ¿Podré yo vivir sin viajar tanto, cuando me había acotumbrado a viajar cada mes?. ¿Podré mantener mis vínculos sin poderles ver con la frecuencia que les veía?. ¿Podré llenar no sólo unos meses de confinamiento sino fines de semana y vacaciones sin poder ir al cine, ni quedar en una terraza, ni coger un avión ni… sólo con un paseo el domingo por la playa o por la ciudad?. ¿Podré encontrar pareja sin poder salir en grupo ni tener actividades fuera de casa?. ¿Podré sentirme sin poder tocar y ser tocada, abrazar y ser abrazada?. ¿Podré educar la alegría de mi hijo sin un montón de cosas que para él son naturales porque ha crecido en ellas, las busca y las demanda?… No hablo sólo del consumo, que por supuesto es un derivado de todo esto, el consumo, la economía y el sistema de pies de barro que construimos y legitimamos. Hablo de una forma de vivir y habitar la vida.

Una vida plana. Menos estímulo. Menos relación. Con todo más pequeño (grupos, estructuras, recursos, presupuestos). Más lenta. Menos tribu. Más soledad. Una vida hacia dentro.

No lo sé, pero sé que debo empezar a preguntarme todo esto. Porque no es temporal. Quizá parte de todo lo que se ha parado, regrese. Pero lo que está ocurriendo es un cambio estructural, y sé que la vida que conocí, elegí y cultivé no volverá. Ni en mi vivencia subjetiva, ni en las posibilidades externas. El aire ha cambiado. El ser humano se transforma, se crea y se recrea, sabe sobrevivir. Encontraremos la forma, pero el precio que vamos a pagar, sobre todo como siempre los más vulnerables y menos preparados para ello, va a ser enorme. Respecto a mí misma, conservo la duda.

Abrazo desde dentro,

Pepa

 

Gracias al 2020

30 diciembre 2020
Etiquetas: , ,

Estos días ando viendo muchos mensajes que tienen que ver con querer borrar el 2020, cerrarlo y olvidarlo. Al principio me enganché a la emoción, compartiéndola. ¡Qué ganas de cerrar todo lo que estamos viviendo! Sin embargo, conforme pasan los días tengo la sensación de que nuestros miedos, los míos para empezar, nos tracionan. Queremos poner límite y cierre a una vivencia que nos angustia, que nos ha sacado de nuestro lugar de seguridad (que no era tal, sino un lugar de control). Queremos poner una fecha final, un cierre simbólico como si nosotros tuviéramos la posibilidad o capacidad de hacerlo. En parte por necesidad, en parte por engreimiento, en parte por falta de consciencia, una mezcla de todo, como tantas otras cosas del ser humano.

Porque la verdad es que esto no va a acabar sino al contrario. El 2020 ha sido el comienzo de algo que no sabemos muy bien definir pero que ya ha cambiado nuestra manera de estar en el mundo. Y eso no tiene vuelta, ni regreso, ni fin. Ni siquiera sé si debería tenerlo. En el 2020 han pasado cosas como cuando cayeron las torres gemelas, o el atentado de Madrid, o el tsunami del sudeste asiático. Fueron momentos que nos dejaron congelados, aterrados, sin capacidad de respuesta. Nos centramos en sobrevivir, en atender lo urgente mientras parte de nuestra mente nos decía: «esto no puede estar pasando». Pero pasó. Y los cambios que esos acontecimientos tuvieron en el mundo no han tenido vuelta. Son cambios sutiles, que hemos ido incorporando casi sin darnos cuenta en unos casos y desde la resignación en otros, pero han pasado a ser parte del sistema y de nuestra vivencia cotidiana. Podríamos pensar lo mismo con acontecimientos positivos como algunos inventos o avances científicos que produjeron cambios en nuestras vidas que al principio casi pasaron desapercibidos hasta llegar a condicionar nuestra vida. El más claro que se me ocurre ahora es la invención de internet.

El 2020 acabará como número, como año, pero no en la historia. No en nuestra historia. Porque la experiencia que hemos vivido nos ha transformado de una forma que apenas empezamos a atisbar.

Así que como último día del año he decidido dar las gracias al 2020 por lo que me ha enseñado, o por lo que me ha recordado. ¿Si pudiera borrarlo del mapa, lo borraría? Por supuesto, al menos mi niña interior lo haría. No lo elegí, como todo lo que define la intemperie de mi vida. Mi ejemplo personal más claro es la muerte de mi madre. Daría todo lo que tengo y todo lo que soy porque ella siguiera viva, por haber podido compartir con ella todos los años que su muerte prematura nos quitó, por haberle podido ver acariciar a mi hijo. Pero nadie me preguntó. Porque yo no decido, la vida y la muerte van muy por encima de mí. Lo que sí sé es que la vivencia de su muerte me hizo ser la persona que soy de muchas más formas de las que soy capaz de explicar.

Así que aquí va mi listado de agradecimientos. Es el mío, no tiene más valor, pero lo comparto en este espacio, que es mío pero es nuestro, por si os sirve.

Doy las gracias al 2020 por haberme recordado mi opción por los abrazos hasta un nivel que me dolía físicamente. No quiero una vida sin abrazos. Ahora con más radicalidad que nunca.

Gracias por haberme permitido sostener el dolor de mucha gente amada, que han vivido este año lo que yo viví hace mucho: el dolor de la pérdida de sus padres y de gente amada. Porque eso me ha recordado que algo dentro de mi es capaz de dar luz en las tinieblas. Es así, y no quiero perderlo, porque sé que a veces el agotamiento me hace olvidarlo.

Por haberme enseñado a escribir a lápiz en la agenda, a vivir en la provisionalidad, a ser capaz de la flexibilidad y la fluidez necesaria para rehacer y rehacer planes uno tras otro, y no engancharme a la frustración. Toda mi vida he funcionado igual, tomo un sueño, le doy forma y voy dando los pasos necesarios para llegar a él. Eso no ha cambiado. Pero el 2020 me ha recordado que el valor no es el sueño sino todo lo que vivo en el camino por lograrlo. Y a veces el camino da muchas vueltas. He recordado lo importante que es no olvidar nuestros sueños, atesorarlos, cultivarlos, mimarlos, y luego fluir con lo que tenga que llegar en el camino hacia ellos.

Gracias por haberme recordado mi opción por el hogar y por un hogar con luz y con terraza. Una apuesta que hice hace varios años y que este año he tenido que defender expresamente en una mudanza, una obra y un gato. Y el 2020 me ha recordado que el aire y la luz deben presidir un hogar en la medida que se pueda. Incluso cuando ese hogar es institucional.

Gracias al 2020 por haberme recordado palabras como compasión y respeto a la hora de comprender que no todo el mundo maneja igual el miedo, que cada uno hace lo que puede y que juzgar es fácil desde fuera. Por enseñarme a encontrar una forma propia y mía de vivir todo esto desde el realistmo pero sin dejarme llevar por el miedo omnipresente, sútil pero real, me ha costado muchísimo a veces.

Gracias al 2020 por esta lección de humildad. Por esa llamada a transformarnos, tan radical, tan clara. Parar todo, quedarme a la intemperie con consciencia, no tener ni idea de qué ni cuándo van a pasar las cosas, quedarme en casa sin moverme ni viajar…esta falta de control tan radical que es la intemperie. Tan potente que la negamos para poder vivir. Pero esa negación nos lleva a la soberbia. Y darme cuenta de cómo ese proceso ha sido gradual, primero de a quince días en quince días hasta los últimos meses donde ya la tristeza empieza a ser la emoción que impera porque ya hemos comprendido que no hay plazos, aunque algunos se empeñen en ponerlos. La caída de ese mundo con pies de barro que habíamos construido, el incremento brutal de la injusticia, el mundo que queda en el que me sale temblar. Temblar por la certeza de que el ser humano no parece haber aprendido, y que el sistema va a hacer lo imposible para que así sea, porque la inconsciencia de las personas es la fuerza sobre la que se sostiene el sistema. No es ignorancia, es manipulación e inconsciencia.

Gracias al 2020 por haberme recordado mi opción por compartir. Es tan radical como la de los abrazos. Todo lo que no se comparte se pierde. El amor sana. Expresar las cosas, compartirlas, vivir en esa red de amor de la que hablo tantas veces, estar ahí, a su lado, todo lo cerca que puedo y que la vida me permite. Ser presencia de amor y permitirles a quienes amo que lo sean en mi vida y en la de mi hijo.

Si tuviera que resumir mi agradecimiento sería éste: intemperie, red de amor y humildad.

Y un deseo para quienes me léeis y para mí misma: Despedíos del año pero no lo queráis olvidar. Y para el que viene que la vida nos dé el amor y la consciencia necesarios para vivirlo honrando al 2020.

Con todo mi cariño y agradecimiento,

Pepa

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies