La vida es el viaje. Es movimiento. Es fluir unos ratos, despeñarse otros. Y en medio de todo, permanece el brillo del sol en las hojas de los árboles, los hilos de amor y el silencio, que susurra sin parar.
Susurraba aquella terraza frente al mar treinta años después. Estaba hecha de risas, de destellos, de candidez y de orgullo. Y esa llamada con quien luego fue su amor hablando de él y de la fortuna de haberle querido.
Susurraba aquella cala de niño, sin coger las llaves, en silencio y tratando de confiar, de querer, de no temblar ante el cuerpo descubierto. Y en aquella azotea hablaban los monstruos, pero tan bajito que había que conjurarlos.
Susurraba el llanto de aquella llamada, encogida en un cuarto a oscuras. Y el abrazo de esos brazos pequeños de quien conoce el azul que protege del escalofrio.
Susurraba ese abrazo de «vete contándome» o «lo conseguiste» o «tú siempre me dices que..». Esa primera llamada a las siete son amanecer siquiera y el frío de ese área de servicio que se llena de ecos cálidos en forma de mensajes. Alguna llamada que no puedes coger porque las lágrimas siempre te refugian en el silencio, en esa habitación de aquel primer año.
Y avanzas los kilómetros de aquella carretera. Y paras a vomitar. Y sigues. Y vuelves a parar. Esa carretera. Y al final no sabes quién eres, pero sí sabes quién no. Y giras en aquella salida.
Cuentas los minutos. El reloj también se escucha en el silencio. Te recuerda al reloj de tus abuelos entre aquellos libros que susurraban palabras. Siempre había palabras en las que esconderse.
Te abrazan. Y abrazas. Solo estás. Y el silencio sigue. Y el revuelto de tripas que no te deja comer.
Y al volver a la carretera, esa carretera, escuchas el viento y a tus ángeles. Tratas de cantar, pero no puedes. Sólo lloras.
Susurran los ojos de quienes son hogar y te esperan. Saben y compadecen y sólo esperan. Lo que necesites. Cuando lo necesites, dicen los ecos en el teléfono.
Susurra tu segunda madre al hablarte de aquella pistola. Esa pistola que habla de lo que nadie hace ni nadie nombra. Y escuchas los ecos de niña, que siguen en las calles de esa ciudad. Y en tu gente, esa gente que sabe.
Y cenas con quienes amas. Y ella te abraza largo, muy largo. Y el reloj de tus ángeles se ve tras el cristal. Y hay secretos que dejan de serlo, y está bien que así sea, porque hay dolores que no deben quedar en silencio.
Susurra la carretera de nuevo. Ya no hay regreso. Es otra carretera. Es otra vida. Y los kilómetros siguen. Y sigues parando a escuchar el viento. Y sin poder cantar. Y sin poder contestar al teléfono.
Susurran los ángeles de tu madre en la tierra de tu madre. Ella está ahí, no lleva pistola pero lo parece. Y manda a una ama vasca que te recibe como lo haría ella, te abraza, te mima, te cocina pero con gesto breve y profundo y dolorido y tierno.
Susurran las canciones en aquel autobús. Sigues haciendo kilómetros. Y no quieres, pero sí. Y estás con gente buena que te conoce pero no, te quiere pero sí. Y disocias pero le ves sentido. Y sale bien. Pero estás muy cansada. Aunque empiezas a cantar bajito.
Susurra la mirada de aquel aita que no oye pero sí escucha, de aquella ama que te mira con gratitud y temblor, de aquella niña y su patinete que escucha los sonidos del viento y danza con ellos. Y ese primer abrazo, otro abrazo vasco, de quien habla sin decir, de quien ama.
Y empiezas a sentir tu cuerpo. Te duele. Pero despiertas. Y sigues teniendo kilómetros por delante, el coche lleno, el barco esperando con un ultimo abrazo amigo antes de embarcar y un hogar lleno de abrazos al que llegar. Y habla tu cansancio. Y vuelves a la carretera. Y te sientes pequeña, frágil y sin ganas de locura ni de pelea.
Y en ese barco a oscuras, mandas tus azules a todos esos mensajes y llamadas no contestadas, a los abrazos, a los brazos de ese niño que cobijó tus lágrimas. Porque se trata de eso. De azules que vencen, de susurros, de los hilos de amor. Y piensas que es imposible explicar lo que fue esa carretera. Y lo intentas y no.
Pepa