Cuando el «después» se va volviendo «ahora»
Estos días he pensado mucho en qué significa poder «salir». Porque al principio era el aire y el movimiento, el hecho en sí mismo de poder caminar, oler, pasear… pero luego, muy prontito, ya no fue suficiente. Queríamos salir pero necesitábamos ver a nuestra gente. Es la «corporalidad social». Como cuando viajas, no es lo mismo leer sobre un lugar que viajar a ese sitio, donde hueles, vives, sientes y tocas. Ahora no podemos tocar, pero al menos queremos todo lo demás. Lo necesitamos. Yo lo necesito.
Al menos sentir el cuerpo de la gente amada, su rostro más allá de una cámara, darnos cuenta una vez más de eso que le decimos tanto y tanto a las y los adolescentes, que por mucho que hablen profundo a través de las pantallas, hay una parte que hace falta, que es innata al ser humano que es el cuerpo. Esa necesidad de tocar y ser tocado, de sentirse y ser sentido. El procesamiento somato sensorial de las «tripas» que explico yo siempre en los talleres. Nos falta eso y cuando nos falta, nos sentimos incompletos. Caminar es valioso, pero caminar junto a alguien es mejor. No sólo eso. Es diferente, sustancialmente diferente. Nos hace falta sentarnos a tomar un café, nos hace falta conversar en persona, nos hace falta oler, saborear, mirar y tocar. Todo lo que el cuerpo percibe, procesa y de lo que se alimenta nuestra alma.
Estos días, además de las sesiones terapéuticas, me está tocando hacer muchas sesiones de supervisión con equipos técnicos de diferentes lugares, sobre todo del ámbito social y educativo. Y hay temas que surgen de forma reiterada, y entonces percibes las semejanzas y las diferencias. Cuando eso me pasa, cuando algo sale en varios grupos siempre siento la necesidad de escribir sobre ello, porque siento que hay algo común y valioso, algo que trasciende un grupo o una situación concreta y que quizá tiene que ver tan sólo conmigo, pero quizá es algo que resuena más allá.
En muchas de las sesiones hablamos de cómo acompañar a los niños, niñas y adolescentes en este «después» que se nos ha convertido en «ahora». Surge en mis propias reflexiones como madre respecto a mi hijo o a mis sobrinos; hablando con mi familia, con mis amigos, con otras madres y padres. Surge en el ámbito educativo, respecto a cómo será la educación que nos viene, cómo encontrar un modo diferente de establecer el vínculo educativo. Y surge en el ámbito social cuando tratamos de acompañar a quienes son más vulnerables.
Muchas personas siguen esperando volver a lo que teníamos, quieren «recuperar su vida», cuando su vida es la que tienen ahora. Nos ha tocado vivir una parte de nuestra vida encerrados. No sabemos si serán sólo estas semanas o volverán más, pero esta es la vida que tenemos. No se trata de que nuestra vida parara y estemos esperando a volver a ella, porque esta vida es nuestra vida también.
Y ahí veo como hay variables que hacen que la gente se bloquee más o fluya mejor en esta vida a la intemperie. Por ejemplo, cuando trabajo con la gente en Latinoamérica veo que hay una diferencia respecto a la gente en España y es que allí en muchos sentidos están acostumbrados a empezar de cero, a volver a empezar. A veces es por un terremoto, o por un huracán o por una crisis económica feroz, pero en sus esquemas mentales entra la opción de «empezar de cero». Ese es un concepto que para la mayoría de las personas europeas de nuestra generación no existe. Hemos crecido en la estabilidad, en el arraigo a las tradiciones y a la historia, en conservar lo que tenemos. Y la idea de poder perderlo sencillamente paraliza a la gente, además de enfadarla. Yo no puedo evitar intuir que en realidad ya lo hemos perdido.
Luego está la edad. Estoy convencida de que quienes peor lo vamos a pasar en este «después» somos justo la gente de mi edad, digamos una horquilla entre los 35 y los 60 más o menos. Los más pequeños y las y los jóvenes aprenderán otra forma de vivir porque no les va a quedar otra y porque son más flexibles a todos los niveles: cognitiva y afectivamente. Aprenderán los esquemas de ese «después» como nosotros aprendimos esquemas diferentes de los de nuestros padres. Porque tienen toda la vida por vivir y construir, en la permanencia que les sea regalada en esta vida aún lo tienen casi todo por hacer.
Del mismo modo, las personas más mayores ya han vivido gran parte de su vida, hicieron su proyecto de vida como pensaron y sintieron que era mejor hacerlo, como pudieron o como les dejaron según el caso. Probablemente una mezcla de todo eso. Pero las personas mayores pueden adaptarse más fácilmente a la supervivencia, a disfrutar las cosas pequeñas y sencillas, a pararse y a integrar lo que tienen.
¿Pero nosotros y nosotras? Personas (yo acabo de cumplir 47 años) que tenemos nuestros esquemas mentales ya construidos, que tenemos ese «edificio interior» ya formado y que tendemos a querer que la vida se ajuste a ese edificio, a nuestros «surcos cerebrales», no al revés. Nosotros y nosotras, que en muchos casos tenemos ya formados nuestros proyectos de vida y hemos asumido compromisos conforme a esos proyectos que quizá en ese «después» ya no podamos cumplir. Nosotros y nosotras, que tenemos la responsabilidad de tirar para delante de un mundo cuyas reglas de la noche a la mañana han cambiado generándonos angustia y desconcierto. Creo de verdad que nosotros y nosotras somos los que peor lo vamos a pasar. Nos toca cambiar y ni siquiera tenemos claro hacia dónde. Nos toca fluir con la vida cuando estábamos acostumbrados a creer que la controlábamos. Nos toca cuidar y sostener y alimentar cuando los medios para hacerlo van a cambiar de un modo sustancial. Y esa es una experiencia vital que no todas las generaciones a lo largo de la historia han tenido. Nos ha tocado.
Me doy cuenta en las sesiones y en las conversaciones que la edad de quien me escucha condiciona la forma en la que integra lo que digo. Me da la sensación de que a lo mejor en los próximos años nos toca escuchar mucho, mucho más a nuestros hijos e hijas de lo que solemos hacerlo, porque quizá ellos encuentren maneras diferentes y más rápidas de fluir y adaptarse a los cambios. Veo a la gente calculando cuánto tardaremos en volver al nivel de bienestar que teníamos en marzo, calculando si serán meses o años. Escucho hablar sobre cuántos niños o niñas podremos meter por aula y cómo habrá que organizar los grupos el curso que viene para que puedan ir al colegio. Seguimos intentando organizar el «después» con los criterios de aquél «antes» que estoy convencida con todo mi ser de que no volverá.
Creo que no aprenderemos todo lo que estoy tratando de decir sólo con este virus. Me temo que el ser humano necesita ser confrontado muchas veces y de forma muy potente para modificar esos «surcos cerebrales» de los que hablaba. Lo veo en la terapia, que es un proceso de consciencia largo en el que las personas, aún deseando el cambio, cuando comprenden sus consecuencias o su magnitud, se resisten o les abruma. El proceso de consciencia que la persona logra en terapia cuando el proceso funciona le lleva a una vida diferente, pero es un camino largo y la vida suele confrontarles varias veces con sus sombras en ese proceso. Pues probablemente pase lo mismo a nivel social. No creo que aprendamos sólo de este virus. Son muchos los intereses y mucho el miedo y la necesidad de creer que volveremos al «antes». Pero la vida es más fuerte y más sabia que nosotros. Con el tiempo lo aceptaremos.
Y una última paradoja. Estos días trabajando con equipos de los centros de protección hablaba de cómo lo que estamos viviendo toda la sociedad ahora en realidad los chicos y chicas de los centros de protección son de los pocos que ya lo habían vivido. Conocen de sobra lo que es perderlo todo y empezar de cero, no hay como ver sus ojos el día que les sacan de casa y les llevan a un centro. Saben lo poco que pueden llegar a conservar de su vida: ropa, fotos, historia… ni siquiera pueden llevarse cuando se van del centro fotos de los amigos que hicieron allí o de las cosas que vivieron durante esos años porque ley de protección de datos no se lo permite. Saben lo que es que alguien los encierre, que alguien decida por ellos y ellas sobre su vida. Saben lo que es perder a personas amadas a veces sin poderse siquiera despedir. Los chicos y chicas que viven en centros de protección ya lo han vivido. Así que, a pesar de su vulnerabilidad, quizá sobrevivan más sólidos que nosotros en ese «después» que para ellos formaba parte de su «antes» y su «ahora».
Me ha salido un post algo filosófico, así que lo acabo con un video cortito que grabamos el otro día hablando mi amigo Juanjo y yo. Me propuso hacerme un par de preguntas sobre educación como parte de unos diálogos con más gente que está haciendo. Forman parte de toda la reflexión de este post así que con él acabo.
Abrazo grande,
Pepa