La identidad
Hace ya cinco años publiqué un artículo al que llamé «Ser espejo de identidades« del que me siento particularmente orgullosa. Lo publiqué como profesional, pero también incorporando aspectos de mi experiencia como madre. Por entonces mi hijo tenía 6 años.
Desde entonces hemos vivido de todo. Vivimos un par de años de dolor y angustia muy difíciles de describir, pero vivimos también el duelo, la elaboración y su cierre. Y, sobre todo, la luz que llegó a nuestras vidas cuando la herida dejó de sangrar. Una luz que me dio la fuerza que necesitaba para cumplir mi sueño y venirnos a vivir al mar. Y con el mar la luz se multiplicó en amaneceres cotidianos, en la energía de esta isla, en nuestra gente amada, en el increíble cole de mi hijo y todo lo demás que he intentado narrar de a poquitos en este blog.
Ya van a hacer dos años que vinimos a Mallorca y José acaba de cumplir 10 años. Y hay algo que me tiene fascinada: cómo estoy viendo florecer a mi hijo. Mi madre siempre decía que las buenas decisiones y las buenas relaciones son aquellas que te hacen bien. «Las cosas están bien cuando te hacen bien«, decía. Una frase sencilla que esconde un universo, y que he convertido en uno de mis principios de vida. Cuando las personas vivimos cosas que nos hacen bien, florecemos. Y si se nota en los adultos, en los niños y niñas es ya evidente: crecen más (José creció tres tallas de pie en los primeros tres meses de vivir en Palma), ríen más, tienen más energía y más sosiego, todo en uno. Se llenan de luz. Nos pasa a todos, pero a ellos un poquito más si cabe. Del mismo modo, cuando sufrimos, nos empequeñecemos, nos cansamos, nos aislamos…nos apagamos.
Cuando tomé la decisión de venirnos al mar asumí un riesgo. No sólo para mí, también para José. Lo saqué de su mundo y su vida hasta entonces, lo cambié de cole, lo separé de sus amigos del alma (lo separé físicamente, que no de alma, como ha demostrado el tiempo). Sentí con la certeza que se sienten las cosas verdaderamente esenciales que iba a hacernos bien. Veníamos de vacaciones a mallorca y a menorca, y siempre volvía llorando porque quería quedarse más. El José que veía en la naturaleza, en la playa y en la montaña aquí nunca lo vi en Madrid. Intuía que el mar obraría en mi hijo lo mismo que provoca en mí: una sensación de paz que no puedo describir.
Pero seguía siendo una apuesta. Una apuesta de vida, pero apuesta. Como lo fue dejar el hogar de mis padres e irme a estudiar a Madrid, como lo fue adoptar a mi hijo o dejar mi trabajo en Save the Children y crear EspiralesCI, todas ellas probablemente las mejores decisiones que he tomado en mi vida. Porque siempre vuelvo a lo mismo: la vida te da todo lo demás, te llena de luz con una única condición: que saltes al vacío, que seas valiente. Y a veces sencillamente es demasiado difícil, o sentimos que lo es, como para saltar. Otras veces no, otras saltamos, y entonces la vida se ilumina.
Cuando llegamos aquí, vi cómo mi hijo se sentía en casa con la misma rapidez que yo, pero había algo de él que seguía anclado en Madrid. Se sentía dividido, como cuando yo me fui a vivir a Madrid desde Zaragoza. Es una sensación, la de sentirte dividido, que yo ya conocía, pero para él era nueva. Su mundo zaragozano nunca le había supuesto una división porque aunque era esencial para él y ama a su familia y sus amigos de alli, siempre fueron visitas. Intensas y gozosas, pero visitas. Pero al irnos de Madrid perdimos la cotideanidad con nuestra gente amada de allí, y eso hacía que su alma estuviera dividida.
Pero ha pasado el tiempo, y mi hijo está floreciendo. Y se está convirtiendo en un hombre. Y tengo la inmensa suerte de que me encanta el hombre que estoy viendo aparecer. Con sus limitaciones y sus defectos, pero me gusta la personita en que se está convirtiendo. Y esa esa una sensación que no tiene precio.
Porque vuelvo al comienzo, y a ese artículo que escribí hace cinco años. Entonces hablaba de cómo la identidad se gesta desde la mirada del otro, sobre cómo con el significado que adjudicamos a las vivencias vamos configurando la identidad de nuestros hijos e hijas. Pero me faltaba una parte del proceso, ésa de la que tan poco se habla en la psicología evolutiva (sobre todo si la comparamos con lo que se habla y se escribe sobre los primeros años o sobre la adolescencia), ese periodo entre los seis y los once años, donde aparece la inteligencia analítico sintética en su globalidad, donde se desarrollan los aspectos más complejos de la teoría de la mente y otras capacidades. Donde en definitiva dejas de ver un niño que bebe la vida a través de tu mirada y tus palabras, para presenciar cómo la empieza a vivir por sí mismo, acompañado de tu presencia.
Y qué dificil es marcar esa presencia. He intentado ofrecerle los estímulos que creo que pueden ser buenos para él, no sólo desde mis valores, sino desde lo que le conozco. Le he propuesto actividades, he fomentado determinadas relaciones, le he llevado conmigo de viaje, hemos leído, cantado, bailado, conversado sin límite. Y en cada paso, cada estímulo que he ofrecido he intentado hacerlo con consciencia, que fuera lo que yo creía mejor para él.
Y ahi está el cambio, he visto como él decidía si lo tomaba o no, hasta qué punto se implicaba en cada cosa que le he ofrecido. Ha probado muchas actividades que no ha seguido, o aspectos mucho más claves como cuando me tocó apoyarle en comenzar la catequesis no siendo yo religiosa (aunque sí creyente) porque era su espiritualidad, no la mía. Y del mismo modo me tocó apoyarle también cuando decidió dejarla. Y en ambos casos me dio argumentos que nada tenían que ver con la comodidad sino con su visión de dios y la fe. Argumentos que eran suyos, vivencias que eran suyas y que yo respeté.
Nuestra gente amada aquí me ha enseñado a cuestionarme constantemente lo que le ofrecía, lo que le pedía y le exigía porque muchos de ellos son mucho más respetuosos con los procesos de sus hijos que yo misma, con sus ritmos y sus necesidades. Se han convertido en maestros de vida para mí y ellos y ellas lo saben.
Ayer hizo su primera clase de percusión. Lleva dentro la música y la tierra, y estaba convencida de que la percusión le apasionaría. Por eso le forcé a probar una clase. Si no le gustaba, no le haría seguir. Él no quería en principio. Busqué el lugar adecuado, con una metodología diferente de conexión del niño con la música. El profesor le enseñó a hacer percusión con el cuerpo, las paredes y el suelo antes de enseñarle los instrumentos. Y el rostro de José cuando se vio tocando el cajón y el bongo con el profesor…se le iluminó. Me miró y dijo «esto es lo mío, mami».
Y lo mismo le pasó hace dos semanas cuando hizo la prueba de nivel de saltos de natación. José es de aire, siempre ha querido deportes de aire. Creo que ya he contado aquí alguna vez como su primera frase completa de muy pequeño fue «Mami, quiero volar». Antes había dicho palabras, pero ésa fue su primera frase. Y yo veía que cuando vamos a la piscina es capaz de pasar horas entrando y saliendo probando distintas formas de tirarse. Pero el deporte de saltos añade el aire, la caída. Y estaba convencida de que le gustarían. Pero tenía que ir y hacer la prueba. Y de nuevo su cara se iluminó y se lanzó del trampolín de 6 metros como si cualquier cosa. Por no hablar de la cara que le sale cuando monta a caballo en los caballos de una artista que se llama Marga y que enseña a los niños el vínculo con el animal, a reconocer su lenguaje, a montarlos cuando ellos lo desean..
En fin, todo esto para volver a esa frase «Esto es lo mío, mami». Porque ese es mi punto de hoy. Mi hijo está encontrando su lugar en el mundo, que es el suyo, no el mío. Y veo cómo reconocerse en ese lugar le llena de luz. Y veo igualmente como en algunos contextos, cuando sigue pendiente del lugar de los otros en vez de sí mismo, o de cómo los demás verán, vivirán o evaluarán lo que él hace o dice le llega la confusión. Y le hace falta la presencia de una guía, no necesariamente yo, pero sí una guía en quien confíe y por quien no se sienta juzgado para poder definir sus decisiones y sus propias vivencias, para darles forma, para ponerle palabras y no actuarlas. Sigue necesitando límites y presencia para no perderse.
Así que me encuentro fascinada por esta etapa que casi no estudiamos, por la aparición de esa identidad, que ya se intuye desde mucho antes, pero que adquiere forma y estructura en esta edad. Y que es la que le permitirá afrontar la adolescencia. Pero ése es el siguiente paso. Todavía no hemos llegado allí 😉
Y al final sólo espero no perder el hilo, la consciencia, para no perderme este proceso, para estar suficientemente cerca y suficientemente lejos al mismo tiempo para no imponerle mi identidad, mis emociones, mis vivencias por el vínculo profundo que nos une. Para que sea él y se sienta amado tal cual es.
Pepa
Simplemente, ole! Me alegro, nos alegramos muchísimo. Un abrazo.
Magnífico relato, mostrando un gran respeto con el proceso de identidad de los hijos, tarea no siempre fácil.
Y tienes mucha razón, la mal llamada «etapa de latencia» parece que queda olvidada en los libros de psicología cuando es tan importante.
Gracias por tus reflexiones
Sí, magnífico relato.
Gracias!!
No sabes cómo te entiendo Pepa!!
Gracias.
Un beso
Aquí yo de nuevo, estremecida con lo que cuentas. Jo, que bien conectas y que claro me dejas muchas cosas con tus palabras. Gracias, de verdad. Si me lo permites, te envío un fuerte abrazo!
Qué bonito! Me permito desde la distancia de no conocernos Pepa, felicitarte por todo lo que eres, todo lo que expresas y todo lo que haces. Ojalá yo pueda darles algo parecido a mis nenas…alas para volar, como tanto desea José, y raíces bien profundas que les aporten seguridad y valentía, amor por sí mismas y amor para los demás. Gracias Pepa, un abrazo fortísimo.
Pepa
Tu modo de expresar… tus palabras, logran cerrar, abrir, sanar,darse cuenta, aclarar, inspirar, saborear, en nosotros sensaciones, vivencias y sueños.
Gracias por compartir tu ser…
Te admiro profundamente
Edith Alonso
Asunción – Paraguay