Pepa Horno Goicoechea

Pepa Horno Goicoechea

Carreteras

La vida es el viaje. Es movimiento. Es fluir unos ratos, despeñarse otros. Y en medio de todo, permanece el brillo del sol en las hojas de los árboles, los hilos de amor y el silencio, que susurra sin parar.

Susurraba aquella terraza frente al mar treinta años después. Estaba hecha de risas, de destellos, de candidez y de orgullo. Y esa llamada con quien luego fue su amor hablando de él y de la fortuna de haberle querido.

Susurraba aquella cala de niño, sin coger las llaves, en silencio y tratando de confiar, de querer, de no temblar ante el cuerpo descubierto. Y en aquella azotea hablaban los monstruos, pero tan bajito que había que conjurarlos.

Susurraba el llanto de aquella llamada, encogida en un cuarto a oscuras. Y el abrazo de esos brazos pequeños de quien conoce el azul que protege del escalofrio.

Susurraba ese abrazo de «vete contándome» o «lo conseguiste» o «tú siempre me dices que..». Esa primera llamada a las siete son amanecer siquiera y el frío de ese área de servicio que se llena de ecos cálidos en forma de mensajes. Alguna llamada que no puedes coger porque las lágrimas siempre te refugian en el silencio, en esa habitación de aquel primer año.

Y avanzas los kilómetros de aquella carretera. Y paras a vomitar. Y sigues. Y vuelves a parar. Esa carretera. Y al final no sabes quién eres, pero sí sabes quién no. Y giras en aquella salida.

Cuentas los minutos. El reloj también se escucha en el silencio. Te recuerda al reloj de tus abuelos entre aquellos libros que susurraban palabras. Siempre había palabras en las que esconderse.

Te abrazan. Y abrazas. Solo estás. Y el silencio sigue. Y el revuelto de tripas que no te deja comer.

Y al volver a la carretera, esa carretera, escuchas el viento y a tus ángeles. Tratas de cantar, pero no puedes. Sólo lloras.

Susurran los ojos de quienes son hogar y te esperan. Saben y compadecen y sólo esperan. Lo que necesites. Cuando lo necesites, dicen los ecos en el teléfono.

Susurra tu segunda madre al hablarte de aquella pistola. Esa pistola que habla de lo que nadie hace ni nadie nombra. Y escuchas los ecos de niña, que siguen en las calles de esa ciudad. Y en tu gente, esa gente que sabe.

Y cenas con quienes amas. Y ella te abraza largo, muy largo. Y el reloj de tus ángeles se ve tras el cristal. Y hay secretos que dejan de serlo, y está bien que así sea, porque hay dolores que no deben quedar en silencio.

Susurra la carretera de nuevo. Ya no hay regreso. Es otra carretera. Es otra vida. Y los kilómetros siguen. Y sigues parando a escuchar el viento. Y sin poder cantar. Y sin poder contestar al teléfono.

Susurran los ángeles de tu madre en la tierra de tu madre. Ella está ahí, no lleva pistola pero lo parece. Y manda a una ama vasca que te recibe como lo haría ella, te abraza, te mima, te cocina pero con gesto breve y profundo y dolorido y tierno.

Susurran las canciones en aquel autobús. Sigues haciendo kilómetros. Y no quieres, pero sí. Y estás con gente buena que te conoce pero no, te quiere pero sí. Y disocias pero le ves sentido. Y sale bien. Pero estás muy cansada. Aunque empiezas a cantar bajito.

Susurra la mirada de aquel aita que no oye pero sí escucha, de aquella ama que te mira con gratitud y temblor, de aquella niña y su patinete que escucha los sonidos del viento y danza con ellos. Y ese primer abrazo, otro abrazo vasco, de quien habla sin decir, de quien ama.

Y empiezas a sentir tu cuerpo. Te duele. Pero despiertas. Y sigues teniendo kilómetros por delante, el coche lleno, el barco esperando con un ultimo abrazo amigo antes de embarcar y un hogar lleno de abrazos al que llegar. Y habla tu cansancio. Y vuelves a la carretera. Y te sientes pequeña, frágil y sin ganas de locura ni de pelea.

Y en ese barco a oscuras, mandas tus azules a todos esos mensajes y llamadas no contestadas, a los abrazos, a los brazos de ese niño que cobijó tus lágrimas. Porque se trata de eso. De azules que vencen, de susurros, de los hilos de amor. Y piensas que es imposible explicar lo que fue esa carretera. Y lo intentas y no.

Pepa

Confianza

Habíamos acordado que esta entrada se iba a llamar «Un amanecer y una caca» pero sé que M. me perdonará el cambio de título y entenderá de sobras por qué. Y es que ambos sabemos que A. no lo llevaría demasiado bien pese a que nos dió permiso ;-).

Hay vivencias que son difíciles de describir, viajes de los que vuelves diferente. Algo dentro de ti ha cambiado y no tiene vuelta. Esta semana ha sido así para nosotros cuatro, y en el fondo para nosotros cinco.

Y lo es todo. Un bolso abierto que abre el camino a confiar. Los sitios para aparcar a la primera que hacen presentes a los angeles. Un palacio construido para alguien amado en el que se opta por preservar la felicidad y se planifica un regalo sorpresa. Un tren lleno que nos lleva a una playa donde construir una obra de ingenieria. Las partidas de Dixit y Pumba que generan vínculos nuevos y ponen a prueba los más primarios. La cara de asombro ante un regalo inesperado y la felicidad de los cómplices. Una peli cogidos de la mano. Una isla maravillosa que permite vencer el miedo a los peces. El azul que no se puede nombrar. El relato de una vida en dos frases. Aprender a flotar. Una cena en un atardecer y un baño loco, o no tan loco después de un atardecer perruno. Las espirales que se hacen visibles en pequeñas cosas. Y todo esto, envueltos en la red de amor.

Una mujer sabia lo definió con claridad. Es el amor incondicional: «nadie te va a pedir nada por lo que estás recibiendo hoy». Cuidar con mimo sólo porque sus caras le dan sentido a todo. Ése fue el primer y último sentido: sus caras.

Aprender que el dinero no tiene valor en si mismo, que no es sino un medio que se da cuando se puede y se prioriza la felicidad de quienes amas. Y que la herida de la estepa hace muy difícil recibir sin más, sin quitarle valor justo por dárselo monetario.

Aprender que el miedo siempre está. Que no es valiente quien no tiene miedo, sino quien lo afronta. A veces lo vence y a veces no, pero lo afronta. Que los monstruos existen pero que, igual que los escarpines y aprender a flotar protegen de los erizos o más bien a los erizos de nosotros. Aprender de hecho que si no los asustas, si no los temes, hasta los puedes acariciar en tu mano. Del mismo modo, la red de amor te sostiene ante la maldad. No te libra de ella, pero te permite mirarla de cara y saber que hay una parte de ti que no puede robarte por mucho que lo intente.

Aprender lo que significa un contacto de emergencia y una llamada. Que nadie abandona porque te portes mal sino por su propia locura o dolor o herida o un poco de todo eso junto. Y sobre todo, aprender que si confías y llamas, te rescatan.

Aprender que es para ti un regalo. Para nadie más que para ti. Aprenderlo todos, quien lo recibe y quienes lo damos. Porque eres digno de ser amado y de recibir.

Aprender que las personas pueden quererte antes de conocerte, que puedes formar parte de algo que va más allá de ti y que se hace cobijo y calidez, como una pececita que se vuelve niña y abraza sin parar.

Aprender que se puede ser bajito y hermoso, que nombrar las cosas varias veces ayuda a no olvidarlas y que los números tienen magia si eres un mago capaz de leerla. Que luchar para llegar a un avión tiene sentido, aunque duela y a ratos te haga sentir incompleto o partido por la mitad. Que uno ha de aprender a querer pero siendo fiel a uno mismo, a lo que ve, a lo que vive.

Aprender que hay muchas heridas y que cuando ves las de otras personas, a veces las propias se reactivan. Y te enfadas porque no querías, pero al mismo tiempo te conviertes en cobijo y en ángel y en mago que saca amor a raudales de un baúl de los recuerdos.

Aprender el difícil equilibrio entre cuándo estar cerca y cuándo algo más lejos, cómo se puede ser compañeros, cómo puedes recibir tanto sin ser la que importa, cómo el amor de dos niños te hace aún más privilegiada. Y hay algo dentro de ti que también cambia sin retorno.

Al final, cuando algo se prepara con amor, casi siempre sale bien. Ser cobijo, ser respuesta al interrogatorio permanente. Ser abrazo. Ser certeza. Una semana por la que podría optar, pero que conservaré en mi alma como refugio al que volver. Sé de sobra que lo haremos los cuatro. Porque ahora sabemos lo que significa confiar. Y no como una palabra racional, sino con toda la fuerza instintiva que da la vivencia.

Pepa

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Cobijo

Hay personas que llevan luz allá donde van. Ella la lleva. Pensaba escribirle un cuento, porque sé que a ella le gustan especialmente los cuentos que he escrito en este blog, pero me nace pintarla con paisajes. Porque ella es tierra. Y es luz. Y después de mucho tiempo y mucha consciencia, ahora lo sabe. Y verla es un gozo. Y escucharla cantar sencillamente me hace llorar. Nos hace a llorar a todos los que hemos tenido el privilegio de escuchar su voz. Esa voz que ha reconquistado.

Ella ha aparecido nombrada y en imágenes en este blog, pero no he escrito sobre ella. Todos los que me quieren y comparten mi vida saben ya a estas alturas del texto de quién hablo. Escribo de ella y desde ella. Porque para mí ella representa todo lo bueno que la vida me ha regalado, que ha sido mucho, muchísimo. Ha sido y es madre para mi hijo, y ellos dos juntos son mi ancla a la tierra. Es uno de mis mensajes de buenos días y una de las que aparece sin ser llamada cuando ve que estoy callada, cansada o triste. Es la que me lleva al bosque y la que cobija mis sueños cuando, como me sucedía estos días, necesitaba dormir.

Hemos establecido la bendita costumbre de escaparnos al norte solas, sin nuestros hijos, unos días en verano. Huimos del calor del verano de la roqueta y cuando la gente nos pregunta qué hacemos esos días, lo solemos resumir en: conversar, pasear, bañarnos (siempre hay bosque y agua donde vayamos) y reír. Es tiempo detenido. Es alimento para el alma. Y cuando vuelvo a casa descansada, en otro tono, con la sonrisa en la cara y tranquila no puedo evitar pensar en ella, en el bálsamo que trae a mi vida.

Estos  tiempos del alma, esa sensación de salir del mundo y parar el tiempo la he compartido con otras personas. Recuerdo viajes y lugares a los que puedo volver sólo con cerrar los ojos. Por eso me nace escribir sobre ella pero va más allá de ella. Viajar ha sido, junto con la buena conversación, mi vicio más importante, y lo sigue siendo. Pero encontrar buenos compañeros de viaje no es fácil. He tenido auténticos privilegios en ese sentido, todos los viajes con J. o aquel viaje al Cabo de Gata con L. o Laos con C., Argentina en sus varios viajes, Chile a cuatro o California con José o los encuentros con L. por el mundo o mis escapadas con mis maravillosas mujeres madrileñas o la luz de Formentera con L. o esa primera copa de vino en el hotel en el mar con L. (cuántas L. diferentes!). Desde el principio hasta los últimos tiempos, con noches compartidas por turnos en un hotel o conversaciones en jardines inesperados con A.

Pero ella está en las «top five». Es la copiloto que te lee sin hablar cuando tocan muchos kilómetros. Esa que compra la botella de vino para la conversación nocturna sin preguntarte. O la que sabe callar cuando ve que empiezas a hablar sola, nerviosa, en un camino de tierra en medio de la montaña al que hemos llegado con el coche de modo feliz pero totalmente inesperado. Por no hablar de su mimo en mil pequeños detalles a los que no da ninguna importancia pero que convierten el viajar a su lado en una sensación continua de ser cuidada y mimada. Es su ancla a la tierra que hace que los que viajamos a su lado estemos siempre cubiertos. Sólo ella puede sacar un aguacate en medio del desierto de Atacama o el chocolate para el final de la cena del concierto de Rozalen junto al mar.

Viajar, cuando lo haces de verdad y en comunión, transforma. Es una experiencia de alma. Yo he tenido el privilegio de viajar mucho, pero no hablo de los viajes sólo. Hablo de la comunión de almas que se genera en ese tiempo detenido. Cuando te rodea la belleza y te puedes mirar al alma con otra persona. Puedes compartir silencios, conversaciones eternas, confesiones y risas. Y entonces esa relación se hace más valiosa si cabe. Porque le pones consciencia. Te das cuenta del privilegio que a veces en la cotidianidad, con sus responsabilidades y sus prisas, te pasa más desapercibido. Existen comidas que paran el tiempo, respirotecas que te devuelven tu ser en apenas unas horas, conversaciones que te cambian la vida en apenas unas horas. Pero cuando puede ser un poco más largo, un poco más deleitado…entonces es gozo.

Porque hay algo de lo que no se suele hablar y es que para llegar a esta profundidad de relación, a ese gozo, hay que haber compartido el dolor. Y ella y yo nos hemos sostenido en las pérdidas, las crisis con nuestros hijos, las dudas, el miedo (cuánto miedo hemos pasado las dos en algunos momentos estos años!). Hemos sido capaces de ver la belleza y la bondad en la otra que nosotras a veces no llegábamos a ver. Nos hemos quedado sentadas en el suelo en la puerta de una casa o en una silla en una terraza esperando un mensaje o una respuesta importante para la otra, es decir, para las dos. Nos impedimos ser duras con nosotras mismas, nos recordamos quiénes somos y nos hacemos reír cuando es el único y mejor bálsamo posible.

Aurora, de quien ya he escrito en este blog, era la mejor amiga de mi madre y, antes y después de morir nuestra madre, ha sido madre para nosotros. Como mi padrino lo fue de los tres. Pues Txus es mi Aurora. Y no tengo palabras para agradecer a la vida haberla puesto en mi camino al llegar a la roqueta. En el mío y en el de mi hijo y haberme regalado a su preciosa Aina en nuestras vidas. Sólo espero saber ser digna de su amistad lo que me quede de vida.

Me fui a Asturias un poquito menos cansada después del gozo de los días con mi sobrino en Palma, pero aún muy necesitada de descanso. Y aquella tierra y sus gentes han puesto el escenario para recuperar mi ser en su mirada. Nos costó a las dos bajar de la montaña, pero mi maravillosa gente asturiana nos lo puso muy fácil. Y seguimos con las L: L. que vino a vernos, L. que nos acogió en su casa y nos mimó hasta casi malcriarnos con tanta ternura y hasta paró el coche para ver el atardecer ;-), E. que vino a bailar con nosotras y nos llevó al aeropuerto y R. que sacó hueco para ese café hermoso con su mujer. Todas ellas han sido de mis últimas incorporaciones a mi vida afectiva y parece que hubieran estado ahí siempre. Estas son las cosas que tiene el amor cuando se ofrece de corazón.

Así que, como decía, este post va sobre ella pero va más allá de ella. Además, a estas alturas, ella ya estará queriendo meterse bajo las piedras. O quizá ya no. Ahora ya no se esconde. Quizá esté sonriendo, callada, diciendo «esta Pepa…» 😉

Gracias por ser mi cobijo, Txus. Te quiero con el alma.

Pepa

 

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La vida en tres conciertos

El aire en los últimos tiempos parece removido, el del mundo en general y el de mi vida en particular. Da vértigo y me hace volver a mi fragilidad.

Mi primera escapada de vacaciones fue a Cartagena a pasar unos días con una amiga entre la playa y los conciertos del festival «La mar de músicas» que se celebraba en la ciudad. Me hacía muy feliz estar con ella y habíamos elegido tres conciertos, los primeros de dos de mis cantantes favoritas y el tercero como una apuesta.

Desde el primer minuto hasta el último de esa semana nada salió como esperaba. Y utilizo el relato de aquellos conciertos para inaugurar este blog renovado. Espero que veáis por qué.

VALERIA CASTRO, LA DIGNIDAD EN EL DOLOR

El primer concierto era de Valeria Castro, una cantautora que logra ponerme la piel de gallina con sus letras pero a la que ver en vivo me emociona aún más. Pero no me imaginaba lo que encontré. Su abuela, a quien ella quería especialmente, había muerto hacia tres días y era el primer día que volvía a cantar, además de estar enferma, ronca y con fiebre.

Es un concierto que nunca voy a olvidar. Porque la dignidad que mostró, ese desgarro que llevaba por dentro y le salía en la voz, a ratos en el llanto y a ratos en la fuerza con la que se levantaba del suelo o pedía ayuda a la chica que le acompañaba cantando cuando no podía llegar o cómo bailaba..no puedo explicarlo.

O sí, sí puedo. Porque ese desgarro lo conozco, lo he vivido y lo he visto demasiadas veces. Lo que no siempre se ve es la dignidad en el desgarro. Es esa fuerza que sólo se tiene cuando se ha sido amado o amada. El amor no salva, pero sin amor no te salvas. El amor es lo único que vence a la muerte. Permanece y envuelve.

El día anterior al concierto, un niño al que quiero y que es de esos que sostienen su dignidad sobre la certeza del amor de su padre, me había preguntado si yo creía en Dios. Y yo traté de contestarle «con cariño y con cuidado», que es el titulo del primer disco de Valeria Castro por el que me enamore de su música. Le hablé de la certeza del amor y de la imposibilidad de demostrarlo. Algo que se siente y se sabe verdad pero no se puede ver ni probar ni falsar. Esa tarde me preguntaron él y su hermano muchas, muchísimas cosas y todas sus preguntas estaban llenas de una verdad y una dignidad que sólo alguien que conoce el amor y el desgarro puede hacer. Y yo me acosté con el alma conmovida, igual que después de ver la dignidad y el amor y el desgarro de Valeria Castro.

Porque esa es una de las muchas cosas de las que no nos hablan suficiente: que el amor conlleva desgarro, que la vida no es justa, de hecho es cruel, pero también gozosa. Y que la única forma de vivir de verdad es tomar las dos caras de la moneda. Sólo se ama de verdad si se asume la pérdida, el miedo y el dolor. Ahora mismo tengo varias personas queridas asumiendo el desgarro, el miedo y la pérdida. A veces llega anunciado, otras llega inesperado. Pero todo lo demás queda relegado. Y toca la presencia.

Valeria Castro nos cantó el desgarro aquella noche y yo me sentí honrada por aquel regalo de alma, casi tanto como por las preguntas de la noche anterior.

SILVIA PEREZ CRUZ Y SALVADOR SOBRAL, EL CONCIERTO QUE NO FUE POR LA LLUVIA

Dos canciones pudieron cantar antes de que la lluvia nos inundara. Dos bellísimas canciones. Salieron a cantar sabiendo lo que pasaría, estaba anunciada la lluvia solo y exclusivamente durante dos horas aquella noche. Las dos horas del concierto. Fueron las únicas dos horas que llovió en toda la semana que estuve en Cartagena.

Hace 16 años que empecé a escribir en este blog. Era el año 2009, empezaba el proyecto de Espirales CI y mi hijo tenía 3 años. Una eternidad. Y hace unas semanas este blog desapareció. Alguien lo bombardeó y de repente no estaba o a ratos estaba lleno de anuncios de lavadoras, no sé cuál de las opciones era peor. Fue como si alguien me robara en casa, porque ésta es mi casa. Virtual, pero es mi hogar también. Así que pedí ayuda y salvaron este blog y a mí con él, pero eso me hizo ver la necesidad de renovarlo, puesto que su antigüedad lo hacía vulnerable.

Y ésta es mi primera entrada en el blog renovado. el blog y yo somos los mismos pero somos diferentes. Por eso los colores, formas y diseño son similares al que existía, pero al mismo tiempo todo es nuevo.

En la vida pasa. Las únicas dos horas en las que llueve son las de un concierto que anhelabas. Un blog desaparece. Cancelan un vuelo. Te roban el coche o se lo lleva la grúa o ambos. Se equivocan en los papeles y te meten en un lío. Eso y muchas más cosas me han pasado solo este mes. Cosas que al final no son importantes, pero tienen valor. Y la diferencia la marcas tú al decidir cómo afrontarlo.

Silvia Pérez Cruz y Salvador Sobral salieron y cantaron a capella, de hecho nos hicieron cantar a todo el auditorio. Sostuvieron la frustración colectiva y demostraron su grandeza como artistas. Y pidieron ayuda. Porque al final la lluvia de la vida te enseña a eso, a pedir ayuda. Te lo enseña si estás dispuesta a aprenderlo, claro. Pedir ayuda para que te rescaten de un aeropuerto, para que te recuperen un blog, para que te alojen de forma inesperada. Incluso para que te abracen. Sobre todo para que te abracen. Porque entonces compruebas, una vez más, que la red sostiene y salva. Es hogar. Y se puede hasta cantar bajo la lluvia si cuentas con un abrazo que te cobije.

GUITARRICADELAFUENTE Y MAESTRO ESPADA. EL CONCIERTO QUE NO ESPERABA

Y el último concierto en aquella semana era el de Guitarricadelafuente. Alguien a quien yo había escuchado poco pero su tono intimista y su desgarro con la guitarra me encantaban. Sabía que había sacado disco nuevo y no lo había escuchado. Y además traía de teloneros a Maestro Espada, un dúo que yo no conocía.

Este concierto sí fue. No hubo lluvia ni desgarro. Hubo una potencia increíble y tres horas y media de un concierto poderoso pero de una música muy diferente de la esperada y que no llegué a disfrutar. La gente vibraba y a mí me admiró la fuerza del cantante, pero su estilo había cambiado completamente.

Así que merece la pena acabar por aquí. Por lo que significa renovarse, cambiar, arriesgarse. Un artista crece y se transforma y por el camino hay gente que le sigue emocionada y gente, como yo, por suerte la más escasa en este caso, que se pierde por el camino. No se me ocurre mejor final para esta primera entrada de la segunda vida de este blog. La vida es cambio, ya lo dijeron los filósofos en la antigüedad y lo dicen en el sureste asiático cuando se refieren a su río, el Mekong. Ellos dicen «el Mekong siempre fluye y fluye en la misma dirección». Hagas lo que hagas, el cambio es la constante y tienes dos opciones, fluir con el río o tratar de nadar contracorriente. Y volvemos a la confianza. Confiar en la vida, sobre todo cuando la vida hace daño. Ser capaz de volar cuando tiemblas. Confiar.

Aquí seguiremos mi blog y yo si queréis visitarnos. Porque el diseño (qué maravilloso trabajo han hecho Valeria y Carlos) cambia pero la esencia de mantiene. Este blog habla de mostrarse vulnerable, pedir ayuda y confiar.

Gracias por seguir aquí. Dais sentido a este hogar.

Pepa

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La presencia

Esta mañana he bajado a bañarme mientras amanecía. Y cuando miraba el sol salir desde dentro del mar, se me caían las lágrimas.

No es mi primer amanecer en el mar. Y por suerte, no será el último. Pero la luz, el rojo del sol ha ido llenando mi piel. No he querido moverme, a pesar de perder la foto que podía hacer con el móvil en la orilla. Sólo quería estar presente. Estar ahí. He hecho esta foto ya después.

La presencia resignifica las experiencias. La presencia lo cambia todo. Estar solo o estar acompañado. Un abrazo antes y un abrazo después. La mano aferrada. Aquella llamada. La mirada callada. El agua que limpia la piel y el alma. Lo cambia todo.

El dolor sana en presencia. La presencia protege de la maldad. Hasta la enfermedad y la muerte cambian si se sabe estar presente, si se sabe confiar.

Criar es presencia, «papá, mírame»; «mamá, ven». Cuando somos vulnerables nos sostenemos en la mirada de las personas amadas. Y de niños somos vulnerables. Nos sostenemos y nos construimos en esa mirada. De ancianos volvemos a serlo y pedimos presencia cotidiana.

En mi vida, los hospitales son presencia, los cumpleaños son presencia, la terapia es presencia, el mensaje de «buenos días» es presencia, la caricia y el abrazo son presencia, los tanatorios son presencia, las ceremonias son presencia. Son lugares y formas en los que decides estar.

A veces la presencia conlleva conversar, otras muchas se da en silencio. Y a veces solo lloras de emoción. Lloras por ese recordatorio de belleza y sentido que supone cada amanecer. Pero un poco más éste, justo hoy, justo después de ayer.

Y recuerdas el privilegio, el inmenso privilegio de que te hayan dejado estar ahí, justo ahí.

Pepa

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El artista y la dibujante de mapas

Erase una vez…

Un artista que no sabía que lo era, con alma de niño y mirada inocente. Una de esas personas que buscan la belleza en lo pequeño, lo obvio y lo efímero.

Como todo buen artista, llevaba años buscando la perfección. Siempre había un nuevo matiz, una sombra que no cuadraba, un detalle que se le había escapado. Y de nuevo pensaba: «quizá mañana».

Atesoraba imágenes, momentos, frases, ideas. Llenaba cuadernos, archivos de ordenador y su cabeza, sobre todo su cabeza. Como si su cabeza fuera un inmenso mar en el que cupiera el universo.

Lo que él ignoraba, o más bien lo que no quería aceptar, era que el arte, igual que la vida, implica elegir: una forma sobre otra, un enfoque entre los mil posibles, un color o matiz en toda la paleta, un sonido que eclipse a los demás. La totalidad, la inmensidad no tiene forma y al no tenerla, no puede ser percibida. Sentida sí, pero percibida no.

Hasta que un día que se sentía un poco más desesperado de lo habitual, algo más perdido, acelerado y asustado de lo que se había convertido en costumbre, empezó una conversación de almas con la niña del corazón alado que se escondía bajo una dibujante de mapas.

Él la miraba asustado y ella le sonreía confiada. Él nunca entendió de dónde nacía esa confianza en aquellos ojos que lo miraban. Pero eligió. Aquella fue quizá su primera elección. Eligió confiar en ella.

Y, poco a poco, ella fue dibujando el mapa. Le iba haciendo tomar pequeñas elecciones, pequeñitas para que no se asustara de todo lo que dejaba atrás cada vez que optaba. Le hacía parar y mirarse y mirarla en silencio.

Y así aquel artista empezó a elegir una foto entre las mil posibles, un rostro entre los cientos que veía cada día, el dolor antiguo entre los mil temblores que sentía, un tono y algunos matices. Y aunque su cabeza seguía guardando la inmensidad del mar, empezó a identificar en aquel mar hilos con distintos tonos de azul. Hilos que atravesaban la inmensidad y le llevaban a un lugar en concreto, impidiendo su desarraigo. Encontró puertos y dio forma a algunas de sus mejores obras.

Mucho tiempo después, cuando ya el eco de la voz de la dibujante de mapas era para él tan sólo como el sonido del mar, algo que se siente en la piel y te humedece de ternura, pero lejano, una pregunta empezó a repetirse dentro de su cabeza como un mantra: De dónde nació su confianza en él si no le conocía? De dónde sacaba la dibujante de mapas esa confianza con la que le envolvía cada vez que le abrazaba?

Aquella pregunta se volvió obsesión de artista. Ninguna respuesta era suficiente. De nuevo la búsqueda de la perfección. De nuevo, la infinidad de tonos, matices y sensaciones. Y es que la vida aún le guardaba un aprendizaje esencial: aprender a mirarla. Le costó porque siempre le miraba desde él.

Pero un día lo logró. Y ni siquiera su alma de niño y de artista le había preparado para lo que vio. Porque al mirarla, se vio en sus ojos. Los ojos de la dibujante de mapas estaban llenos de mar.

Pepa

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El gozo como resistencia

Gozo es una de mis palabras mantra, como consciencia o compasión. Forma parte de ese «Diccionario del alma» que algún día escribiré.

Y no es mía. Fue un regalo más de mi madre. Ella siempre hablaba de gozo, no de alegría. Decía que una tarde había sido gozosa, que la conversación con alguien amado era gozosa o que un viaje había sido un gozo. Y sus ojos brillaban al pronunciar esa palabra.

Por eso siempre supe que en aquella palabra, «gozo», se guardaba algo frágil pero bellísimo, algo que mi mirada de niña intuía pero no conocía. Por eso me apropié de la palabra. Para que fuera una conquista de vida. Apenas podía comprender entonces que era el alimento para el alma que hace falta para vivir. Y para resistir.

En los últimos tiempos me viene esa palabra a menudo para describir una comida en la que respiras, el azul de algunos mares, las lágrimas conmovidas de alguien amado cuando le recuerdas que fue él quien te enseñó a cuidar, una tarde en un jardín casi imposible de imaginar o la sorpresa y anhelo escondidos tras un portal. Me vino ayer cuando volví a casa después de varios días de viaje, me vino el otro día al sentarme a cenar en un lugar especial y rodeada de mi gente amada…podría seguir.

Lo que no sabía de niña, mejor dicho, lo que mi cuerpo sí sabía pero mi mente no podía integrar es que el gozo fuera, muchas más veces de lo imaginable, el lugar para resistir. Que el gozo fuera posible y real en medio de la muerte, del horror y de la locura. Que el amor de verdad, el bueno, el que merece la pena te permite reír, asombrarte, sentir placer y despertar tu piel incluso en medio del horror. Quizá más que nunca ahí. Porque ese gozo se convierte entonces en resistencia, en baterías, en sentido.

En los últimos años soy cada vez mas consciente del privilegio de mi vida. Me levanto cada día sintiendo agradecimiento a la vida y reconocimiento a mí misma, porque ambas han sido necesarias para llegar hasta aquí. He aprendido, tal y como escribí el último día, a dar valor de verdad a las miradas que me rodean y a respirar. Ando de retirada de muchas cosas y enganchada al placer.

Y desde ahí vuelvo a esa forma de amar y cuidar que me enseñaron y que me dio mi lugar de resistencia en el horror y la locura. La vida nunca me dejó caer, siempre puso en mi camino personas que fueron refugio, que me escucharon llorar, que vinieron a verme cuando sabían que la presencia física y el abrazo no se pueden sustituir de ninguna otra forma en determinados momentos, que dijeron simplemente «estoy aquí, no hay prisa, te escucho, llora». O que me susurraban al oído cada vez que iba a verles al despedirse «recuerda que no estás loca».

Y eso es lo que he tratado de darle a la gente toda mi vida. Ese lugar de gozo y de refugio. Lo hago en el trabajo, pero sobre todo con mi gente amada. Y cuando el horror y el dolor toca a mi gente amada vuelvo a la visión en blancos y negros de la vida que aprendí de mi tumor, a esos espacios donde no caben la ambivalencia, el dejar para después o las excusas. Vuelvo a esa forma de amar y cuidar que me enseñaron. Y lo más paradójico de todo es que al volver a eso es cuando más plenamente vuelvo al gozo. La intimidad que se comparte en el horror, en la pérdida o en el dolor no se crea de ninguna otra forma. Y lo vuelve todo diáfano, claro si una puede sostenerlo. Aunque la claridad sea que toca despedirse porque llega la muerte o que hay heridas que no se curan. Incluso entonces caben la alegría y el gozo, los tiempos con sentido y las conversaciones de alma. Que son el alimento de la resistencia y la fortaleza. No somos fuertes solos, somos fuertes si nos sostienen, si nos dejan llorar, si saben reir con nosotros en ese sentido del humor absurdo para quien no sabe de dónde nace pero real para quien lo vive.

Así que hoy me nace dar las gracias a quienes me quisieron así y me siguen queriendo. A quienes me sostuvieron y me sostienen. Desde cada hospital a cada locura, desde las vivencias de niña hasta la relectura del año pasado, desde la muerte de mi madre, mi padre, mi tía, mi padrino y su mujer, mi amigo Luis, hasta la de mi tío, todos ellos personas que me dejaron huérfana de presencia visible pero llena de amor y fortaleza. Desde cada agresión a el temblor de mi maternidad en solitario.

Es gracias a ellos y ellas, los de este lado y los del otro lado de la vida, que puedo amar y cuidar como lo hago, con mis limitaciones, siendo pesada o intensa muchas veces, pero abrazando, acariciando, consolando, escuchando, empujando a la gente a nombrar y llorar o gritar para poder sanar, siendo aceleradora de particulas como me dijeron hace bien poco. Empujando también a celebrar, porque celebrar es gozoso y es alimento para el alma. No dejar pasar las fechas y la vida sino hacerla consciente desde el gozo y la gratitud. Buscando lugares bellos, viendo atardeceres, juntando a la gente que quiero. El horror me sigue estremeciendo, de hecho cada vez más, pero sé que estar ahí (como también decía mi madre, existir en alemán se dice «dasein», que significa «estar ahí»), marca la diferencia. Conmigo lo hizo. Resistí. Y como le decía a mi hijo el otro día en esta vida hay momentos y batallas que sólo se ganan resistiendo.

Lo que no sabía cuando era niña es que el gozo es un lugar de resistencia. Mi madre sí lo sabía y ahora yo también.
Pepa

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Respirar

No sé muy bien cuando empezó. Quizá hace dos años cuando me encontré de nuevo sola en casa o celebré aquel cumpleaños loco. Quizá hace unos meses que terminé de ordenar papeles, redimensionar dolores, resignificar vivencias y recolocar relaciones. Puedes que hace unos meses cuando empecé la formación de Aliento y Voz y fui capaz de llorar cantando a mí niña. Quizá hace unas semanas cuando fui aún más consciente de mi cambio de ritmo interno y decidí comenzar la retirada camino del porche frente al mar. Puede que la semana pasada cuando encontré impreso en casa de una amiga el texto que escribí con 29 años cuando me supe viva y curada después de un tumor y tomé la decisión de soltar el dolor y vivir. Quizá en una comida hace unos días donde nombré emocionada catorce años o en una cena donde llegaron dos ballenitas a casa, con amor y alevosía.

Sé seguro que ya era realidad anteayer en un día de veintidós horas seguidas despierta donde lloré conmovida y privilegiada por amor y con amor y ternura con tres hombres maravillosos, uno tras otro, pero sobre todo ante aquel álbum de esa madre que sin estar sigue estando en cada poro de la piel de su hijo y sus nietos. Veintidós horas de amor hasta esa cena en el aeropuerto o aquella última llamada amada. Y sé que fue certeza ayer en las risas de la sala, la vista de la tramontana en el café y la respiroteca frente al mar imposible de describir con mediana dignidad en este blog. Dos días que atesoraré toda mi vida.

Porque las cosas más importantes de la vida se van fraguando poco a poco. Y aprender a respirar desde las entrañas, aprender a habitar tu vida siendo aceleradora de partículas y con la certeza de la posibilidad de cambiar tantas cosas y a tantas personas…no es nada fácil. He necesitado muchos años desde aquella decisión a los 29 años, años de intensidad, agendas, viajes y escalofríos para llegar a poder sostener tanto amor en las miradas de quienes me rodean. Porque sostener esas miradas en esas comidas, en esas cenas, en esas salas es darles valor de verdad. Es sentirte y saberte diga de ser amada, valiosa y a momentos extraordinaria. Saber que puedes incómoda y maravillosamente señalar. Saber que puedes ayudar a que la gente vuele, sienta el aire bajo sus alas aún temblando. Saber que lo sabes. Y ser consciente de que cada respiración se vuelve eco, guía, huella. Y se trata de poner sonido a ese eco o como me está pasando, quedarme cada vez más callada, simplemente viviendo en esas caricias en forma de mirada.

Respira, caricia, respira, caricia, respira, caricia.
Pepa

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La maldad y el abrazo

Hace un tiempo uno de mis sobrinos me preguntó si yo creía que existía la maldad.

Le expliqué que en todos estos años que llevo trabajando en el ámbito de protección y en la consulta, he visto cosas espeluznantes y agresiones indescriptibles. Pero siempre, a lo largo de los treinta años, he sabido ver el daño que se escondía detrás.

Cuando las personas no sostienen el dolor, se rompen por dentro. Y hablo de sostener, no de aceptar. No suscribo para nada toda esa filosofía sobre aceptar el dolor y que nos hace más fuertes (el dolor destruye, como mucho lo que nos hace fuertes es todo lo que somos capaces de hacer para sobrevivir al dolor) o cuando hablan sobre tratar de no apegarte y demás. El dolor pesa tanto a veces que quiebra a las personas, se doblan y se rompen tratando de sostenerlo. Y cuando la persona se quiebra, lo saca haciendo daño a los demás o haciéndose daño a sí misma. Es una de mis certezas.

Y en las historias de vida que me he encontrado a lo largo de estos treinta años casi siempre he podido ver el niño o niña quebrado que se esconde detrás de la bestialidad. Y me parece fundamental nombrarlo así, no como trastorno mental o como locura o como enfermedad, sino como lo que es: un niño o niña quebrado que acabó agrediendo o autolesionándose desde su propio dolor.

Pero a lo largo de los años sí tengo mi pequeño listado de maldad. Son seis. Seis en más de treinta años de trabajo con personas, miles de personas entre cursos, supervisiones, consulta etc. Seis casos en los que, o bien no supe ver a ese niño o niña quebrado o bien no estaba ahí. Siempre me quedará la duda de si no supe ver ese dolor o no estaba.

Cuando mi sobrino me preguntó eran cinco. Le dije «son cinco en treinta años, si te sirve como respuesta». Pero la vida es así de extraña y las semanas siguientes llegó la sexta. Y llegó en mi vida personal, sobre alguien a quien quiero y sobre todo, sobre sus hijos. Y eso me dejó temblando. Sentir la maldad tan cerca y tan intensa me dejó sobrecogida. El horror y la crueldad a la que se puede llegar desde ahí es indescriptible.

Y cada vez que me he topado con la maldad, una vez pasado el temblor, siempre pienso lo mismo: toca protegerse. El quinto caso de mi lista me había llegado en una supervisión, y dediqué todo el tiempo a trabajar con las terapeutas estrategias para que pudieran protegerse. Porque la inocencia o la vena salvadora nos pueden destruir. Hay momentos en la vida en los que toca protegerse. Son, como le dije a mi sobrino, muy pocos. En mi caso, han sido cinco, ahora seis, en treinta años. No son reflejo de la realidad de la vida ni de la fragilidad del ser humano. Pero sí causan horror y destruyen y llevan a las personas a destruir incluso aquello que más aman. Y pienso ahora en lo pequeño, lo relacional, no voy a las grandes guerras, ni a las perversiones estructurales que sobre eso siento que habría otras cosas de las que hablar. Pienso en lo pequeño.

Y sé también que protegerse no es atacar. Protegerse para mí se basa en la conciencia y la ternura. Por un lado, poner consciencia y revisar cada paso, no actuar de forma impulsiva por mucho que nos nazca. Revisar y revisar y aprender a escuchar y legitimar las tripas como un criterio valido de decisión, porque las tripas son las que perciben el peligro. Es el modo supervivencia. Y si para eso hay que disociar en determinados momentos, quienes sabemos hacerlo nos resulta un recurso muy útil para ello, siempre que sepamos entrar y salir de ella. Porque la consciencia es la clave de la protección y se basa en la conexión interna.

Pero sé que el ancla más poderosa para protegerse son los abrazos. El abrazo como ancla de resistencia. El abrazo que permite calentarte en el frío y en el escalofrío; el abrazo que te hace sentir tu piel de nuevo; el abrazo que no te deja caer; el abrazo que te permite salir de la disociación cuando puedes sostener el dolor. Es el abrazo.

Protegerse es rodearte de gente que te quiere, pero sobre todo que te cuida y te abraza. Y no digo esto desde una perspectiva inocente de la vida, justo al contrario. Lo he escrito ya antes: «el amor no salva, pero sin amor no te salvas». De la maldad sólo nos protegen esos abrazos. Porque esconden detrás un reconocimiento de tu vulnerabilidad, tu fragilidad y tu hermosura. La ternura que recibimos nos hace fuertes. Cada persona que he visto resistir y rehacerse del dolor ha tenido siempre personas que le amaron de niño o niña, que lucharon por ellos, que supieron verles. Y cuando llega el desierto, aparecen aquellas personas y otras presentes, y el abrazo vence. Me estaba acordando del abrazo de Samsagaz a Frodo cuando la maldad de Sauron se le mete en el alma, o la red que rodea a Harry Potter a uno y otro lado de la vida (porque los abrazos de los ángeles también existen). Hay ejemplos mil en las películas de lo que digo. Y se resume en que la maldad genera tanto miedo que si nos quedamos solos ante ella, el miedo nos paraliza, nos puede y la maldad vence. Nadie puede protegerse de la maldad en soledad.

Consciencia y ternura, sobri, que eso no te lo dije en mi respuesta. Uno de los aprendizajes más importantes de la vida para mí es dejarse abrazar. Mucho más difícil si cabe a veces que el de abrazar.

Pepa

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San José y las celebraciones del alma

Amanezco el día de San José con una llamada de mi hijo para que salga al balcón de la habitación a ver los buitres que sobrevuelan encima de la casa. Una verdadera belleza.

El día de San José para mí está muy lleno de memoria y de amor. Cuando era pequeña lo celebraba siempre con mi padre, era su día y mi santo, y con mi padrino, con quien tenía el regalo de compartir nombre. Sin duda las dos figuras paternales de mi vida. Eso y las virutas de San José, el postre típico del santo en Zaragoza convertían ese día en algo especial para mí.

Años después mi padre murió la noche del día de San José. Esta madrugada se cumplen 21 años. Y pensé que se habían acabado las celebraciones de San José. Me resultaba imposible pensar en celebrarlo sin él. Pero se me olvidaron las espirales de la vida.

Primero estuvo mi hermano, la otra presencia masculina en mi infancia, mi compañero de juegos y de alma, que se convirtió en padre. Porque apenas un año después de morir mi padre, nació mi sobrina. Y aquella memoria de amor se plasmó en las manos de mi hermano al acariciarla. Como hizo luego con su segundo hijo y con el mío. Y los llevó a las montañas y a museos y a lagos y a conciertos, prolongando el amor de nuestro padre en ellos.

Pero la espiral fue más allá, porque tres años después de que sintiera que las celebraciones de San José ya no serían posibles, llegó mi hijo y me dijeron que se llamaba José. Pensé que aquel detalle, su nombre y el hilo que implicaba, era un envío de mi padre. Y pasé de celebrar mi santo con mi padre a hacerlo con mi hijo. Cada año hacemos algo especial para honrar esta línea masculina de mi alma, de la que yo soy parte trasmisora.

Porque la maternidad en solitario me ha obligado a ser madre y padre a la vez. Y aunque no vincule esos roles al sexo de las personas, sí lo vínculo a poder criar en red, en tribu y a cumplir funciones diferentes que a veces se vuelven opuestas. Ser la misma persona la que riñe y abraza, la que consuela y marca los límites, la que juega y brinca y se mueve y sale y al mismo tiempo se recoge.. no sabría explicarlo bien, pero sé que esa soledad obliga a cubrir todos los frentes de la crianza en una sola persona y conlleva un coste altísimo.

Pero es que además uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida es la cantidad de amigos hombres que tengo. La amistad entre hombres y mujeres es diferente, tampoco sé explicar exactamente por qué, pero lo es. Y es, por los prejuicios sociales, más escasa. Mis amigos hombres han jugado un papel clave en mi vida desde niña. Podría pensar en J, que ha sido parte padre y parte amigo, pero recuerdo a F. llevándome la mochila en las excursiones de los scout, a C. y nuestras clases de alemán, a J. y nuestros paseos y de ahí en adelante todos los que se han ido incorporando a mi vida. En el mundo laboral he construido redes afectivas profundas, la mas clara las Espirales con J. Y mi mundo en la roqueta ahora mismo está lleno de hombres buenos que llenan de luz mi vida. Y también han jugado un papel clave en la vida de José, algunos especialmente, junto con sus tíos. Pienso en A. que hace de abuelo adoptivo, o en J. que le nombra tío de sus hijos o en P. que habla con él de vídeo juegos y de la vida, en el papel q jugó A. o en su padrino.

Pero es que además la mayoría de mis amigos hombres son ahora padres. Los veo ejercer de padres de sus propios hijos, tomar decisiones valientes que en mi infancia hubieran sido imposibles y que hoy parecen obvias, por suerte. Les veo con una ternura y presencia casi impensables hace unos años. Y hacerlo desde una consciencia y una sensación de normalidad que me lleva a pensar en todo lo que hemos avanzado, aunque a veces nos empeñemos en mirar oscuro. Y pienso sobre todo en algunos de ellos, que están luchando por el amor a sus hijos en batallas llenas de dolor.

Y vuelvo al comienzo del día y a la llamada al balcón de José para ver los buitres. Porque está haciendo sus prácticas en un lugar que es sencillamente mágico y dando forma a un sueño que definió cuando tenía siete años y me dijo: «mamá, yo quiero un trabajo que me permita estar en la naturaleza y pasar tiempo con mis hijos». Y aquí estamos, diez años después. Entonces y ahora, pienso que desde la memoria de mi padre y mi padrino pasando por los hombres buenos que nos rodean hasta llegar a mí crianza monoparental le hemos dado la opción de ser hombre de un modo diferente y mejor.

Y pienso que celebrar, como le dije ayer a uno de esos hombres buenos, es a veces hasta un acto de resistencia. Pero es sobre todo dar valor al amor que nos va tejiendo, al valor de cada vida, de cada corazón. Unos están a este lado de la vida y los otros ya nos acompañan y sostienen desde el otro lado, pero trataré toda mi vida de que el día de San José sea algo diferente. Es mi forma de honrarlos. Es el hilo del amor, y hacerlo presente con la consciencia de la celebración, funciona.

Feliz día a todos los hombres buenos, seáis o no padres.
Pepa

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