Lo que aprendí del alzheimer

28 septiembre 2011
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La semana pasada fue la semana internacional del Alzheimer, y yo tenía pendiente hace tiempo ya ver una película que estaba segura de que me iba a doler en el alma: «Bicicleta, cuchara, manzana«. Es la película que rodó Carles Bosch relatando el comienzo de la enfermedad en Pascual Maragall.

Y me dolió, ya lo que creo que me dolió. Pero precisamente por eso quiero escribir sobre ella. O más bien sobre mi padre. Mi padre, nuestro padre, murió con 89 años después de vivir ocho años con Alzheimer.

Recuerdo tantas cosas de esos años, y tantas otras que he querido olvidar. Cuando escuchaba a los hijos de Maragall en la pelicula, sus miedos, ese miedo terrible a cruzarte con tu padre por el pasillo de casa y que no te reconozca, que te mire con ese rostro vacío y en parte asustado de quien está más fuera del mundo que presente. Yo lo viví.

Les comprendí perfectamente cuando hablaban de ese eterno dilema entre protegerle e intentar conservar su autonomía el mayor tiempo posible. Preservarla porque él la exigía y porque la merecía y porque sabías que todo aquello que perdiera nunca volvería a recuperarlo. Eran como pequeños pedacitos de su vida que veía que se le escapaban de entre las manos. Lo veía él y todos los que estábamos con él. Protegerle como dicen en la película de «volverse una caricatura de sí mismo»

Los primeros años fueron los más duros para mí, porque aunque la pérdida era lenta y paulatina y los tiempos conscientes casi todos, al mismo tiempo él era plenamente consciente de ese proceso irremediable, y le provocaba una gran angustia. Evaluaba su vida una y otra vez, se aferraba a sus recuerdos y luchaba contra esa pérdida de control y autonomía sobre lo cotidiano: no acordarse de dónde colocaba sus amados libros, no saber el nombre de la persona que le había saludado por la calle, no poder volver a casa desde la cafetería donde a menudo iba a tomar el vermut, tener miedo a salir solo…todo un proceso lento, inexorable, desesperanzador.

Recuerdo muy bien el momento en que la angustia desapareció, en que mi padre aceptó la enfermedad y su propia muerte, dejó de rebelarse para concentrarse en vivir cada día, fue entonces cuando empezó a dejarse ayudar hasta en lo más básico.

Los años de después, cuando él ya estaba más fuera que en este mundo, cuando le veías leer el periódico con las páginas boca abajo o permanecer en la misma página durante dos horas, completamente ido, cuando su mayor placer era bajar en silla de ruedas al parque a sentir la luz del sol en su cara y ver a la gente pasar y a los niños jugar, cuando la mayor parte del tiempo compartido era un largo silencio, cuando el padre que habías amado y seguías amando era un ser necesitado, pequeño y frágil. Como lo somos todos en realidad, sólo que en él, en esos últimos años, era algo que no se podía esconder ya.

En todo ese tiempo su mente se fue yendo, pero era algo sorprendente, algo curioso, porque de vez en cuando, de forma inesperada, había momentos de una lucidez pasmosa, momentos, frases, miradas, que eran como una luz en un tunel, una claridad inmensa, y en ellos te ofrecía su amor y su sabiduría en su totalidad. Eran como momentos suspendidos en el tiempo, y te agarrabas a ellos, y pensabas «a ver si vuelve otro como éste».

Uno de mis recuerdos de luz especiales ocurrió apenas un año antes de su muerte, un día en el mirador de casa, cuando de repente volvió de donde fuera que estuviera ido y comenzó a preguntarme por mis viajes, por los lugares donde había estado y cuál me había gustado más y luego, como si nada, me preguntó si había visto a mi madre por ahí. Cuando le recordé que ella había muerto, él me dijo «¿Ves cómo estoy?» y yo le dije «Miralo de otro modo, vas a ser el primero en verla de nuevo», a lo que me contestó «Es cierto, nunca lo había pensado, bien mirado es un privilegio». Estos momentos de milagro siguieron sucediendo esporádicos, inesperados, benditos hasta su muerte.

Y en todo ese tiempo, en aquellos años hubo cosas que nos salvaron, cosas que preservo como fundamentos de mi vida. Y son esos los que quiero compartir hoy.

El amor, nos salvó el amor. Mi padre nunca dejó de besarnos, abrazarnos y decirnos que nos quería hasta su último aliento, y cuando no podía hablar, me miraba arrobado durante tiempo y tiempo mientras yo le acariciaba. El amor nos daba lucidez donde no la había.

La risa. Maragall dice con ironía en un momento impagable de la película cuando le están grabando entrando en su oficina «ha ido muy bien la escena porque me han filmado que me equivocaba dos veces». Nosotros, nuestra familia nos reímos hasta el final, mi padre fue capaz de conservar la ironía, ese saberse reirse de la enfermedad y de sus miedos hasta el final. En las situaciones más disparatadas, cuando pasaba la primera angustia llegaba siempre la risa, el comentario, la mirada, su propia risa…algo que rompía el miedo agarrotado, que lo deshacía devolviéndonos a todos, no sólo a él, la dignidad que parecía esfumarse por momentos.

Nos salvó su inteligencia. Y más allá de su inteligencia, su cultura, su mente de hombre cultivado desde siempre. Mi padre era un hombre brillante y siempre quiso saberse retirar a tiempo. Él siempre mencionaba la frase con la que un juez italiano que llevaba casos de la mafia presentó su carta de dimisión. La carta decía «retirenme porque están llegando a mi precio». Mis padres, los dos, me enseñaron que saber morir dignamente es a menudo tan dificil como saber vivir. En la película se ve como Maragall y su familia dudan respecto a dónde poner el límite a su actividad pública, que no sea demasiado tarde pero tampoco antes de tiempo. Lo recuerdo como una de las cosas más difíciles de la enfermedad de mi padre. Ese límite ¿Dónde lo pones? ¿Cómo saber si es el adecuado? Pero su inteligencia fue la que le permitió leer hasta el final, incluso cuando ya no leía se ponía con el periódico cada mañana, escuchaba música y conversaba.

Nos salvaron Maria Pilar y sus manos maravillosas primero, que mantuvieron el tono muscular de mi padre y todas las personas que nos ayudaron en sus cuidados después, Ana Isabel y las demás, y por supuesto sus médicos. Hace falta mucho amor,humanidad y dignidad para saber amar y acompañar a cualquier persona hasta el final, pero un poco más si cabe en una enfermedad como el alzheimer. En la película la mujer de Maragall habla de su enfado, de su impotencia, de su cansancio, sobre todo de su cansancio. Todo eso lo conocimos nosotros, pero todo se hizo llevadero gracias a ellas.

«Bicicleta, cuchara, manzana» es un canto a la vida, un canto al valor de las mentes y los espíritus que esta enfermedad hace desaparecer, o quién sabe, alomejor sólo lleva a otro estado. Habla de la dignidad, de esa opción en la que Maragall insiste tanto de no esconderse, de no considerarse como secundario en su propio final. Habla de la esperanza. Él dice en la pelicula algo que estremece, dice «esta enfermedad se vencerá, lo malo es que nosotros ya no lo veremos» mientras abraza y acaricia a ancianos en estados mucho más avanzados de la enfermedad. ¿Qué tiene que sentirse al ver delante lo que sabes que vas a ser tú en un tiempo corto?

Vedla, él lo merece. Mi padre lo merece. Y todas las personas que como ellos no conocerán la cura. Y también los que la conocerán.

Éste es el trailer de la película para que podáis haceros una idea:

Y aprovecho para hacerme eco de una iniciativa que ha llegado a mis manos hoy y que ha acabado de decidirme a escribir este post. Se llama El Banco de recuerdos y es una de las campañas e iniciativas más hermosas que he visto en tiempos: delicada, honesta y hermosa. Y al mismo tiempo sirve para recaudar fondos que hagan posible esa cura. Dejad uno de vuestros recuerdos, o apadrinad los de mi padre, o los de Maragall, o los de todas y cada una de los millones de personas cuyas mentes ya no están sino en nuestra memoria.

Recordarles incluso cuando ya olvidaban, qué paradoja!

Pepa

6 comentarios a “Lo que aprendí del alzheimer”

  1. Queridísima… éste, como tantos otros aprendizajes en la vida.. no es transferible ni enseñable.. creo que nadie, salvo quien lo pasa, sabe lo que significa vivir el Alzheimer en alguien amado. Pero ojalá se logre transmitir lo suficiente para generar toda la ternura y respeto posibles hacia ellos. Y también, como otros grandes dolores.. tiene su propia luz, trae entre las sombras algunas estrellas luminosas que siguen brillando de por vida en el alma de uno. Besos.

  2. […] Hace unas semanas escribí ya sobre una de mis experiencias directas con la enfermedad y la muerte: la de los años que mi padre vivió con Alzheimer y su muerte. […]

  3. Felicidades! Me ha conmovido sobremanera tu post. Soy nueva seguidora de tu blog y me encanta. Me has puesto el bello de punta y me he sentido muy identificada con tus palabras. Vi la película que me encantó. Felicidades de nuevo.

  4. Gracias, Pilar! Éste es uno de esos post que conforme pasan los días me alegro más y más de haber escrito.
    Y me emociona que llegue porque lo escribí desde el corazón.
    Un abrazo, Pepa

  5. […] y memoria” y me pareció de una hermosura infinita. Me recordó a mi padre, que como ya conté en este blog murió de Alzheimer. Precisamente era un gran orador que dejaba a la gente boquiabierta en sus […]

  6. Acabo de encontrar este escrito buscando información sobre el alzheimer ¡enhorabuena! te hace reflexionar mucho y te llega al fondo del corazón.
    Saludos elalzheimer.com

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