Sobrecogimiento y paz
Durante muchos años mi vida subía y bajaba. La intensidad, que es parte de mi piel, estaba entrelazada con miedo y temblor. Así que a menudo me planteaba esa pregunta trampa de «¿Qué más me puede pasar?» Y digo trampa porque siempre hay un «más». Todavía recuerdo el momento exacto en que ese miedo desapareció. Y desde entonces resulta muy extraño tratar de explicarlo pero hay algo muy íntimo, muy dentro, que siempre vive en paz.
Pero eso no significa que mi vida haya dejado de ser intensa, porque yo vivo así. Y siempre me pasan cosas. Y pasan porque las busco, porque las elijo, porque las «deseo intensamente» como me dice siempre una amiga mía. Para mí es importante acostarme cada noche con la sensación de que el día ha merecido la pena, que lo he gozado, paladeado. Si he desayunado con alguien, quiero que el tiempo compartido haya sido valioso. Como lo ha sido esta mañana que he compartido desayuno de un congreso con otra ponente a quien no conocía y que ha supuesto el mejor regalo del congreso junto con un aplauso muy largo de la gente al acabar mi ponencia y el regalo que otra persona me hizo la noche anterior. O como lo fue ayer, desayunando con un amigo que sigue temblando aunque se sepa fuerte. Si voy en tren, quiero mirar el paisaje, o leer un libro, o meditar..pero que el tiempo sea alimento para mi alma, que no pase sin más.
Esta ponente me preguntaba esta mañana cuando hablábamos sobre esto mismo cuándo decidí vivir así. Y le he hablado de la muerte de mis padres, de sus últimos años de enfermedad, de ese tiempo que pasamos junto a ellos cuando ellos sabían que se morían. Acompañar a alguien que sabe que se está muriendo te da la oportunidad de conocer, comprender cosas a las que sólo llegan las personas en esos momentos en los que la vida se agota. Recuerdo los hospitales, cuando el único tiempo con sentido era el que estaba con ellos, cómo reíamos, conversábamos, hablábamos. El dolor venía cuando salía del hospital. Porque mientras estaba junto a ellos el tiempo era real, lo podía paladear, ellos estaban conmigo.
Le contaba, por ejemplo, el día en los últimos meses de vida de mi madre que su amiga Aurora le preguntó delante de nuestro amigo Javier y mío si le quedaba alguna cosa que le hubiera gustado hacer o aprender. Y ella dijo «os parecerá una tontería, pero me hubiera gustado aprender a pelar gambas con cuchillo y tenedor». Al día siguiente Aurora apareció con una olla llena de gambas cocidas y Javier nos enseñó a las tres en aquella habitación de hospital a comerlas con cuchillo y tenedor. Aquella tarde reimos a carcajadas, y todos sabíamos que mi madre se estaba muriendo. Pero aún ahora, que han pasado 25 años de aquello, sigo sonriendo cuando pelo una gamba con cuchillo y tenedor.
Así que cada minuto, cada momento..tiene valor. Y esta semana he tenido un montón de momentos importantes. Empezamos con un fin de semana inolvidable en Londres, lleno de paseos en barco, ardillas en los parques, la música del fantasma de la ópera, los artistas callejeros, las casas londinenses, aquella cafetería en una iglesia…no hacía falta más que fluir. Y luego llegó esa fiesta llena de niños de seis años organizada por un padre al que el amor se le salía por los cuatro costados de su rostro, sus manos y toda la logística, y esa abuela que ha regalado a su hijo y sus nietos un lugar de luz, y otra abuela que ha vuelto a compartir abrazos al tener viviendo con ella a su nieto y verla sonreír al contármelo; la comida del otro día hablando de la muerte de nuestros padres, de cómo nos deja con ese niño dentro para toda la vida; la cena en familia con sushi y delicias francesas, el abrazo de mi hermana en el aeropuerto, la sorpresa de encontrarme a otra parte de mi familia inesperadamente en otro aeropuerto; la sonrisa de mi hijo al volver a casa y ese abrazo largo, sin más, juntos en el sofá y su relato atropellado de todo lo vivido mientras yo viajaba…no lo sé, son tantas cosas! Eso es la vida. Y el gozo y el privilegio para mí.
Pero todo esto es posible porque estoy en paz. Y lo estoy al mismo tiempo que estoy sobrecogida por el dolor que está viviendo gente que amo. Dolor fruto de la injusticia, del error humano, de la locura o de la agresión, dependiendo del caso, pero dolor. De ese que deja inerme, impotente y dolorido. Ese dolor que nos manda la vida en el que te deja a la intemperie. Sin más. Mis dos últimos años están pasando cosas muy duras a gente que amo. No pequeños dolores, que esos forman parte también de lo cotidiano. No. Dolores de los que te doblan, te recolocan. Y que incluso cuando todo pasa, aunque acabe bien, siempre te deja el escalofrío. Ese que hace tan difícil confiar. Dejarse en la vida y en el otro. Volver a la paz.
Hubo muchos años en los que mi sensación era la contraria. Cuando me encontraba con mi gente, era yo la que sufría, la que lo estaba pasando mal, por diferentes motivos. Ahora me encuentro para escuchar cada vez más, hablar muy poco, abrazar y abrazar y abrazar. Y por dentro pienso: «menos mal que estoy en paz». O incluso, simplemente pienso:»menos mal que puedo estar». Ya lo decía mi madre: existir en alemán se dice «dasein» que significa «estar ahi». Es la única forma de amar real que conozco. Y en ello sigo, sobrecogida y en paz.
Pepa
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