En memoria de los últimos 87

20 febrero 2018
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Hace mucho tiempo que escribí en este blog sobre una distinción que suelo hacer sobre la gente que está herida y la gente que no lo está. Como todas las divisiones implican simplificar y desde ahí pierden sutileza y complejidad. Pero por otro lado ayudan a estructurar, a dar forma a las vivencias. O bueno, quizá me ayudan a mí.

Las personas heridas somos las que hemos vivido algun tipo de trauma en la infancia. Los traumas pueden ser diversos y espeluznantes porque el nivel del dolor que hay suelto por el mundo me sigue abrumando: cualquier forma de maltrato, perder a un padre siendo muy pequeño (por muerte o por abandono), la enfermedad mental no tratada o los problemas de adicciones severos de uno de los padres o ser hijo no deseado son las experiencias que pueden «herir» el alma y que más a menudo presencio en mi trabajo, aunque hay más. En esos traumas, esas «heridas» que llamo yo, ocurre algo muy dañino y es que el dolor se une, se pega al miedo, porque lo que sucede amenaza la subsistencia del niño, lo paraliza, le genera terror. Y a partir de ahí las personas vivimos con miedo. Y no es un miedo teórico, es real, es pastoso, pegajoso, de sabor amargo. Es el miedo de quien ya sabe lo que la vida puede llegar a doler, de quien habla desde la vivencia, la experiencia directa, no desde el libro ni el relato de un tercero. Y es el miedo que llega cuando se está formando la estructura interna de la persona, nuestro edificio interno, así que ese miedo se mete en las columnas, en los moldes, en las visagras..en la propia piel, en la memoria corporal. Y desde ahí se hace parte de ti.

No todos los dolores son traumáticos, porque no todos amenazan ni aterrorizan. La tristeza se llora y pasa, se suele quedar anclada cuando se une al miedo. Pero llorar sienta fenomenal al alma y al cuerpo. A mí me costó un montón aprender a llorar en público. Aún recuerdo la primera vez que lo conseguí. Igual que la primera vez que pude llorar delante de mi hijo.

Y los dolores que llegan más tarde, cuando ya el edificio está construido, tampoco son iguales. Duelen, destruyen, pero no condicionan la forma. Ya sólo los muy salvajes (que por desgracia los hay) se meten en la piel. La gente que no fue herida en la infancia tiene una inocencia, una especie de confianza básica en la vida que no ha tenido que conquistar, que da por obvia, por natural como el aire que respira. Una confianza tejida de la seguridad del niño que duerme porque sabe que hay alguien velando sus sueños.

Porque ese miedo, qué paradoja, en vez de a pedir ayuda (porque para pedirla hace falta confiar) te lleva a controlar, a disimular, a ocultar y negar. Intenta que olvides, que borres, que no conectes con la emoción, que la dejes aparcada como decíamos hoy en el desayuno conversando. Porque si no lo tocas, si lo arrinconas…ese dolor..puedes tener la ficticia sensación de que no está, de que nunca estuvo. Pero algo dentro de ti, algo muy profundo, sabe que mientes, que dentro de ti hay un niño o una niña temblando, frágil, pequeño e indefenso.

Nuestro edificio nos lo dan, en parte genéticamente, en parte por lo que vivimos en los primeros años, pero nos lo dan. Y ese regalo es nuestro pequeño universo, un universo que nos dieron, que nos regalaron, que no elegimos ni creamos, un universo que es sólo nuestro. Frágil y único. Y esas heridas te hacen estar siempre al acecho, temerosa de que alguien se lo lleve, lo rompa o lo destruya, de que alguien vea el dolor que habita también ahí dentro. Somos ese dolor y somos mucho más que ese dolor.

Y luego llega un día en que, si te atreves a salir, a mirar, a tocar, a amar..entonces te haces cada vez más frágil, más vulnerable, tiemblas, te quedas calva, te caes o enfermas, pareces débil y te sientes débil. Porque puedes sentirlo, sentir tu interior. Y porque tienes la certeza de que te cuidarán. Y lo sabes. Lo sientes. Lo vives. Y ahi tampoco es un relato de terceros. Siendo frágil te haces fuerte porque pides ayuda. Siendo frágil te sientas a una mesa con otras personas que fueron heridas como tú y te reconoces amorosa y plácidamente.

Y sabes que ya no estás allí, que tú puedes hacerte cargo de tu niña temblorosa, e ir al dentista, y sentarte en la silla, y volver a ponerte en la misma posición. Aquella misma posición. Aunque tiembles desde el primer minuto al ultimo. Y lo haces. Y hasta logras explicárselo al dentista, que no entendía nada, como tú tampoco entendías aquellos temblores, aquel miedo irracional (así lo llamaban) durante años. Y al salir sabes que volverás a tembar cada vez. Pero podrás volver.

Ahora sí. Hace ya tiempo que siento mi fragilidad. Y eso, extraña y hermosamente, me hace más fuerte.

En memoria de los últimos 87.

Pepa

5 comentarios a “En memoria de los últimos 87”

  1. Muchas gracias por escribir y compartir. Estoy acercándome a ese momento en que voy a por fin reconocer mi propia fragilidad…que nace también del dolor que alguien me provocó hace muchos años. siento que el precipicio se acerca pero también sé que cuando me tire habrá personas sosteniéndome. No se lo he explicado nunca a nadie y creía que no sería capaz pero cada vez los veo más cerca. Gracias por mostrar que el camino es posible…

  2. Tus textos siempre dejan un poso optimista Pepa.
    Besos a montones.

  3. Profundamente frágil, profundamente fuerte.
    Muchos besos.

  4. Aunque el proceso es largo y costoso, estoy convencida de ello.Las personas bellas no surgen de la nada.
    Gracias por emocionar cada vez que transmites.Un abrazo.

  5. siempre oportuna con tus sentires y generosa por compartirlos con aquellos que por momentos atravezamos por esos miedos y fragilidades

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