Cuando el «después» se va volviendo «ahora»

9 mayo 2020

Estos días he pensado mucho en qué significa poder «salir». Porque al principio era el aire y el movimiento, el hecho en sí mismo de poder caminar, oler, pasear… pero luego, muy prontito, ya no fue suficiente. Queríamos salir pero necesitábamos ver a nuestra gente. Es la «corporalidad social». Como cuando viajas, no es lo mismo leer sobre un lugar que viajar a ese sitio, donde hueles, vives, sientes y tocas. Ahora no podemos tocar, pero al menos queremos todo lo demás. Lo necesitamos. Yo lo necesito.

Al menos sentir el cuerpo de la gente amada, su rostro más allá de una cámara, darnos cuenta una vez más de eso que le decimos tanto y tanto a las y los adolescentes, que por mucho que hablen profundo a través de las pantallas, hay una parte que hace falta, que es innata al ser humano que es el cuerpo. Esa necesidad de tocar y ser tocado, de sentirse y ser sentido. El procesamiento somato sensorial de las «tripas» que explico yo siempre en los talleres. Nos falta eso y cuando nos falta, nos sentimos incompletos. Caminar es valioso, pero caminar junto a alguien es mejor. No sólo eso. Es diferente, sustancialmente diferente. Nos hace falta sentarnos a tomar un café, nos hace falta conversar en persona, nos hace falta oler, saborear, mirar y tocar. Todo lo que el cuerpo percibe, procesa y de lo que se alimenta nuestra alma.

Estos días, además de las sesiones terapéuticas, me está tocando hacer muchas sesiones de supervisión con equipos técnicos de diferentes lugares, sobre todo del ámbito social y educativo. Y hay temas que surgen de forma reiterada, y entonces percibes las semejanzas y las diferencias. Cuando eso me pasa, cuando algo sale en varios grupos siempre siento la necesidad de escribir sobre ello, porque siento que hay algo común y valioso, algo que trasciende un grupo o una situación concreta y que quizá tiene que ver tan sólo conmigo, pero quizá es algo que resuena más allá.

En muchas de las sesiones hablamos de cómo acompañar a los niños, niñas y adolescentes en este «después» que se nos ha convertido en «ahora». Surge en mis propias reflexiones como madre respecto a mi hijo o a mis sobrinos; hablando con mi familia, con mis amigos, con otras madres y padres. Surge en el ámbito educativo, respecto a cómo será la educación que nos viene, cómo encontrar un modo diferente de establecer el vínculo educativo. Y surge en el ámbito social cuando tratamos de acompañar a quienes son más vulnerables.

Muchas personas siguen esperando volver a lo que teníamos, quieren «recuperar su vida», cuando su vida es la que tienen ahora. Nos ha tocado vivir una parte de nuestra vida encerrados. No sabemos si serán sólo estas semanas o volverán más, pero esta es la vida que tenemos. No se trata de que nuestra vida parara y estemos esperando a volver a ella, porque esta vida es nuestra vida también.

Y ahí veo como hay variables que hacen que la gente se bloquee más o fluya mejor en esta vida a la intemperie. Por ejemplo, cuando trabajo con la gente en Latinoamérica veo que hay una diferencia respecto a la gente en España y es que allí en muchos sentidos están acostumbrados a empezar de cero, a volver a empezar. A veces es por un terremoto, o por un huracán o por una crisis económica feroz, pero en sus esquemas mentales entra la opción de «empezar de cero». Ese es un concepto que para la mayoría de las personas europeas de nuestra generación no existe. Hemos crecido en la estabilidad, en el arraigo a las tradiciones y a la historia, en conservar lo que tenemos. Y la idea de poder perderlo sencillamente paraliza a la gente, además de enfadarla. Yo no puedo evitar intuir que en realidad ya lo hemos perdido.

Luego está la edad. Estoy convencida de que quienes peor lo vamos a pasar en este «después» somos justo la gente de mi edad, digamos una horquilla entre los 35 y los 60 más o menos. Los más pequeños y las y los jóvenes aprenderán otra forma de vivir porque no les va a quedar otra y porque son más flexibles a todos los niveles: cognitiva y afectivamente. Aprenderán los esquemas de ese «después» como nosotros aprendimos esquemas diferentes de los de nuestros padres. Porque tienen toda la vida por vivir y construir, en la permanencia que les sea regalada en esta vida aún lo tienen casi todo por hacer.

Del mismo modo, las personas más mayores ya han vivido gran parte de su vida, hicieron su proyecto de vida como pensaron y sintieron que era mejor hacerlo, como pudieron o como les dejaron según el caso. Probablemente una mezcla de todo eso. Pero las personas mayores pueden adaptarse más fácilmente a la supervivencia, a disfrutar las cosas pequeñas y sencillas, a pararse y a integrar lo que tienen.

¿Pero nosotros y nosotras? Personas (yo acabo de cumplir 47 años) que tenemos nuestros esquemas mentales ya construidos, que tenemos ese «edificio interior» ya formado y que tendemos a querer que la vida se ajuste a ese edificio, a nuestros «surcos cerebrales», no al revés. Nosotros y nosotras, que en muchos casos tenemos ya formados nuestros proyectos de vida y hemos asumido compromisos conforme a esos proyectos que quizá en ese «después» ya no podamos cumplir. Nosotros y nosotras, que tenemos la responsabilidad de tirar para delante de un mundo cuyas reglas de la noche a la mañana han cambiado generándonos angustia y desconcierto. Creo de verdad que nosotros y nosotras somos los que peor lo vamos a pasar. Nos toca cambiar y ni siquiera tenemos claro hacia dónde. Nos toca fluir con la vida cuando estábamos acostumbrados a creer que la controlábamos. Nos toca cuidar y sostener y alimentar cuando los medios para hacerlo van a cambiar de un modo sustancial. Y esa es una experiencia vital que no todas las generaciones a lo largo de la historia han tenido. Nos ha tocado.

Me doy cuenta en las sesiones y en las conversaciones que la edad de quien me escucha condiciona la forma en la que integra lo que digo. Me da la sensación de que a lo mejor en los próximos años nos toca escuchar mucho, mucho más a nuestros hijos e hijas de lo que solemos hacerlo, porque quizá ellos encuentren maneras diferentes y más rápidas de fluir y adaptarse a los cambios. Veo a la gente calculando cuánto tardaremos en volver al nivel de bienestar que teníamos en marzo, calculando si serán meses o años. Escucho hablar sobre cuántos niños o niñas podremos meter por aula y cómo habrá que organizar los grupos el curso que viene para que puedan ir al colegio. Seguimos intentando organizar el «después» con los criterios de aquél «antes» que estoy convencida con todo mi ser de que no volverá.

Creo que no aprenderemos todo lo que estoy tratando de decir sólo con este virus. Me temo que el ser humano necesita ser confrontado muchas veces y de forma muy potente para modificar esos «surcos cerebrales» de los que hablaba. Lo veo en la terapia, que es un proceso de consciencia largo en el que las personas, aún deseando el cambio, cuando comprenden sus consecuencias o su magnitud, se resisten o les abruma. El proceso de consciencia que la persona logra en terapia cuando el proceso funciona le lleva a una vida diferente, pero es un camino largo y la vida suele confrontarles varias veces con sus sombras en ese proceso. Pues probablemente pase lo mismo a nivel social. No creo que aprendamos sólo de este virus. Son muchos los intereses y mucho el miedo y la necesidad de creer que volveremos al «antes». Pero la vida es más fuerte y más sabia que nosotros. Con el tiempo lo aceptaremos.

Y una última paradoja. Estos días trabajando con equipos de los centros de protección hablaba de cómo lo que estamos viviendo toda la sociedad ahora en realidad los chicos y chicas de los centros de protección son de los pocos que ya lo habían vivido. Conocen de sobra lo que es perderlo todo y empezar de cero, no hay como ver sus ojos el día que les sacan de casa y les llevan a un centro. Saben lo poco que pueden llegar a conservar de su vida: ropa, fotos, historia… ni siquiera pueden llevarse cuando se van del centro fotos de los amigos que hicieron allí o de las cosas que vivieron durante esos años porque ley de protección de datos no se lo permite. Saben lo que es que alguien los encierre, que alguien decida por ellos y ellas sobre su vida. Saben lo que es perder a personas amadas a veces sin poderse siquiera despedir. Los chicos y chicas que viven en centros de protección ya lo han vivido. Así que, a pesar de su vulnerabilidad, quizá sobrevivan más sólidos que nosotros en ese «después» que para ellos formaba parte de su «antes» y su «ahora».

Me ha salido un post algo filosófico, así que lo acabo con un video cortito que grabamos el otro día hablando mi amigo Juanjo y yo. Me propuso hacerme un par de preguntas sobre educación como parte de unos diálogos con más gente que está haciendo. Forman parte de toda la reflexión de este post así que con él acabo.

Abrazo grande,

Pepa

 

Mirar hacia dentro

1 mayo 2020
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Las paredes físicas pueden convertirse también en paredes del alma. Y el alma, como nuestra casa, puede ser hogar y refugio o puede ser prisión. Estas dos últimas semanas han sido las más duras del confinamiento para mí, para mi entorno y para mucha gente con la que trabajo. Creo que por muchos motivos. Porque ya pesa, el tiempo se hace más largo, porque el final se ve más cerca, porque el «después» aparece como posible y da miedo… pero sobre todo porque la emergencia externa ha rebajado exigencia para hacer hueco al espacio íntimo. Y ahí hay todo un universo que a veces es hermoso. Otras, no tanto.

Me impresiona ver hasta qué punto somos capaces de vivir mirando hacia fuera, empeñados en controlar el entorno, los acontecimientos, la información y los entornos donde vivimos. Tanto esfuerzo puesto en convertir nuestra vida en predecible porque como seres asustados, eso nos da seguridad. Sin embargo, para mí se renueva un convencimiento íntimo y es que la seguridad no viene de ese control sino de la entrega. No viene de controlar lo que va a suceder sino de la confianza en estar dispuestos a vivirlo, sea lo que sea lo que llegue. Pero confiar pasa por aceptar nuestra fragilidad y nuestra intemperie. ¡Y esa pequeñez y vulnerabilidad nos da tanto miedo!

Cuando miramos hacia dentro, a veces temblamos. Lo diré en primera persona: cuando miro para dentro, a veces tiemblo. Porque somos una ínfima partícula del universo, una pequeña pero hermosa expresión de vida. Somos frágiles, y nos podemos romper con suma facilidad. Eso es lo que somos. Eso es lo que soy. La vida es frágil, en un minuto puedes romper lo que ha costado años construir: una vida, una relación, una certeza, una cultura, unos derechos…

Por eso, a continuación surge la responsabilidad de vivirla, de cuidar esa vida, mi vida, nuestras vidas. Me surge la ternura, el mimo, el cuidado en su máxima expresión. Me surgen las caricias y los abrazos, pero también la justicia social y los derechos humanos. Todos ellos para mí forman parte de lo mismo: la responsabilidad del cuidado de la vida, empezando por la mía.

Pero el temblor, cuando surge, viene de mirar de forma invidual. Porque si al mirar hacia dentro doy un paso más, me doy cuenta de que formo parte de algo mucho más grande, algo mucho más fuerte. La VIDA con mayúsculas es más fuerte y más sabia que yo. Y sobrevivirá mucho más allá de mí, que no soy más que ese granito en la arena de la playa. Soy única, soy valiosa. Pero la vida es mucho más que yo.

De dónde surge la playa? De la suma de granos de arena. Somos una inmensa red de almas frágiles que se hacen fuertes si las ves en su totalidad. Para mí el amor, esas redes de amor de las que me paso la vida hablando y que cultivo con tanta consciencia (y a veces cansancio) como soy capaz, son la base de mi seguridad y mi fortaleza. La trascendencia forma parte de la resiliencia. El amor es un acto de fe y de confianza en el otro. Y ese confiar en el otro me lleva a percibir la totalidad de la playa. Es ahí donde está la fuerza.

Después de casi siete semanas de encierro, hay algunas cosas sin las que sé que no puedo ni quiero vivir. Algunas las sabía, otras las imaginaba pero no en su verdadera magnitud, otras ni las sabía. No son muchas, pero son existenciales:

La primera son los abrazos, las caricias, la piel. No quiero ni puedo vivir sin tocar y ser tocada. Hablo de abrazar en general, pero también en particular, por mi gente amada.

La segunda el sol, el aire y el agua. No quiero ni puedo vivir una vida sin aire y sin sol. Y sin el agua en todas sus formas, especialmente la mar.

La tercera, que aunque parezca obvia, ha adquirido otro significado estos días, no quiero vivir sin mi hijo.

La cuarta, en la que me reafirmo, no quiero vivir sin moverme, incluido viajar. Y sin respirar.

La quinta, no quiero vivir sin árboles.

La sexta, no quiero vivir sin conversar. Me costaría mucho, mucho vivir sin leer, pero no quiero una vida sin buena conversación de almas.

Y una séptima, el número infinito 7, no quiero vivir sin mi memoria.

(Observese que las primeras son «ni quiero ni puedo» las siguientes son tan sólo «no quiero»)

Estos días he cumplido 47 años con una celebración de amor tan especial como inolvidable. Lograron inundarme de amor y me llenaron la casa del olor de mi red de amor. No tengo palabras para agradecerlo. Y ha formado parte de este «mirar adentro».

Igual que las conversaciones con mi hijo. Ayer, por un trabajo y por ese mirar hacia dentro en el que andamos metidos, mi hijo me preguntaba qué cambiaría de mi vida. Y me sorprendió decirle que muy pocas cosas. El ejercicio físico, mi cuenta pendiente. Y mi manejo de la rabia, muy, muy mejorable 😉 pero en lo demás… es el camino que he hecho, la cantidad de cosas que he cambiado hasta llegar aquí, incluyendo el lugar donde vivir, trabajos, relaciones, hábitos y cosas de mi forma de ser. El tiempo y el esfuerzo que me costó.. no fue fácil pero logré cosas como poder llorar delante de otros, poder enfadarme más y más flojito, poder pedir ayuda, no agotarme hasta enfermar, no cuidar para que me quieran, legitimar mi derecho a muchos y buenos placeres, cocinar hasta una tarta ;-), nombrar cosas innombradas y algunas cosas más.. el camino ha sido largo y en este «mirar adentro» encuentro paz.

Me quedo con esa paz. Con esa certeza de la fortaleza de la playa y mi fragilidad como grano de arena. Y reitero mi acto de fe: confiar.

Abrazo inmenso,

Pepa

 

 

El «después»

15 abril 2020
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Siempre me impresiona ver cómo los seres humanos con historias, situaciones y caracteres tan diversos podemos vivir de forma tan similar las experiencias humanas radicales. No ocurre con las intrascendentes o con las pequeñas, pero sí con las radicales. Solemos decir que hay muchos modos de vivir el dolor, el amor, la muerte o la enfermedad. Sin embargo, conforme pasan los años, yo tengo cada vez más la sensación de que existen unos mimbres comunes al psiquismo humano que hacen confluir las vivencias cuando son radicales. Confluir, eso sí, siempre de forma polarizada, en lo bueno y en lo malo, sacando lo mejor y lo peor de nosotros mismos.

Me está ocurriendo con todo lo que nos está pasando. La primera semana toda la gente con la que conversaba andaba con cierto aire de irrealidad. O bien irrealidad por el dolor abrumador que le estaba llegando y que le tenía noqueado, o bien irrealidad por centrarse en esa parte luminosa que esta experiencia nos ha traido también, pero obviando el dolor y la intemperie. La segunda semana fue más confusa, pero la tercera sin dudarlo llegó la carga de profundidad. Muchas personas a mi alrededor entraron en crisis. En unos casos por el dolor vivido en situaciones tan surrealistas, tan inimaginables hasta ahora que se quedaban sin recursos para afrontarlo. En otros casos porque el confinamiento, la falta de libertad y la dimensión global de lo que está sucediendo les llegaba incluso a sus espacios protegidos y les empezaba a pasar factura. Me pareció un proceso similar a cuando vas de viaje o de vacaciones, las primeras dos semanas suelen ser de vivencias pero sigues muy activado mentalmente bien al trabajo del que no has desconectado, bien a la vivencia y descubrimiento del viaje. Es normalmente en la tercera semana cuando si estás de viaje, empiezas a añorar y si estás de vacaciones, a descansar.

Y luego llegó la cuarta. Y ahora la quinta. Y en la cuarta apareció el «después» tímidamente. En la quinta ya aparece casi constante en las conversaciones. ¿Cómo afrontar el «después»?

Y yo no paro de recordar algo que he aprendido en mis viajes por el mundo. Lo aprendí especialmente en Centroamérica. Allí muchas veces conversaba con las asociaciones, entidades e instituciones con las que trabajé que me sorprendía la escasez de inversión en infraestructuras para territorios tan pequeños e incluso en zonas de niveles económicos más elevados. También pasaba en la vida personal, veía cómo la gente invertía mucho en viajar, en educación, pero no tanto en sus casas. Hablo, claro, de un nivel económico medio. Al hablarlo en diversos países las explicaciones coincidían. Ellos decían: «¿Para qué vamos a invertir en cosas que se van a destruir? Cuando no es un terremoto, es un huracán y si no un maremoto». Es una región acostumbrada a la fragilidad. Cada cierto tiempo la naturaleza llega a impone su presencia. Siempre me impresiona en las casas de mis amigos de algunos países de esa región ver las bolsas que hay junto a las puertas. Son unas bolsas pequeñas que tienen listas para cuando estalle un terremoto tenerlas a mano para salir: una muda de ropa, la documentación, algunas medicinas, un par de fotos.. poco más. En la puerta de la entrada de la casa. En general, en Latinomérica y el Caribe y en Africa la gente vive muchísimo más conectada a la naturaleza, para venerarla, para temerla o para expoliarla..pero conectados. No ocurre lo mismo aquí en Europa.

Pero hay un concepto que aprendí entonces y esta semana ha vuelto a mí una y otra vez: ligereza. Cuando pienso en el después, intento centrarme en cómo vivir la vida yo, cómo hacerlo con mi hijo. No quiero pensar tanto en el cambio global, porque me surge la rabia, sino en mi cambio personal, en cómo gestar una vida más humilde y más sostenible, en qué cosas quiero cambiar, en cuáles son los parámetros en los que habré de aprender a vivir. Y qué podré ofrecerle a mi hijo. Y me surgen algunos parámetros que quiero compartir.

El primero es el cambio constante. Ya sé, ya sé que la vida es cambio. Aún recuerdo aquel aprendizaje de Asia: «The Mekong always flows and flows in the same direction», hagas lo que hagas, el Mekong siempre fluye y fluye en la misma dirección. Pero para mí se va imponiendo la sensación de que va a tocar aprender a vivir en un mundo que cambie constantemente, un mundo en el que la permanencia no sea posible. Un mundo en el que toque migrar porque una tierra se convierta en invivible, o porque desaparezca o porque esté tan contaminada que no sostenga la vida. Un mundo en el que toque cambiar de casa y de lugar y de trabajo y de… cambiar. Toca aprender a no permanecer. Nosotros, los humanos; yo, la primera, estamos tan aferrados a nuestros lugares, nuestras costumbres, nuestras tradiciones.. Nos toca en cierto sentido volver al origen del ser humano, cuando se movia donde era necesario para sobrevivir. Las grandes migraciones han sido una constante histórica, pero ahora los movimientos racistas y clasistas que están teniendo un auge increíble en Europa son justo para poder permanecer y no movernos de donde estamos, para que no nos «quiten» lo que nosotros construimos a partir de lo que quitamos a otros.

Y en ese cambio entra la ligereza. Soltar las cosas, las posesiones, las relaciones..soltar.  Este ejercicio que mucha gente propone estos días de intentar pensar en qué meterías en una maleta si fuera lo único que te pudieras llevar de tu vida tengo la sensación de que va más allá de una imagen, de que nos conviene pensarlo de verdad. Como las bolsas de entrada de casa de mis amigos.

Soltar hasta la vida, porque no sabemos a quién le llegará el virus, éste y los siguientes que vendrán. No sabemos a quién le tocará irse y a quien permanecer un poco más. Por supuesto hay factores estructurales y políticos. Permaneceremos más los que tengamos un sistema de sanidad público y sólido, los que invirtamos en investigación y sobre todo los que construyamos alianzas entre pueblos y naciones que posibiliten la supervivencia. Pero para eso… falta mucho, o quién sabe si llega.

Pienso en la vida de mi hijo, y siempre pensé que lo mejor que podía enseñarle era a saber adaptarse a los cambios. Dormir en cualquier sitio, comer cualquier cosa, abrir nuestra casa cuanto hiciera falta, adaptarse, viajar, conocer otras culturas, otras formas de vida…entender que no es posible comer en el mismo plato, en la misma mesa, la misma comida y a la misma hora. Pero ahora es más si cabe.

El segundo parámetro con el que habrá que aprender a vivir es el miedo global. Y el miedo lleva a la desigualdad, porque lleva a la parte más animal del ser humano, a su necesidad de supervivencia. Ya cuando escribí «Educando la alegría» lo hice porque estaba asustada de la cantidad de miedo que les estamos inculcando a los niños y niñas en la educación, el tiempo que pasamos hablandoles de la parte más horrible del mundo, de todo lo malo que podía pasarles. Les enseñábamos a no salirse del redil, a buscar la seguridad. Y ahora? Ahora eso se va a volver radical. Porque el miedo es estructural, es como si lo pudiéramos mascar. Estamos enfermos de miedo.

¿Cómo pelear contra esa enfermedad? ¿Cómo hacerlo yo y cómo enseñar a mi hijo a hacerlo? Enseñarle a confiar, a dejarse en las experiencias, a pensar más que nunca en que pueda gozar la vida. ¿Cómo amar y arriesgarse a amar a pesar del miedo? Porque para amar hace falta correr riesgos.

Pero el miedo es global, aquí no hay bandos que valgan, por mucho que a corto plazo se va a incrementar de un modo espeluznante la desigualdad social.  Al final todos somos uno. Y a medio plazo aprenderemos que la humanidad es una, una sola especie, una sola mente, una sola entidad.

Y hay un tercer parámetro que, sin embargo, en este caso no es nuevo para mí. Es un parámetro de vida en el que me toca reafirmarme: el encuentro humano. No sé qué ocurrirá, no sé cuanta permanencia me será regalada. Lo que sí sé es que, sea la que sea, la quiero vivir en tribu, en comunión, en espacios de encuentro. Si puedo tocarme, mejor, si no, con la mirada, o con la palabra, o con los hechos. Pero no quiero vivir sin mi gente amada y aún más allá, sin la posibilidad de seguir conociendo y encontrándome con gente nueva. Quiero conversar hasta el último aliento, o compartir silencios, o mirar los bosques pero hacerlo de la mano de otros seres humanos. No quiero sobrevivir a cualquier costa. Nunca lo quise. Ahora menos.

Estos días, hablando del después, me comentan cosas muy diversas. Por un lado que se habla de recuperar los mercados al aire libre, las estructuras pequeñas que son más inocuas, revisar el tema de los aires acondicionados. Pero por otro las empresas invirtiendo en grandes servidores que permitan trabajar en sucesivos confinamientos, incrementar la potencia de la red que es parte justamente del problema, pero que ahora mismo salva tanto y a tantos. Me hablaban de una vida más sencilla, más de campo. Pero por otro de una crisis económica imposible de dimensionar, y de la pérdida de avances sociales que parecían incuestionables. Me hablan de muchas cosas que son cambios estructurales, no son temporales. No sé cuántos de estos cambios se harán realidad.

Sólo sé que cuando visualizo qué haré el primer día que salga de casa lo tengo claro. Bajar a la cala de debajo de casa y meterme en el agua del mar con mi hijo. Sin más. Y honrar el privilegio de estar viva, de ser amada y amar, de estar aquí y ahora. Y, poco a poco, fluiré donde decida el mekong. Porque toca ser humilde de una vez por todas, reconocer que no controlamos, que hemos sido tan engreídos como para creernos más fuertes que la naturaleza y que la vida. Lo que me queda es aprender a vivir con estos nuevos parámetros que están por llegar. Y confieso que no sé si sabré adaptarme del todo. Confío en que mi hijo y los niños y niñas que amo sí lo sean.

Os abrazo largo,

Pepa

La intemperie

16 marzo 2020
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Quedarse a la intemperie. No yo, ni tú: todos. Sin lugar para guarecernos. Ni persona a la que abrazarse.

Toca aprender.

Aprender que somos todos uno. Que no hay otro refugio que el amor y el cuidado que nos una como especie. Porque no cabe salvarse solo. O nos salvamos todos o ninguno. La aceptación de que nuestros límites y fronteras son una quimera. O nos cuidamos todos o no funciona.

Aprender que somos caricia. La piel, la presencia… lleva dentro una parte de nuestra alma. Nos escuchamos por teléfono, incluso nos vemos las caras… pero olernos, sentirnos, tocarnos.. ése es un nivel de soledad que requiere salir a reconocerse en los balcones, hacerse presentes, hacerse reales. Para no olvidar nuestra piel. Y aceptar la paradoja de que el sacrificio de esa parte de nuestra alma, que es nuestra piel, es nuestro mayor acto de amor ahora mismo.

Aprender que a la seguridad no llegaremos por el control sino por la entrega. La aceptación de que no controlamos, de que apenas podemos poner puertas al aire. Toca hacer, pero aceptando que la vida es más fuerte que nosotros. Y que el sistema en el que vivimos, basado en la injusticia y con pies de barro, se cae a pedazos por un bichito. ¿Por qué? Porque era una mentira muy conveniente.

Aprender que en las situaciones límite el ser humano se revela como lo que es: capaz de lo mejor y de lo peor. Los blancos y negros que surgen en las situaciones extremas y que luego, cuando todo acaba, has de hacer un esfuerzo para volver al arco iris, a los matices, pero sin olvidar nunca lo que viste entonces. Son tiempos de blancos y negros. Estar o no estar. Salir o no salir. Eso lo aprendí con la muerte de mis padres y cuando me operaron con 29 años y no lo he olvidado. Y situación a situación que me toca afrontar me encuentro con lo mismo. Si tomo al ser humano, lo tomo completo, con la moneda de dos caras: su capacidad para hacer bien y su capacidad para hacer daño todo junto. Lo mejor y lo peor.

La pregunta sigue siendo si aprenderemos. Porque la vida lleva dándonos señales de alarma hace tiempo. Y cada vez habla más alto. Y más claro. Sólo que el ser humano nunca fue demasiado bueno en escuchar. Y para mí el mensaje que escucho es claro: somos insignificantes, pero valiosos. Como la vida en sí misma, como  cualquier otra especie… algo pequeño pero muy, muy hermoso.

Así que me quedo con la moneda completa, con la hermosura, la caricia y la quimera.

Os abrazo más que nunca.

Pepa

Un jardín frente al mar

30 enero 2020
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Érase una vez….

Una niña que vivía en una hermosa casa con un jardín escondido. La casa era antigua como mayores eran sus padres y sus suelos crujían, sus paredes hablaban y olía a una mezcla de lavanda y canela, especialmente en primavera. Como cualquier casa anciana, que guarda en el aire amores y miedos ancestrales.

Lo que hacía diferente a aquel lugar no era la casa, sino el jardín. Un jardín escondido, que no se veía desde la calle y por detrás se asomaba a un acantilado frente al mar, así que tampoco se podía bordear. Sólo desde lejos los veleros que navegaban aquel recodo sabían de su existencia y podían intuir su belleza.

Para la niña aquel jardín era su lugar en el mundo, su rincón para esconderse, su piel. Aquellos árboles que le hablaban mecidos por el viento y le permitían ocultarse en los huecos de sus troncos. Aquellas flores que trataban de ser vistas cuando ella pasaba. Aquel musgo que crecía en los rincones. Aquellos sonidos de vida que llegaban hasta su cama para acunarla cada noche.

La niña era consciente de tanta hermosura, pero en su inocencia la creía imperecedera, como nos sucede siempre en la inocencia. Había aprendido a interpretar las diferentes lenguas que hablaba aquel jardin y a medirlas en su piel, en sus sentidos. Eran parte de su ser y la arrullaban en un murmullo que hacía imposible la soledad.

Su madre adoraba aquel jardín. Fue ella quien le enseñó sus lenguas y sus caricias. Con ella aprendió a mirar. Ella no corría, ni saltaba de sus árboles, ni se escondía en sus rincones. Tan sólo se sentaba cada día en un sillón de mimbre con una taza de café para ver atardecer sobre el acantilado. Y la niña, que adoraba aquella rutina, acudía a su lado, se sentaba en sus pies o en su regazo, y sentía las caricias de su madre, los sonidos de su jardín y el atardecer a lo lejos, todo en una sensación misma, única e indescriptible.

Y aquella cadencia de caricias, sonidos y colores fue configurando su ser. No había sonido discordante, ni ausencia ni tormenta que le hiciera dudar de aquella certeza. Hasta que un día..

Un día llegó su primer secreto. Un secreto que debía guardar. Un secreto que le asustaba y le dolía por igual. Tampoco en eso aquella niña era diferente. Todos guardamos secretos. Algunos nos vienen impuestos desde la única fuerza capaz de imponernoslos: el amor. Otros nos llegan sin pertenecernos pero los hacemos nuestros. Muchos permanecen escondidos en el aire y las paredes de nuestra infancia y cuando los descubrimos nos desarman. Algunos otros llegan por vergüenza de nuestros errores. Todos tenemos cosas que callamos anidadas en nuestra piel.

Aquel secreto le hizo temblar y tener frío cuando llegaba el atardecer. Así que empezó a entrar en casa y cerrar su ventana por la noche. Aquel secreto le generó tanto ruido dentro de su cabeza que dejó de poder distinguir el lenguaje de sus árboles. A la niña le daba miedo no poder guardarlo, ser descubierta, sobre todo por su madre, así que empezó a rehuir sus caricias. Su madre, extrañada, pensó que su niña estaba haciéndose mayor. Como le ocurrió a ella muchos años atrás. Siguió llegando cada noche a su cama, pero la niña se hacía la dormida y su madre le besaba en la frente sintiéndose impotente.

La niña no supo muy bien qué hacer con aquel secreto. Así que bajó a su jardín, se escondió en uno de sus rincones más lejanos, y lo enterró allí.  Y luego huyó. Salió de casa, abandonó su jardín y se refugió en el bullicio del cole y cuando se hizo mayor del trabajo. Creció guardando profundo los sonidos de su jardín y aquel olor a lavanda y canela. Se convirtió en una mujer hermosa y valiente. Tuvo una vida apasionante. Era dificil intuir su secreto, porque aprendió a vivir con él. Acariciaba a la gente que amaba, pero le resultaba más dificil dejarse acaricar. Viajó por selvas pero sin entrar en las casas antiguas y hermosas. Y, sobre todo, utilizó lo que su jardín le había enseñado para aprender el lenguaje de las almas. Sobre aquel secreto llegaron muchos otros. Como había aprendido a guardar secretos, se le daba muy bien guardar otros, tanto suyos como los de los demás. Su madre murió sin que ninguna le dijera a la otra lo que ambas sabían.

Pero hay algo que aquella niña tardó mucho en comprender y es que los secretos anidan en la piel. Por muy profundos que los escondamos, se quedan aferrados a la piel, forman parte de ella y cada caricia los hacen despertar. Y a aquella niña, ya mujer, nunca le faltaron caricias. Y esas caricias, cada una de ellas, despertaban su piel, y le impedían olvidar. Hasta que por fin decidió regresar a su mar, y buscar su jardín.

En aquella casa vivían ya otras personas, en su aire se escondían otras memorias que ella no reconocía como suyas. Además de lavanda y canela, olía a tomillo. Tuvo una sensación muy rara de volver sin regreso, de pertenecer y estar fuera al mismo tiempo, de reconocerse y extrañarse, todo en uno. Necesitó ayuda de los nuevos dueños. Pero logró abrir la puerta de su jardín. Ella estaba segura de reconocer el camino hasta aquél rincón donde lo había enterrado hace tantos años. Había medido los pasos y sabía cuál era el arbol bajo cuyo tronco cobijó su secreto. Pero sus pasos de mujer no servían para medir las distancias. Y habían crecido otros árboles. Y donde ella recordaba que había un hueco había crecido un musgo tupido.

Empezó a temblar, asustada de no poder hallarlo. Tuvo que sentarse y concentrarse en regular su respiración. Necesitó silencio. Y presencia. Y entonces sintió una cadencia en su piel que apenas recordaba. Era su jardín que vibraba a través de ella. Comenzó a escuchar las memorias escondidas en las hojas de los árboles. Hasta casi le pareció sentir las caricias de su madre en su pelo. Fue como si su cuerpo despertara a memorias que ni recordaba tener. Cerró los ojos y permaneció en silencio. Cada vez más callada. Su piel vibraba y temblaba, todo en uno. Estaba viva.

El atardecer la encontró sentada bajo uno de aquellos árboles, sintiendo vibrar los ecos de lo que se escondía bajo sus raíces y que ya no necesitó desenterrar. Porque formaba parte de su jardín, de su piel, de sus certezas. Abrazó a aquel árbol para sentirlo, para sentirse. Y le dio las gracias. Se dio las gracias. Lo demás vendría por añadidura.

Pepa Horno

30/01/2020

El «por» a dejar volar

28 noviembre 2019
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«Por» significa «miedo» en catalán. Es una palabra que me encanta, una de esas palabras que guardan todo un laberinto sólo en la forma de pronunciarlas (la r casi no suena, a mí me suena más a «po»), en su sonido. De esas palabras fáciles de las que te apropias casi sin darte cuenta. Mi hijo está integrando el idioma de nuestra roqueta, lo entrecruza con su lengua materna y va eligiendo de forma inconsciente expresiones y significados particulares. Es uno de los muchos regalos que nos está dando esta tierra. Yo comprendo el idioma y lo leo, pero no llego a vivenciarlo como él.

Ha cumplido 13 años esta semana. Lo celebramos rodeados de amor, de esa red de amor que hace que siempre salga el sol en su cumpleaños y en el mío, aunque haya diluviado el día anterior. Esa red que crea vivencias que fluyen, que son fáciles, que crean hogar. Pidió una bici como regalo de cumpleaños para poder ir y volver en bici al cole, moverse con sus amigos y tener aún más autonomía. A mí me pareció maravilloso y le apoyé. A nuestra red de amor también y todos contribuyeron a hacerla realidad. Hasta nos regalaron el casco y la cadena. Así que el martes fuimos a comprarla.

Cuando salimos de la tienda llegó para mí el momento de bajar a la tripa una decisión de cabeza. La bici no cabía en el coche, así que le tocaba volver a casa en bici desde la tienda donde la compramos. Media hora de recorrido, casi en su totalidad por carril bici, pero ya haciéndose de noche, con un par de cruces y tramos difíciles y cruzando carreteras grandes.

Confío en él y en su capacidad. La decisión educativa estaba clara y era coherente con lo que deseo para él: autonomía y confianza en sí mismo. Pero mi cuerpo tembló, mi tripa se retorció de miedo y me pasé la media hora haciendo la compra para estar ocupada y no pensar mucho. Es tonto, porque habrá otras muchas salidas, cada día, y el riesgo seguirá estando ahí. Pero ya no será la primera. Ni para él, ni para mí.

Cuando llegué a casa con la compra, él acababa de llegar y estaba poniendo la cadena a la bici con una sonrisa de oreja a oreja. Me confesó que había pasado «po» también, que no sabía si sería capaz de subir la cuesta que tiene que subir para ir al cole cada mañana, que casi se da contra una papelera de una farola, que el camino se le había hecho más largo de lo que esperaba… pero todo lo contó con una sonrisa de oreja a oreja, con ESA sonrisa.

Y fue esa sonrisa y no otra la que deshizo mi nudo del estómago.

A partir de ahí, toca confiar.

Estos días he recordado mucho una costumbre que tenía mi madre sus últimos dos años de vida, que fueron mis primeros de carrera estudiando fuera de casa de mis padres. Volvía a casa una vez al mes a pasar el fin de semana y ella siempre me esperaba en la puerta (mi padre lo siguió haciendo después de que ella muriera) y cuando salía del ascensor, casi sin poder soltar la maleta, me abrazaba largo, largo, largo. Minutos podían ser. Y al cabo del rato me soltaba y me decía «ya está, ya tienes el alimento que necesitas para todo el mes».

Alimento para el alma tejido de abrazos. Eso y nuestros ángeles son la base de mi confianza. Lo que acompañará a mi hijo y su bici.

Pepa

 

Vivencias

30 septiembre 2019
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En mi vida hay una constante. Cada cierto tiempo me llegan regalos, algunos más inesperados, otros que podía intuir, pero que siempre me conmueven. Muchos de esos regalos me llegan de mi gente amada. A veces es un amanecer compartido, otras una frase o una caricia. Muchos se encarnan en el rostro y la sonrisa de mi hijo. Pero en mi caso tengo el privilegio de que muchos otros me llegan a través de mi trabajo.

Esos regalos sirven para adquirir la verdadera dimensión del camino, de cada paso, decisión a decisión, que he tomado en mi vida profesional. Creo en el valor de lo que hago. Lo vivo. Lo hago mío. Y, para bien y para mal, eso se nota. Por eso mi trabajo se vuelve vivencia. Y privilegio.

Llevo muchos años trabajando en el ámbito de protección infantil y el desarrollo afectivo de los niños, niñas y adolescentes. Tratando de promover redes, puentes y enlazando mundos. Mundos en los que el amor y el cuidado vayan de la mano, donde el amor no se dé por supuesto sino que se convierta en rutina cotidiana, mundos donde los límites tengan que ver con la seguridad y no con el miedo. He intentado siempre hacer comprensible lo difícil, hacer corporal y concreto lo abstracto, y sobre todo hacer visible el dolor y el amor invisibles. Todo eso es para mí mi trabajo. Y más.foro_educacion212

Pero no siempre me paro a pensar en el significado de lo que hago, en su relevancia. Tengo claro su sentido, y sigo adelante. Me llena, lo vivo. Con eso me basta. Hasta que llegan días como el del Congreso «Hablemos sobre educación» que se celebró aquí en Palma, en la que ya es mi roqueta, hace dos sábados. Lo organizaba una mujer increíble, Cristina, que se merece formar parte de esta entrada sólo por su capacidad de mover y remover, de ordenar e impulsar, de ver en el detalle pero sin perderse en él. Cristina hizo posible esa sala llena de 1700 personas, y esa luz, y esa energía que hubo allí.

Nunca había hablado para tanta gente. Al menos no siendo consciente de ello como lo fui ese día. Y hacía tiempo que no estaba tan nerviosa por una conferencia. Y no porque no tuviera claro lo que quería decir, sino por la consciencia de su significado. Hablé de las vivencias, de cómo educamos en lo que vivimos, no en lo que decimos ni en lo que hacemos. Y cómo lo que vivimos tiene más que ver con nosotros mismos que con nuestros hijos e hijas. Tiene que ver con nuestro cansancio o nuestro miedo, la capacidad que tengamos de poder cuidarnos, la integración que logremos de nuestra historia de vida y la red de apoyo que construyamos.

Pero para mí ese día estuvo lleno de vivencias de las que no se ven, pero que merecen relato aquí en este blog que es también mi hogar.

Les pedí a mis amigos que estuvieran, aunque no los pudiera ver entre tanta gente, pero sabía que estaban ahi. Miraba al escenario y pensaba en la cantidad de amor que había en esa sala. En las amistades tan increíbles que he construido en tan poco tiempo de vivir aquí. También en la gente que me sigue, que me lee, que ya me para por la calle para emocionarme. Esta isla, que es la suya, y es también ya mía, está llena de amor para mí. De amor y mar. Esa energía de amor no se veía pero era real. Flotaba en el aire de esa sala.

foro_educacion105 Luego, al acabar, nos fuimos a comer al mar. Y reímos, y pasamos calor, y simplemente celebramos. Porque tocaba celebrar, había mucho por celebrar.

Estaba nerviosa y se lo conté a mi hijo. La noche anterior a la conferencia la conversación había sido así:

 

¿Estás nerviosa, mami?

-Sí

-Pues te voy a decir cómo tienes que empezar y todo te irá bien. Primero dales las gracias, porque son mucha gente la que va a ir a verte, y merecen que les des las gracias. Y luego diles la verdad, diles que estás nerviosa, que nunca has hablado ante tanta gente y que estás nerviosa. Ellos te entenderán y a partir de ahí todo irá solo.»

Le hice caso. Ese fue mi comienzo. Hablábamos de educación, y de vivencias. Y de la capacidad de como madres, padres o educadores tenemos de mostrar nuestra vulnerabilidad, aceptar nuestros miedos sin perder por ello nuestro rol protector. ¡Qué mejor forma de empezar podría haber que reconociendo mis propios nervios!

foro_educacion130Pero hubo mucho más. La hora esperando detrás del escenario para salir. Los nervios, la profesionalidad increíble de quien gestionaba el auditorio. La vulnerabilidad de quien organizaba el acto. Y la certeza de haber logrado algo que no es común.

Recuerdo cuando llegué por la mañana, con una amiga, y la gente estaba ya esperando. Ese saludar sin detenerse, pero agradeciendo que estuvieran allí, todas y cada una de esas personas dieron sentido a ese día.

Hubo cuatro ponencias. Tuve el privilegio de compartir cartel con Toni Nadal, Mar Romera y el Juez Calatayud. En realidad fueron cinco ponencias, contando con la presentación genial que hizo Cristina, que fue en sí misma una ponencia, con aquella carta que escribió y leyó. Además hubo un par de mesas de experiencias y una actuación musical de una orquesta infantil. En las cinco ponencias se dieron visiones muy diferentes de lo que significa educar. En varias cosas contrapuestas. Hubo aplausos para todo el mundo, porque cada cual se quedará con lo que quiera. Porque ésa es la clave: cada uno de nosotros elegimos una forma de integrar las vivencias, y desde ahí crecemos, y lo hacemos lo mejor que podemos.

IMG-20190921-WA0011Y cuando acabé llegó corriendo mi hijo a abrazarme. Se había colado en la sala junto con uno de sus amigos del alma y les dio para escuchar un rato al último ponente solo y así pudimos conversar por la tarde con él y sus amigos sobre lo que habían escuchado. Para que supieran y entendieran por qué era bueno que disintieran de lo escuchado.

Hablé aquel día sobre vivencias. Ésta fue mi vivencia. Y me siento infinitamente agradecida por ella. Es uno de esos regalos que me recuerdan el camino recorrido y su sentido.

Gracias a todas las personas que llenásteis aquella sala. Gracias por cada aplauso, por cada sonrisa. Gracias a todas las personas que lo hicisteis posible. Y gracias, Cristina. Sé que seguirás.

Pepa

 

Murallas y refugios

26 agosto 2019

Siempre hay puertas que se cierran, y una nunca sabe lo que sucede de puertas para dentro, salvo que te inviten a entrar. Y en cierto modo ni siquiera entonces. Llegas a intuir, llegas a percibir el aire que se respira, pero no formas parte de aquello.

Las puertas del alma. De cada corazón. De cada persona. Nuestra mente, nuestro corazón, nuestras tripas. Sentir que llegas a conocer a otra persona y darte cuenta de que apenas empezaste. Pero creo que ahí justo reside la maravilla. En el asombro constante, en cada nuevo descubrimiento, en ese cambio permanente. Como me enseñaron en mis viajes por Asia «the Mekong always flows and flows in the same direction», «El Mekong siempre fluye y lo hace siempre en la misma dirección». No hay permanencia, sólo cambio. Intentamos aferrarnos, pero no podemos parar la vida. Se trata de vivir, de surfear la ola, sea la que sea.

No hay certeza, sólo intuición. Como me dijo un amigo una vez «cuando creas conocer algo, deshaz la idea, porque será tan sólo una imagen limitada de su realidad». No cabe el aburrimiento si vives con consciencia porque el descubrimiento es constante. Y de vez en cuando, a menudo si tienes suerte, el honor y regalo de ser invitado a entrar en otra alma. Y entonces toca escuchar, callarse, quedarse quieta para percibir, sólo fluir. Fluir con el río interior. Y saberme una privilegiada por ello.

Las puertas de un vínculo. Sea cual sea. Esos códigos únicos que se crean, que sólo sirven en ese vínculo, que no se pueden repetir, que no vuelves a encontrar en otro lugar. Por eso cuando amas te transformas. No hay regreso. No hay sustitutos. La persona es única. El vínculo lo es. Y los demás intuyen, atisban y observan. Pero no pertenecen. Yo he pecado muchas veces de arrogante en mi vida al hablar de los vínculos de los demás, pero intento mejorar ;-). Cada vez miro más y hablo menos. Y eso que sigo hablando a veces demasiado.

collage fotos de joseLas puertas de un hogar. Lo que sucede dentro en realidad nadie lo cuenta. Cuando alguien te abre su hogar, te invita a comer, a dormir en su casa tienes la certeza de estar siendo invitado a su intimidad. ¡Qué privilegio!. Aunque sea de visita. De las mejores cosas de mi vida me han llegado entrando a los hogares de la gente que amo. La relación cambia, se coloca en otro lugar. Igual ocurre cuando viajas con alguien, que conoces cosas de esa persona que nunca vas a conocer de otra forma. Ese debería ser el orden en una pareja: viajar juntos, convivir, optar.

Cuando hay dolor, cuando las personas sufrimos, cualquiera de esas puertas se cierra. O más bien todas ellas. Y cuesta dejarlas abiertas. Cuesta permitir al otro entrar. Tenemos miedo. Y pedir ayuda nos cuesta muchísimo. A mí me cuesta dejar ver mi dolor primario cuando llega, siempre espero a recomponerme mínimamente. Pero la maternidad me enseñó a aceptar mi vulnerabilidad y a pedir ayuda mucho más y mucho antes. Al menos la mayor parte de las veces 😉 Así que también en eso mi hijo me hizo mejor persona. Pero es importante recordar que nuestros hijos presencian nuestros dolores, los viven, los conocen porque están dentro de esa puerta desde el primer momento.

Las puertas son un buen símbolo de la vida. Pueden protegernos o pueden aislarnos. Son murallas o son refugio. Yo este verano he tenido de ambos intensamente: murallas y refugios.

Abrazo inmenso, ya de vuelta,

Pepa

Pd. El collage son fotos que hizo mi hijo este verano, me ha dado su permiso para utilizarlas. Son las maravillas que ve cuando mira. Todas ellas se dieron dentro de varias puertas.

Dejarse

6 junio 2019

Estoy teniendo un fin de curso algo movido, por decirlo de una forma sutil. No malo pero sí intenso. Muy lleno de vida, de emergencias, de crisis pero también de hermosura y caricia. Estoy en uno de esos momentos en que me cuesta resumir o narrar algo que no me acabe pareciendo injusto por inexacto o limitado. Así que voy a hacer una de esas entradas caóticas que escribo algunas veces con enumeraciones de cosas sin un hilo aparente aunque quizá al final acabe teniéndolo.

Empecemos por una cena del otro día con dos amigos de alma. Les contaba como uno de los aprendizajes clave que ha traído la calva a mi vida es el dejarme. Dejar de controlar. Perder el orgullo. Perder la falsa sensación de omnipotencia. Decíamos que cuando afrontamos la enfermedad o como en mi caso la calva que no conlleva enfermedad pero sí vulnerabilidad, intentamos controlar. Controlamos creyendo que los medicamentos nos van a curar, que si seguimos tratamientos el pelo volverá. Pero no vuelve. Controlé y controlamos en el otro extremo creyendo que la actitud o la consciencia curan. Pero el pelo no vuelve tampoco. Algunos creerán que porque no he hecho el camino. Otros que algunas calvas no tienen cura. Yo creo, y lo creo cada vez con más claridad, que el pelo volverá cuando deje de creerme capaz de curarme por una u otra via. Cuando entienda que yo no lo controlo, que mi cuerpo sigue su proceso y su ritmo. Quizá el pelo vuelva, quizá no. Quizá lo haga mañana o ya lo esté haciendo hoy. No lo sé. La única verdad que tengo ahora mismo es que yo no lo controlo. Que la enfermedad, la vulnerabilidad, el miedo nos afronta al misterio. Recuerdo una conversación de alma con un amigo al que adoro cuya mujer se salvó de un derrame cerebral masivo y él no paraba de preguntarse: por qué nosotros sí y los de la cama de al lado no? Qué tenemos nosotros? No hay explicación. No hay respuesta. Sólo misterio. Quizá esto trate vivir: de dejarse, de confiar. Y por el camino quizá vayamos comprendiendo. En ello estoy. Calva o no calva, estoy en vivir. Y dejarme.

Este fin de semana pasado estuvimos en El Hierro. Fuimos para cumplir un sueño que tuve de niña. Vi un reportaje en El Pais Semanal que aún conservo sobre el que entonces decían era el hotel más pequeño del mundo.

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Cuando vi aquellas fotos pensé que era un lugar hermosísimo y que yo quería dormir allí al menos una vez. 32 años después dormimos allí mi hijo, una amiga y yo. Os dejo un par de fotos.

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Y de nuevo me dio que pensar. Un lugar mágico. El sentido de esa frase de un poeta que le encanta a una amiga «hay que soñar, y soñar intensamente». De las que te dejan muda. Pero esa misma belleza tenía otra lectura. Ir a el Hierro me pareció un poco como ir al fin del mundo. De hecho hay un faro allí al que llaman así. La soledad de esa montaña en medio del océano (qué distinto es el océano de nuestra mar!), la claustrofobia de la que hablan que se puede sentir en las islas y que yo en Mallorca nunca he sentido pero allí palpé desde el principio. Cómo el peque fue acumulando tensión, igual que yo, conforme pasaban las horas pero al mismo tiempo gozó (igual que yo) pescó (eso sólo él ;-)) y nadó. De nuevo me reafirmo en que la vida tiene varios registros y todos suceden al mismo tiempo. La cuestión es de cuantos de esos registros nos enteramos.

Este mes ha sido el de las islas porque también me escapé a Formentera.  Mi primera escapada de placer en años. Sólo por mi. Sólo para mí. Compartido con una amiga del alma en parte y con mi mar sola en otro. Apoyando a unas mujeres valientes que son de las que permanecen en la isla en invierno intentando iluminarla más.

Y hoy he comido a las afueras de Bilbao en un remanso de belleza con dos personas luminosas que han llegado a mi vida para quedarse. Y ahora me he tomado un vino en Vitoria con una de esas personas de corazón abierto y camino compartido.

Y en este relato caótico aún me llega el eco de las risas de la celebración de cumpleaños de alguien al que sólo me nace abrazar una y otra vez. Rodeada de amor, del venido de Madrid ese finde, del venido de Madrid a ser isleño adoptivo como yo y del amor que nos dio un hogar en la roqueta. Amor a raudales que generó risa incontenible. Suficiente para que José entrara, nos mirara divertido y nos dijera «estáis locos». El buen amor hace reir. El sentido del humor genera vinculo. Esa es otra de mis certezas.

Y los días con mi hermana y su amiga, disfrutando de conversaciones de alma. Y la travesía por la traomontana que hizo José para cerrar primaria. Una oportunidad única, otra más, que le ha dado este colegio. También en eso andamos. En la despedida. El año que viene toca nuevo comienzo. Y lo emprendemos con paz y un profundo agradecimiento. Pero también con la certeza de que es el momento.

Y José y su vida social, que es casi casi como la mía. Y el gozo que me da que sea así. Y niños a los que quiero y cuido cuanto puedo. Y la consciencia de estar. Estar ahí.

Y un informe importante acabado. Ya lo soltamos. Ojalá sirva, ojalá lo lean y comprendan lo que significa. Pero eso ya no está en mis manos. En las nuestras estaba sólo escribirlo. Y hacerlo bien. Ahora toca soltarlo. Es descanso y oportunidad.

Y un libro nuevo y diferente en ciernes. Y acompañar la emoción de otro libro escrito por tres profesionales increíbles. El aprendizaje genial de haberles ayudado a darle forma.

Y los reencuentros. Un mensaje despues de tres años. Una cena después de catorce. Y una tarde de conversación en la que por fin pude abrazar a quien me abraza siempre el alma con lo que escribe.

Y podría seguir… Porque hay mucha vida..y poc a poc voy aprendiendo a dejarme. Aunque siga viajando. O precisamente por eso!

Gracias por seguir leyéndome a pesar de mis intermitencias.

Os abrazo,

Pepa

 

 

 

Mi oración

16 abril 2019
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Hoy mis ángeles han vuelto a hacerse presentes. No es que no lo estén siempre, que lo están, así los siento. Pero hace mucho tiempo que aprendí que sólo se hacen «notar» cuando me hacen mucha falta. Y lo que me ha sucedido hoy merece relato.

Resulta que mi hijo cambia de cole el año que viene y estas fechas toca solicitar plaza para secundaria. De nuevo ha tocado las visitas de puertas abiertas, la documentación, los plazos y demás. Yo tenía todo organizado y apuntado en la agenda, y de hecho hoy hemos ido juntos a gestionar el único papel que nos hacía falta y no teníamos, pero con mucho tiempo porque en la documentación yo había leído que el plazo era en mayo, del 13 al 17.

Pues hoy iba en el coche a llevar a una amiguita de José a su casa y luego al estreno de una peli con una amiga, cuando de repente en mitad de una calle, sin más, me ha llegado una sensación de angustia total acompañada de un pensamiento «Pepa, es en abril, no en mayo». Yo iba conduciendo y he pensado «qué tontería, tranquila, lo tienes controlado y apuntado todo». Aún así en un semáforo he sacado la agenda del bolso y he comprobado las fechas que tenía apuntadas y ahi estaban, en mayo. Pero la angustia ha seguido. Así que al dejar a A. en su casa, en el coche mismo he abierto internet y he entrado en la página de escolarización y el plazo real era del 15 al 17 de abril. A continuación, con un nudo increíble en el estómago he mirado el calendario para cerciorarme del día que era hoy y cuando he comprobado que mañana es 17 y que llego a tiempo el último día, he empezado a llorar.

No es que lo apuntara mal, es que hay dos procesos diferentes, y a José le toca el primero, el de abril, no el de mayo. Yo tenía las fechas bien apuntadas pero del proceso equivocado.

Y no lloraba por mi error, lloraba de emoción, de vértigo, de caricia…estos son mis ángeles y ésta es mi fe. La vida me ha puesto pruebas difíciles a lo largo del camino, pero si ha habido una constante en mi vida es que siempre me ha dado aquello que necesitaba para afrontar cada cosa que llegaba. De maneras increíbles algunas veces y lógicas otras, pero nunca me ha dejado caer. Me ha ocurrido con las cosas grandes, y con las pequeñas pero importantes como la de hoy.

Y desde que mis padres murieron, esa presencia, esa luz se hace presente en mis «tripas», en certezas, en sensaciones que me invaden y me llegan. Yo no sabía lo de los dos procesos, ni siquiera había mirado la web, leí el tríptico de una de las visitas de puertas abiertas donde iba la documentación, los criterios y el calendario, sin pensar que pudieran existir dos procesos con dos calendarios distintos. No era algo que yo pudiera recordar, porque no lo sabía.

Así que mañana iré a echar la solicitud con el corazón conmovido. Y con la certeza de que José será feliz en el cole nuevo. Y aquí va mi oración: gracias mamá, gracias papá, gracias tía, gracias padrino. Gracias por no dejarme caer. Ni a mí, ni a José. Os quiero. Vosotros (y la red de amor que nos sostiene a este lado de la vida) sois mi fe.

Pepa

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